El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa
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Se montaron sin frenesí galopante y otra vez la estancia cómoda. Y mordisqueó sus pechos y en seguida los pezones se pusieron altaneros y ya para cuando se dispuso a penetrarla y pensó que habría de encontrar cierta sequedad, lo que vino de verdad a sorprenderle fue un jugoso mullido estadio aterciopelado y casi diría que un hervor espumeante.
Como espumeó su asombro porque tuvo de nuevo que distraerse y ponerse a contar como antaño, contar muchos números muchos para no irse tan rápido a un corrimiento sabroso y completo, el corrimiento energúmeno que vino cuando ya había contado hasta 166, porque ni un número más le duró la excitación gorda y palpitante de su miembro agradecido. Y dentro de Catalina alojó todo su semen, todo para Catalina, porque esta vez sí que no se había acordado de su Eleonore, perra malcriada, chiflada egoísta, allá donde estuviera. Y si dejó los chorros de su excitación en los adentros cómodos de Catalina fue porque estaba absolutamente seguro de que una mujer de su edad, cualquiera que tuviera entre los cincuenta y largos y los sesenta y pocos, no habría de embarazarse, imposible del todo, porque entonces Catalina no habría sido de este mundo sino de otro. Y cuando, agradecido, en las caricias finales, volvió a besarle las orejitas ajenas, tan bien trasplantadas, no pudo dejar de preguntarse si alguna parte más de aquel cuerpo fuera de su edad también le había sido prestada. Pero aquellas preguntas no habrían sido caballerosas, así que Calladito se llama. Sin embargo, los pechos de Catalina aún erguidos a pesar de que su dueña estaba acostada boca arriba sobre la cama, parecieron querer contestarle que sí, que fueron magníficas esculturas trabajadas, redondas sonrisas de pezón a pezón.
Buscará sus nalgas. Ahora. O mejor después. Durante el próximo asalto. Danilo Porter tratará de corroborar en aquellas nalgas sus intuiciones, aunque para qué preguntarse de quién de veras era aquel cuerpo, aquel cuerpo si ahora, en este rodar y rodar por las sábanas, es solo suyo, solamente para él y sus renovadas ganas de volver a hundirse y flotar descansadamente en el dulce hogar del alivio. Catalina solo hay una, le había dicho, aunque en realidad hayan podido ser dos.
Mohamed Yussuf el Khan preparó el atentado durante casi un año. Concienzudo, metódico, profesional. Se había alojado en Rocinha, una de las favelas más concurridas de Río de Janeiro, a las faldas de una de las montañas más céntricas de la ciudad. Salvo por los narcotraficantes locales, a quienes pagaba puntual tributo para que lo dejaran tranquilo, Mohamed Yussuf el Khan no fue nunca importunado, sino por las esporádicas llamadas telefónicas que recibía de Mirjana o Fidela, para interesarse personalmente por la buena marcha del plan que les daría por fin todo el poder. Había llegado la hora de salir de las sombras. Desde su portátil, Mohamed Yussuf el Khan accedía a la cuenta abierta a su nombre en la sede central carioca del Banco do Brasil, donde sus siete jefas ingresaban mensualmente el porcentaje acordado para sus gastos y necesidades, o lo que es lo mismo, el dinero que dedicaba a extorsionar a comisarios de policía y responsables políticos locales a fin de asegurarse la información necesaria para perpetrar el atentado.
La primera convención mundial de grandes empresas de seguridad se celebraría ese año en Río de Janeiro, en el hotel Copacabana Palace, el más lujoso de los que hay en la avenida Atlántica, al principio de las bonitas aceras diseñadas por Burle Marx en un paseo que se alarga hasta Leblon. Allí, en los salones de aire decimonónico del Copacabana Palace se reunirían durante tres días los responsables de custodiar los grandes datos confidenciales del mundo. Con sus claves, conexiones y archivos secretos, sus valiosos pendrives, sus accesos a cuentas, datos personales y empresariales, movimientos bursátiles, escondrijos financieros y paraísos fiscales, historiales clínicos, legislación, en fin, tipos a quienes los estados y sus agencias de seguridad confiaban la información.
