Elogio del profesor. Jorge Larrosa Bondia

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Elogio del profesor - Jorge Larrosa Bondia Educación: otros lenguajes

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carácter y naturaleza, su ser, su modo de expresarse. Quiere resistir en ella. Se eleva mi voz en ese sostenido, y busca su propio timbre ahí.

      Luego consideré otra palabra. La palabra amor. Esa palabra aparece en la versión inicial de mi conferencia. Tengo en mente dos clases de amores. Un amor por las prácticas del estudio, por los ejercicios que sostienen el estudio como actividad: leer, escribir, tomar notas en cuadernos, no muy grandes y sin anillas. Un amor por sus rituales, tal vez un poco obsesivos y maniáticos. Y, después, un amor del profesor por lo que hace y por los jóvenes con quienes hace lo que hace. Dos amores, pues.

      Alguien dijo que en el libro de Proust En busca del tiempo perdido casi la única cuestión importante en él es saber si para el narrador (Marcel, que es un aprendiz del y en el tiempo) el amor permite escribir o impide la escritura. Podemos parafrasear esta afirmación en forma de pregunta: ¿el amor en el profesor permite la transmisión o la entorpece? Me estoy refiriendo a su amor por los nuevos, por los recién llegados; a su amor por lo que hace; al amor por lo que permite hacer lo que hace: su leer, su escribir, su tomar notas, su pararse a pensar y a meditar, sus rituales cada vez que prepara amorosamente los cursos y las sesiones. Su amor al aula.

      Entregado en su estudio (Studiolo) al estudio (Studium), el profesor, cuando tiene que entrar en el aula para impartir su clase, interrumpe su estudio. Dar clase es una interrupción y una especie de molestia. El amor por el estudio olvida, pero a la vez permite, el amor por el aula y por sus estudiantes. Amores rivales y en liza, sin embargo. El amor al estudio sostiene, y se sostiene, por ese otro amor. El profesor no es monógamo. Tiene dos amantes, y si estudia, es fácilmente corruptible: pues su amor por el estudio rivaliza y vuelve celoso su amor por el aula. Extraño ser ese profesor que estudia llevando consigo sus lecturas, sus cuadernos de notas y su amor por los que empiezan y se inician en el mundo. Amor al estudio, entendido como una forma de vida y como una forma que la vida toma, y amor al oficio de ser un profesor, de tratar de serlo y no saber cómo, pues no hay método, pero sí camino y un carácter. Un camino que impone una marcha, una regla, determinadas consignas, algunos ejercicios, determinadas maneras de hacer y ser.

      Por último, me vino a la mente una tercera palabra: melancolía. El estudio, al mismo tiempo que la cura, propicia la melancolía. El melancólico meditabundo frecuentemente tiene ideas negras, oscuras, apartadas del mundo, del todo inútiles, poco productivas, y sobre todo quejosas. La “bilis negra” (eso es lo que significa melancolía, melascholós) está caracterizada por la heterogeneidad, la pesadumbre y la sequedad, imita la tierra, se incrementa en otoño y predomina en la edad madura de la vida. La melancolía fue consideraba como un sentimiento sagrado, obra de los dioses e impronta de la sabiduría y la genialidad.

      Esta conexión entre el estudio y la melancolía se encuentra fuertemente establecida en la obra del clérigo y erudito inglés (él mismo un melancólico estudioso y lector) Robert Burton (1577-1640), que publica su Anatomía de la melancolía en 1621. Burton, que se sabe melancólico, también quiere exiliarse: “Si tuviera que ser un prisionero, si pudiera realizar mi anhelo, desearía no tener otra prisión que esta biblioteca y estar encadenado a tantos buenos autores y maestros ya muertos” (Burton, 2015 II, IV, I: 271). Más adelante de esta cita, aconseja esto otro: “A cualquiera que se sienta invadido por la soledad, o arrastrado por una agradable melancolía y por vanas fantasías (…) no puedo prescribirle mejor remedio que el estudio, que se organice él mismo para aprender un arte o una ciencia” (Idem, I: 273).

