El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa
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Yo iba un día a la semana a casa de Armando, por aquello de limpiarle un poco la vivienda o prepararle algún guiso. A cambio, él me había enseñado a leer y a tocar el piano, porque Armando fue siempre un hombre cultísimo. Yo nunca estuve en el patio trasero de la vivienda. No. Allí no se me había perdido nada. Yo sabía que allí estaba el aljibe de la casa, por si faltaba alguna vez el agua. Ya sabe usted que en esta isla siempre ha escaseado. Pero ese día, no sé qué intuición me dio, me fui hacia el patio trasero y me encontré con los perros muertos. Quizá fuera el olor, un hedor extraño lo que me llevó allí.
No pude reprimir un grito. De susto y de asco. Pero, a fin de cuentas, un grito. Armando debió oírlo, porque, no sé en qué minuto, se me apareció de la nada, y lo vi ante mí, con la sotana puesta y un gran cuchillo carnicero en la mano. Tenía puesto su crucifijo, uno grande labrado en plata que colgaba de su cuello y descansaba sobre la sotana. Ese detalle no se me olvida. Me dijo, Catalina, el Maligno me ha hablado, Catalina. Catalina, me dijo, he descubierto el plan del Mal, Catalina, y comenzó a explicarme en voz muy baja, como si temiera que alguien más pudiera oírlo, que los perros de la isla eran enviados del demonio, ángeles del infierno transmutados en perros cuyo principal cometido era esparcir sibilinamente la semilla del mal. Solo cortándoles las orejas perdían su poder maléfico, porque el primer paso del Maligno sería conducirnos hacia la sordera.
Se había vuelto rematadamente loco, sí, lo veo en su cara, pero es que usted nunca conoció a Armando. Era un hombre que rezumaba bonhomía. Bondad es una palabra demasiado corta para definirlo. Generoso, piadoso, amable, cariñoso. Y encantador. Para quien lo hubiera conocido, era del todo imposible creerse aquel cambio esquizofrénico, creer que aquel loco de ojos encendidos, pero voz musical era Armando, Armando nuestro párroco. Eso explica que no me asustara, que no huyera ni siquiera cuando Armando, ayudándose con el cuchillo, comenzó a levantar las baldosas del piso del patio para que yo viera los numerosos cadáveres de perro que bajo ellas había sepultado.
Solo me asusté en serio cuando comenzó a acariciarme la oreja. Nunca me había tocado un solo pelo, se lo juro. Nunca. Ni un leve roce de su mano cuando me enseñaba a tocar el piano. Nunca es nunca. No crea lo que dicen por ahí. Era cierto, sin embargo, que su voz era como un imán. Para hombres y mujeres. Una voz barítona, musical, masculina, junto con su envidiable habilidad para la oratoria, hacían que cualquiera acabara escuchándolo como quien atiende a un oráculo. Y ese día, rodeados de perros muertos, comencé a escuchar sus explicaciones, embebida, atónita, hasta que me acarició la oreja. Y me asusté porque era la primera vez que sentía su mano. Suave, pero capaz de transmitir fuerza, determinación, poder, convencimiento. Si le digo que casi no sentí dolor cuando cortó con el cuchillo mi oreja, sé que le resultará difícil de creer, pero así fue. Tenía sus ojos en mis ojos, imanes ardientes, su voz en mi cerebro musitando un sonsonete agradable, un rezo maravilloso, y tenía además el calor de su mano en mi oreja, como si estuviera hipnotizada. Si no llega a ser porque uno de los perros que creíamos muertos pareció resucitar, volver de la muerte con fuerzas suficientes como para morder una de las piernas de Armando, creo que habría perdido la otra oreja.
No sé qué me pasó, pero en ese instante volví a la realidad y la realidad era un Armando con los ojos hirviendo en sangre, lanzando patadas a un perro desorejado que se aferraba a su canilla y un sopor caliente que me bajaba por el cuello y que, ahora me daba cuenta, eran ríos de mi propia sangre manando de mi oreja cercenada, del hueco donde había estado, antes, hace nada, mi oreja derecha.
Aquel perro me dio la vida. Con su último esfuerzo, lo escuché lloriquear mientras yo corría por fin. Armando debió clavarle el cuchillo para que sus mandíbulas le soltaran la canilla. Aquel perro me devolvió la vida.
Porque sangraba mucho.
