El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

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El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa

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su deambular jipi en aquel caserón campestre de Calibán y ni siquiera cuando la sordera comenzó a hacer estragos entre tantos vecinos bien avenidos perdieron su rara habilidad para la música. Aunque su audiencia estuviera casi sorda, todavía podían ver los dedos moviéndose sobre las cuerdas de la guitarra y tener así la impresión de escuchar los acordes a través de los poros de la piel.

      Todos sabían que era una vida rara, como vivida con un tiempo prestado. Danilo Porter, en el improbable caso de haber conocido a los variopintos miembros de aquella comunidad, se habría sentido atraído por su forma de vida, por esa extraña catarsis colectiva que los conectaba para ponerlos en un espacio más allá del entendimiento. Habría sentido, acaso, la tentación de unirse a su alegre desamparo, porque, aunque en todo momento dieran la sensación de estar esperando a la muerte, el tiempo transcurrido, el tiempo prestado, fue un tiempo auténtico, un tiempo sincero porque ya tenía implícita la aceptación de la muerte, una muerte más o menos próxima. Danilo Porter pensó que no estaría nada mal desgajarse de la habitual inercia del pensamiento propio para flotar en el aire de un universo sin destino. Sin salida, pero también sin ataduras, sin tener que pensar en vilezas como el dinero o las facturas o en tener que cumplir una jornada laboral, en toda esa trivialidad cotidiana que sin embargo nos va gastando la vida para que un día la muerte, inapelablemente, sí o sí, nos sorprenda con todo por hacer, con mil planes que cumplir y mil deseos soslayados. Quizá todo el misterio de la vida bien vivida resida en ese breve espacio de tiempo que dura el vuelo desde la cima del farallón al mar, rocoso y bravo, siempre hambriento su eterno retorno de olas. Quizá. Magia sin desprecios, unánime posicionamiento del alma en ese espacio cómodo donde no hay dudas ni insatisfacción, apenas la certeza de haberse tocado por dentro y por fin volar.

      La mañana en que se encaminaron hacia el acantilado de Calibán el filo hiriente del amanecer prometía calor. Salieron desnudos de la casa del claro del bosque de Masilva y atravesaron el paisaje de pinos en silencio porque, aunque pudieran hablarse, ninguno se escucharía. Fueron bajando lentamente hacia la costa y, cuando la alcanzaron, tampoco pudieron oír el frenético movimiento de la mar agitada por el alisio. Conmovedor muro azul encrestado por los flecos blancos que trazaba el veleidoso pincel del viento. A. sintió las ganas de pintarlo durante unos segundos, flecha veloz que surcó su pensamiento. No fue el primero ni el último en saltar al vacío. No hubo ningún tipo de ceremonia ni arenga ni grito ni aplauso enfervorecido, sino que, con el mismo silencio armonioso del paisaje, con la mismísima armonía silenciosa que habían cargado durante todo el camino, se fueron lanzando al mar, disfrutando del vuelo, casi sin pausa, uno detrás de otro, ignorando incluso el propio orden impuesto por el alfabeto. De hecho, fue P. la primera en inaugurar el vuelo, con su guitarra al hombro para que no le estorbara a la hora de abrir sus brazos. Su larga melena negra azuleó al aire con gracilidad de alas mientras caía como sostenida por los rayos del sol, ahora colgado a medio cielo, iluminando lo que habría de quedarle al mundo.

      El vuelo era breve, pero suficiente para que el siguiente en volar tuviera que esperar al menos un minuto. Cada vez que un cuerpo caía, el mar se lo tragaba unos segundos, pero enseguida venía la ola y lo alzaba rematando su vorágine enloquecida como si el muerto fuera su mascarón de proa o su gárgola hasta estamparlo contra el acantilado, guiñol grotesco, y arrastrarlo de nuevo hacia la marea que daba marcha atrás en busca de renovados bríos. Ese era el aviso, la breve pausa, el momento para inaugurar el nuevo vuelo y garantizar un orden que impidiera que el nuevo suicida cayera sobre el anterior y no sobre la dura superficie marina. Desde esa altura, cada brutal impacto se aseguraba su mortalidad.