La primera convención mundial de empresas de seguridad había trastornado la normalidad de la rutina de Río. El alcalde minimizó las primeras protestas destacando los grandes beneficios económicos que la celebración de la convención tendría para la ciudad, pero sus habitantes no entendían que tuviera que cerrarse al tráfico la avenida Atlántica y que los accesos a la mismísima playa de Copacabana fueran escrupulosamente controlados por unidades del ejército brasileño. Era la primera vez en la historia de Río que su playa más emblemática se convertía en un páramo desierto, cuando lo habitual era que cerca de un millón de personas la utilizaran a diario para hacer deporte o darse unos chapuzones. El día en que los aviones privados comenzaron a llegar al aeropuerto Santos Dumont, en el Aterro do Flamengo, los habitantes de Río comenzaron a invocar a todas las divinidades del candomblé para rogarles que aquellos tres días de convención internacional pasaran lo más rápido posible, porque el resto de la ciudad se había convertido en un caos. La carretera que recorría la bahía de Guanabara desde el aeropuerto hasta Copacabana estaba custodiada por fuerzas del ejército de tierra y de la policía federal y solo podían recorrerla los vehículos expresamente autorizados. Grandes limusinas negras, brillando bajo el tórrido sol del febrero carioca que preludiaba el carnaval más famoso, recorrían a gran velocidad el trayecto desde la mismísima pista de aterrizaje del Santos Dumont, a los pies de las escalerillas de los brillantes jets privados, hasta la lujosa entrada del hotel Copacabana Palace. Allí, una decena de agentes de policía formaban en hilera hasta que se abría la puerta del coche y el invitado de turno descendía, ataviado con traje oscuro, corbata azul o roja, y grandes gafas de sol. Escoltado por los guardias, entraba al hotel y desaparecía en las entrañas del enorme hall del Palace. Después, si llegaba acompañado de su esposa, descendía la invitada, y hacía la misma operación, es decir, bajaba del coche y recorría la formación de guardias que la amurallaban. La diferencia, sin embargo, para un observador atento, estribaba en que las señoras esposas o consortes bajaban sin prisa, se permitían mirar hacia un lado y hacia otro, incluso admirar la arquitectura de la fachada del prestigioso hotel antes de entrar. Algunas de ellas, incluso, aprovechaban el momento para encajarse bien la pamela, o para recolocarse los ajustados vestidos que lucían, por si, como solía ocurrir, algún paparazzi revoloteaba por los alrededores con su cámara presta a capturar la inmortalidad.
En el hotel solo estaban los empleados y los policías que custodiaban a los empleados. Desde el primer día de la convención la policía federal brasileña había dispuesto un dispositivo de seguridad que obligaba a que un agente acompañara en todo momento a cada trabajador del hotel: cocineros, azafatas, personal de limpieza, camareras, recepcionistas… hasta los mozos que vigilaban el aparcamiento tenían a su lado a un policía. Durante esos tres días nadie saldría del hotel. Ningún empleado podría volver a casa, sino que debían permanecer en el inmueble, cumplir con sus horarios y descansar en las habitaciones que se habían dispuesto en los bajos del hotel para ocasión tan señalada, también estrechamente vigiladas. Una especie de pequeño gran estado de sitio. Cientos de cámaras de video escudriñaban las dependencias, habitaciones incluidas, aunque los invitados podían asegurar un mínimo de privacidad cuando estuvieran en sus aposentos a través de claves personales.
Todos estos preparativos imponentes no preocupan a Mohamed Yussuf el Khan. Él hace tiempo que tiene los deberes hechos. Hace casi un año, en realidad. Desde que liga con Vilma, una de las bonitas camareras del Copacabana Palace. Mentiría si dijera que se conocieron por casualidad. Mohamed Yussuf el Khan hacía dos semanas que la seguía cuando se produjo el primer encuentro. Primero se cercioró de que Vilma no tenía novio, que era madre soltera, una abnegada madre soltera de veintinueve años que trabajaba a destajo como camarera del Copacabana Palace desde hacía seis. Mucho trabajo a cambio de poco salario, el justo para vivir en Rocinha y dar de comer a Manoel, su hijo pequeño, a quien cuidaba su vecina casi todo el tiempo. Primero se fijó en ella porque Vilma era metódica, puntual, con una vida casi cronometrada. Todos los días salía de su casa a las siete en punto de la mañana. Descendía las escaleras que comunicaban la parte alta de la favela con la parte baja, donde vivía Rita, su vecina. Allí dejaba a Manoel, que rondaba