El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa
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Pero mi venganza no ha sido siempre tan artística. No. Confesemos la verdad. El Imeldismo es un divertimento, aunque también un invento a mi medida para continuar haciendo dinero fácil, pero es incapaz de saciar todos los huecos de aquella humillación. Quiero que mueran los flacos de espíritu, los mediocres. Quiero que mueran los débiles y quiero que mueran todas esas gentes comunistas, ecologistas y yo qué sé qué más, pero que hacen siempre un mundo peor. Y hay que decirlo claro. A mis compañeras del Pacto no les gusta que hable así. Yo les digo que es mi forma de ser y que si una vez dije que sería la madre del mundo es porque sabía que sería verdad. ¿Qué otra cosa hacemos las que estamos en el Pacto? Parir, como mujeres que somos. Parir. Pero parir un mundo nuevo. Un mundo mejor. Un mundo diferente.
–Todos estos años le han dado la razón a Armando. Nadie habría pensado que esto pudiera ir tan rápido. Calibán es la isla de los demonios— le dijo Catalina Prieto a Danilo Porter.
Observó su casa, al menos el pequeño salón donde lo había agasajado con café y unas galletitas danesas de mantequilla que extrajo de una lata redonda y azul. Nada, en todo lo que vio desde que Catalina le abriera la puerta y lo condujera por un largo pasillo hacia el fondo de la vivienda, donde se hallaba el acogedor salón, le había parecido raro o sospechoso a Danilo Porter. Pensó encontrar numerosa imaginería religiosa, altares, santos, cirios gruesos y velas envueltas en plástico rojo, colores cardenalicios, rosarios, cuentas, en fin, ese tipo de decoración propia de los hogares de personas beatas. Sin embargo, los objetos que contemplaba eran normales. La austeridad se imponía en el mobiliario, en su mayoría piezas forjadas en madera de pino y barnizadas después en marrón oscuro, pero brillante. Había algunos libros y reconoció algunos títulos del escritorzuelo local, Alameda del Rosario, mezclados con novelas románticas, a juzgar por los habituales diseños de tapas rosas. Había pequeños mantelillos bordados en tela blanca con pespuntes de motivos florales, dos o tres figuritas de porcelana, unos elefantes, unos cisnes, un adonis con un violín y tres cuadros: dos marinas y una acuarela que representaba con realismo el bosque de sabinas, el emblemático árbol autóctono de la isla. Al fondo del salón, en penumbras, la silueta de un piano.
—Me lo regaló don Daniel, el cura que sustituyó a Armando después de saber que él me había enseñado a tocar. En su día fue propiedad del famoso tenor Luisón Montoto— dijo Catalina en cuanto se percató de que Danilo Porter había detenido su vista en el instrumento.
—Ya no lo toco casi nunca. No es lo mismo. Armando era un gran profesor— añadió Catalina, y suspiró, como quien se acuerda de los buenos tiempos que ya pasaron.
—¿Usted le creyó? —preguntó de sopetón Danilo Porter.
—No, en aquellos momentos no. Pero han pasado veinte años y, en cierto sentido, todos estos años le han venido dando la razón. Esta isla es la isla de los demonios. Como habrá comprobado, la isla está cada vez más deshabitada. Entre los suicidas y la gente que se ha ido marchando, solo quedan los viejos, viejos sordos. Esa es la verdad.
Danilo Porter escuchaba con atención, pero, al mismo tiempo, no podía dejar de estudiar la belleza intemporal de Catalina. Si le hubieran preguntado, no habría sabido decir siquiera una cifra aproximada que retratara la edad de aquella mujer.
—¿Pero usted no creerá esos cuentos?
—No es cuestión de creer. Yo solo digo que desde que Armando murió esta isla ha caído en picado, como si estuviera maldita, como si, efectivamente, fuera el laboratorio experimental del Mal, como Armando decía. Como si Calibán fuera el ejemplo de lo que poco a poco habría de pasarle al mundo todo. En veinte años ha desaparecido más de la mitad de la población. Unos se suicidaron, otros simplemente se marcharon con toda su familia y otros huyeron, desesperados, acaso para después suicidarse en otros lugares. Ahora sé que todo el mundo está igual, solo que en un mundo pequeño, un mundo pequeño como es la isla, estos estragos se notan más. Es el fin del mundo. Y sé que en esta isla, como vaticinó Armando, es donde comenzó todo. Si no fuera así, ¿a qué habría de venir usted aquí, a esta isla ausente en tantos mapas?
—Es cierto. Estoy buscando respuestas a mis preguntas. Quiero saber por qué el mundo se está yendo a pique tan de repente.
—¿Y ha encontrado respuestas?
—Todavía no. Solo indicios, pistas.
—En mi opinión lo que debería buscar son soluciones. Soluciones y no respuestas.
—Cuando empezaron a registrarse esas pavorosas cifras de suicidios en la isla las autoridades españolas comenzaron a buscar las razones…
—Sí, claro, pero no encontraron explicaciones plausibles y en cuanto la cosa comenzó a complicarse abandonaron el asunto. Mutis por el foro, si te he visto no me acuerdo— zanjó Catalina con frases hechas aquella larga conversación que había incluido el detallado relato de los hechos acaecidos en el pasado con don Armando.
Se levantó y trajo la lata de galletas danesas. Puso algunas sobre un plato y volvió a servirle café a Danilo Porter. Cuando se movía, parecía que el silencio envolvía sus pasos, sus ademanes, todos sus movimientos, como si toda ella estuviera hecha de aire.
—Pregúnteme— dijo de pronto.
—¿El qué? — respondió con sorpresa Danilo Porter.
—Vamos, pregúnteme.
—Está bien. ¿Y esa oreja? Perdone que me haya fijado. No querría molestarla con mi pregunta un poco impertinente.
—Perteneció a una jovencita que no pudo soportar su repentina sordera. Como sabe, la ley actual habilita a los médicos para hacer trasplantes de cualquier órgano o parte del cuerpo en caso de muerte accidental o suicidio. Ya no es como antiguamente, que la persona debía dar su consentimiento en vida y hacerse donante, o que la decisión debía recaer sobre algún familiar.
—Pues permítame que le diga que fue un trasplante muy bien hecho.
—Es cierto.
—Muchas gracias, doña Catalina. No le quito más tiempo. Gracias por el café y las explicaciones.
—Una cosa más.
—Usted dirá.
—Me gustaría que me tutearas. Esa fórmula de respeto me hace sentir vieja.
—Está bien, nos tutearemos entonces. Gracias Catalina.
—¿Estarás aún un tiempo en la isla?
—Sí. No sé cuánto, pero me gustaría volver a hablar contigo, si no tienes inconveniente.
—Cuando quieras. Casi siempre estoy en casa.
—Gracias otra vez.
—De nada.
—Hasta pronto.
—Hasta pronto.
Pensó