      Llamaba la atención que estuvieran tan organizados sin que en ningún momento hubieran hablado de la operación, compacto suicidio en grupo. Siempre hubo orden. Nunca se dieron empujones, sino que llegaron al precipicio, más o menos en fila india por lo estrecho de la vereda, y continuaron camino, aunque no hubiera camino sino aire, aire en el aire que los acogía con cierto mimo, trazándoles ese otro camino invisible que solo veían ellos, acunándolos sin hacer distingos entre viejos y jóvenes, blancos o negros, adultos o niños, que también los había. Si acaso, forzando las cosas, habría que reseñar que el vuelo de los más gordos y de los más corpulentos era algo más corto que el vuelo de los niños, caso, por ejemplo, de J., que a punto estuvo de sugerir la posibilidad real de flotar, de mecerse en el aire como hacían ahora las gaviotas que, butaca de primera fila, asistían curiosas a esos vuelos que, en caso de poder hacerlo, voladoras expertas ellas, tildarían de principiantes o atropellados o algo peor. No abrían sus picos, sino que movían sus ojos saltones acompañando los vuelos, instaladas las muy pajarracas en el propio confort de sus alas cortando la corriente del alisio, a una prudente distancia de voyeur, no fuera a ser que aquel espectáculo extravagante acarreara algún peligro para su majestuosidad voladora o para sus crías, bien anidadas en las grutas y huecos del acantilado del Verodal.

      F., N., O., E., R., M. fueron volando sin alharacas o sustos, sin gritos, sin siquiera cambiar un ápice el guion establecido. Todos saltaban y abrían los brazos para inaugurar el vuelo y ninguno improvisó por ejemplo saltar de espaldas o haciendo una figura diferente. No. Saltaban y abrían los brazos cual águilas o ángeles y en silencio se precipitaban al mar. A. pensó que era hermoso, un hermoso vuelo, pero esto tampoco tendría relevancia alguna porque, a fuerza de ser sinceros, ninguno de ellos, ninguna de esas personas a las que no hemos puesto nombre porque solo las veremos volar, pensó lo contrario. Unanimidad absoluta en la belleza angelical de verse volar, jamás tan seguros de haberse cobrado su tiempo.

      Nunca habría pactado con las viudas si no llega a ser por el odio. Un odio feroz que me nació en la sangre el día en que el Estado filipino, esa panda de desagradecidos, sacó a subasta todo lo que era mío, todos los regalos que me había hecho mi marido, mi pobre Ferdinand. Esa humillación de proporciones internacionales no la perdonaré nunca. Nunca. Imelda solo hay una. Imelda soy yo.

      ¿Disfrutar de la venganza? Por supuesto. La venganza es un plato que se sirve frío, pero que sabe dulce. Subastaron mi hermosa colección de 1220 pares de zapatos cuando aún estaba inconclusa. Me quitaron mis joyas y los cuadros de Picasso, Gauguin y Pisarro que tenía en casa, porque la pintura es una de mis debilidades y no es lo mismo levantarse cada día sin ver Mujeres de Tahití o Las señoritas de Aviñón. Destartalaron mi vestidor, el corazón de mi hogar, y ese día pude oír estremecerse de cólera, allá en su tumba, a mi esposo Ferdinand, en paz descanse. Lo que el mundo le estaba haciendo a su santa esposa merecería venganza.

      Pasé toda una vida forjando mi colección de zapatos como para aguantar que unos justicieros de poca monta la subastaran con la excusa del dinero del pueblo. Mi proyecto era acumular siete mil pares de zapatos, como siete mil islas tiene mi país, mi Filipinas del alma. Truncaron de mala manera mis ilusiones y desvalijaron mi vestidor y eso para mí fue lo mismo que si me hubieran violado en una plaza pública. Incluso peor. No me dieron tiempo de explicar siquiera las mágicas conexiones entre pares de zapatos. Nunca fue una colección azarosa, sino que cada pareja de zapatos estaba revestida de un simbolismo valioso. No era un simple montón de calzado caro. No. Había en mi colección cierta precisión museística, y si había pares de grandes diseñadores no era solo por su exclusividad, precio prohibitivo para mortales y belleza, sino por las secretas conexiones artísticas que establecían entre ellos al ponerlos juntos, al exponerlos en mi vestidor. Un museo reúne belleza. La belleza es sagrada. Mi zapatera era un museo y, consiguientemente, un lugar inviolable.

      Mi extravagancia ostentosa es un ismo más, una vanguardia artística. Por eso ordené incluir en los diccionarios la palabra imeldífica, sinónimo de esa ostentación que ya marca tendencias, porque a mí lo que de veras me interesó siempre fue la moda. Y aunque mis compañeras del Pacto no acaben de entender mi frenética actividad como mecenas, es lo que de verdad me hace feliz. Becar a los artistas del siglo XXI a través de mi fundación para que me ayuden a inmortalizar el imeldismo como movimiento artístico surgido a partir de Imelda, viuda de Ferdinand Marcos, dictador filipino, es mi razón de ser. Impresionismo, Cubismo y pronto, tiempo al tiempo, el Imeldismo, principal corriente artística desde el Postmodernismo.

      Me resulta fácil

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