Y corrí por las calles del pueblo en dirección a la comisaría de policía. Y oía en algún lugar de mis tímpanos los golpeteos de mi corazón. Y la vista se me iba nublando hasta que me cogieron unos brazos fuertes que me miraban con ojos asustados y ese susto, el susto grande que vi en esos ojos auxiliadores fue lo último que pude ver porque las nubes del desmayo se espesaron tanto que el día se me apagó.
Todo lo demás ya lo conocerá usted por los informes de la policía. Siguieron el rastro de sangre que yo había dejado y llegaron a la casa de Armando. Se había cortado sus propias orejas, torero de sí mismo, y yacía desangrándose rodeado de perros muertos. Varios agentes, sin entender nada, se acercaron a Armando, quien, con su último hilillo de vida, pudo advertirles del peligro de vivir en esta isla, laboratorio del Mal, y desgranarles esos incomprensibles consejos que transcribieron en su informe y que usted seguramente habrá leído, esa su cantinela de que la semilla del mal se nos colará por las orejas hasta dejarnos sordos y conducirnos a un futuro apocalíptico.
No habremos de ponerles nombre porque solo los veremos volar. A., Z., B., T., C., S., D., R., E., P., O., F., N., G., L., K., J., I., H., serán iniciales suficientes para conocerlos un poco, casi nada, aunque quizá fueran algunos más. Nadie, a ciencia cierta, pudo contarlos. Ni siquiera cuando algunos flotaron sobre la mar antes de definitivamente hundirse.
Fueron al menos veinte, aunque quizá estuvieron también V., Ñ. y Q., y entonces habrían sido más, pero tacharemos sus iniciales por inoportunas o antipáticas, y nos quedaremos con A., Z., B., T., C., S., D., R., E., P., O., F., N., G., L., K., J., I., H., en este pequeño esfuerzo por distinguirlos aunque solo les veamos volar, volar brevemente tras haberse lanzado por los acantilados del Verodal, los que están justo al norte de Calibán, conocidos sobre todo porque allí se refugiaron en el pasado los lagartos gigantes, presuntos descendientes de Setebos, que durante siglos habitaron la isla. Esos farallones de aire místico, también visitados por Danilo Porter cuando estuvo investigando en Calibán el origen de la horda de suicidios. En ese paisaje austero de la isla Danilo Porter se sacó varias fotos, utilizando el mecanismo de la cámara automática, porque siempre estuvo allí solo. Catalina Prieto no quiso acompañarlo cuando se lo pidió y Danilo Porter no quiso perderse esa fotografía, con las escarpadas rocas rojizas al fondo, su particular tributo al turismo más ramplón. A la vuelta a su piso madrileño sería una de las instantáneas que pegaría a la colección que adornaba la puerta de su nevera. Solo porque sí, porque le gustaba el contraste de la piedra volcánica tan roja y el trozo azul de cielo y ese otro azul del mar repleto de zarpazos, porque esa costa es peligrosa y siempre está humillada por el viento y la mar de fondo.
Danilo Porter no les vio volar sino con los ojos de la imaginación, que a menudo ven mejor. Mientras estuvo en aquel paisaje supo que algo del tiempo general del mundo se había quedado allí, congelado, petrificado en rojo acantilado. Sensaciones que no sintió cuando estuvo en la casa que el matrimonio formado por A. y K. poseía en el claro del bosque de pinos que rodeaba al pueblo de Masilva.
Era un caserón bien armado, a pesar de estar hecho solo de madera. Con tejado a dos aguas y larga chimenea, dibujada casi como las casitas que pintan los niños pequeños cuando se les pide que describan su hogar. A. pasaba allí sus días pintando cuadros sacados del propio bosque de pinos, paisajes generales, detalles, unas ramas, algo de pinocha, unas piñas, la luz cambiante remojándose entre verdes de pino, las punzantes hojas del árbol con las que no puede el invierno, sus raíces cuando asoman sus lomos a la tierra. Sus cuadros se cotizaron al alza durante un tiempo en mercados extranjeros y aunque K., su esposa, se aburría a menudo, era feliz junto a A. En cuanto a E., H., R., y Z. fueron, en principio, simples admiradores de A. que, gracias a su hospitalidad, acabaron quedándose a compartir las enseñanzas del maestro.
El discurso iluminado de A. ya se colaba en sus parlamentos antes de que Hans Marcus Müller arribara a Calibán y se pusiera a experimentar con su alquimia pendenciera y, aunque no se conocieron, de algún modo extraño, se dieron la razón. A. se había rapado el pelo y, al menos durante dos horas al día, recitaba salmodias tomadas de un libro que recogía antiguos sortilegios y bienaventuranzas de una tribu amazónica