      El melancólico puede parecer, al mismo tiempo, por su modo de comportarse, un genio, un loco, o un estúpido incluso. La pregunta principal, aquí, me decía a mí mismo, es si es el estudio lo que provoca la melancolía o a la inversa. Recordé, entonces, a una mujer: Marie-Sophie Leroyer de Chantepie, amiga de Gustave Flaubert, que al parecer debió quejarse a su amigo del estado del mundo. Ha debido compartir su ánimo quejoso con su amigo Flaubert. Y en una carta del 18 de mayo de 1857, éste le dice: “Se rebela usted contra las injusticias del mundo, contra su bajeza, su tiranía y contra toda la infamia y fetidez de la existencia. ¿Las conoce bien? ¿Lo ha estudiado todo? ¿Es usted Dios?” (Flaubert, 2009: 106). Flaubert le prescribe, entonces, su propia receta, haciéndole notar que, como ella quizá carece del hábito del “amor a la contemplación”, tal vez sea conveniente ponerse a estudiar:

      «Tómese la vida, las pasiones y a usted misma como un motivo para el ejercicio intelectual», le dice. Si queremos vivir, «hay que renunciar a tener una idea tan clara de todo. La humanidad es así, no se trata de cambiarla, sino de conocerla. No piense tanto en usted. Abandone la esperanza de una solución (…) En el ardor del estudio hay alegrías a la medida de las almas nobles. A través del pensamiento, únase a sus hermanos de hace tres mil años; recoja todos sus sufrimientos, todos sus sueños, y sentirá cómo se ensanchan, al mismo tiempo, el corazón y la inteligencia (…) Haga grandes lecturas. Adopte un plan de estudios que sea riguroso y sostenido (…) Impóngase un trabajo regular y fatigoso. Lea a los grandes maestros y trate de captar su conducta, de acercarse a su alma. De ese estudio saldrá deslumbrada y alegre». (Flaubert, 2009: 106-107)

      Flaubert le propone a su amiga un régimen de estudio. Le dice que se atreva a la contemplación, al pensamiento, a la vida intelectual. Le dice que es mejor conocer el mundo que pretender cambiarlo. Le está diciendo que estudie; y le observa que ese estudio es un cierto ejercicio intelectual, un ejercicio “espiritual”, un poco como los griegos entendieron que era la actividad del filósofo enamorado de la sabiduría: en suma, una forma de vida.

      A la tribu de los melancólicos –la melancolía es una pena que no tiene nombre, decía Joseph Joubert (2009: 304)18 pertenecen, según Lepenies, aquellos pensadores (eruditos, estudiosos o intelectuales) que hacen de su desdicha el fundamento de su existencia: “Está crónicamente insatisfecho; sufre por el estado del mundo. La queja es su oficio (…) Sólo puede reflexionar y no actuar” (Lepenies, 2007: 28). El melancólico se halla un poco al margen de las leyes habituales de la vida (Földényi, 1986: 20). Como le pasa a quien estudia. Su cuerpo no es solo el cuerpo biológico, sino un cuerpo extendido: en él lleva los libros leídos, anotados, engullidos: su biblioteca. Un ser de lo más extraño. Su reino no es de este mundo.

      De un tiempo que es libre

      Cuando recibí la invitación para participar en este seminario sobre el oficio de profesor se me abrieron varios frentes. Me solicitaron presentar un texto sobre la vida estudiosa, pero en un sentido muy particular, pues debía llevarlo, en la medida de lo posible, hacia el lado del profesor que lleva un régimen de vida estudioso y que traslada a la enseñanza lo ganado en el estudio, a la relación con sus estudiantes, no tanto, quizá, para que aprendan (asunto que puede o no ocurrir) como para que ellos mismos, a su vez, estudien.

      Como mis clases en la Universidad no comenzaban hasta el mes de febrero de 2019, disponía de bastante tiempo “libre” –Dulcius ocio studiorum– para ponerme a considerar mi asunto. Pasé meses amaneciendo muy temprano, un poco exiliado en mi cuarto de estudio, en una especie de régimen de vida monacal, leyendo, tomando notas, reflexionando y escribiendo múltiples borradores. Acumulé mucho material, escribí muchas páginas, rellené algunos cuadernos, que funcionaron como “diarios de una vida estudiosa” y luego, lo más difícil, tuve que reestructurarlo todo y decidir qué versión final leería en ese encuentro. La verdad es que no estaba muy seguro de lo que iba a contar allí, por dos razones.

      La primera tiene que ver con la larga tradición en la que se inscribe una vida estudiosa, la Vie du lettré, de la que habla en un ensayo del mismo título William Marx, profesor de literatura comparada de la Universidad de Nanterre. Este libro, que es la dedicatoria que un discípulo le hace a su maestro (Roland Barthes) describe la vida de esos seres extraños que “n’appartient pas à l’ordre des choses” (Marx, 2009: 11), que leen libros y los coleccionan, que los editan, comentan, anotan, los transmiten y los enseñan a las nuevas generaciones, los cuales, a su vez, producirán otros textos y tal vez nuevos libros. Aunque no en

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