El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

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El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa

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disecados en posiciones que imitaban esculturas clásicas como el Discóbolo o el David. Imelda le dio un ejemplar a cada una, mostrando su orgullo, y confesándoles al mismo tiempo que el Guggenheim de Nueva York y el de Bilbao habían dedicado sendas exposiciones retrospectivas a Voeller, su último apadrinado.

      —Soy la reina del arte contemporáneo— dijo, y se dejó caer sobre un mullido sofá de cuero.

      —Estás obsesionada, definitivamente obsesionada— dijo Carmen, dibujando una sonrisa un tanto alterada por sus labios pletóricos de bótox.

      —¿Pero el arte no debe mostrar belleza? —preguntó de modo retórico Fidela.

      —Eso era antes. El arte debe mover conciencias, alterarlas, aniquilarlas, sacudirlas. Y hasta desintegrarlas.

      —Disecar seres humanos no me parece nada artístico. Y menos disecarlos así, segmentando los cuerpos para que puedan verse las vísceras falsas o clonadas, para que puedan verse los tornillos de titanio y las prótesis médicas. Me parece de muy mal gusto— agregó Fidela.

      —Pues ya ves cuán equivocada estás. Voeller está teniendo éxito— dijo Imelda, al mismo tiempo que cogía de la mesa una pequeña campanilla que hizo sonar. Voeller es imeldífico, indudablemente imeldífico, puntualizó Imelda.

      El breve tintineo de la campanilla bastó para que unos segundos después apareciera en la estancia un hombre alto, vistiendo un entallado uniforme de sirviente, y saludara a las viudas con una reverencia de estilo japonés.

      —Trae una botella de Vega Sicilia único del 93. Esto hay que celebrarlo. Y sírvelo en las copas de Murano.

      —Ahora mismo, señora— contestó el camarero al mismo tiempo que dedicaba a Imelda otra educada inclinación.

      —A la señora moderna le gusta sin embargo el vino clásico— bromeó Carmen.

      Lucía estaba hojeando distraídamente la revista, cuyas páginas centrales informaban también sobre el nuevo edificio antisuicidas de France Telecom que pronto se inauguraría.

      —Creo que me gustaría salir en estas revistas, no tener que esconder nuestro poder detrás de políticos títeres y entramados empresariales. Estoy un poco harta de este anonimato, la verdad, aunque también tenga sus ventajas.

      —Todo tiene su momento y todo llega— respondió Carmen. Por ahora es mejor así.

      —Lo sé, pero quiero decirlo. Así me siento mejor. A veces el tiempo es demasiado lento.

      —Mira el reportaje sobre nuestro edificio francés. Ha quedado muy bonito.

      Volvió a enfrascarse en la lectura del último número de Vanity Fair, que dedicaba un amplio reportaje a la vida y milagros de la famosa pianista Laura de la Puerta, hallada muerta en su propia casa. La revista narraba su ascensión hacia los cielos de la música clásica y su declive hacia los infiernos de la depresión, la bulimia, la bancarrota y su larga lista de acreedores. “Aves carroñeras”, los llamaba Axel Robbins, su agente, quien, al parecer, para pagar sus propias deudas y de paso levantar nuevos negocios, había vendido la exclusiva del fin de Laura de la Puerta y ahora explotaba su imagen de televisión en televisión, comiendo, quién habría de predecirlo, la carne regurgitada de esas mismas aves carroñeras. El reportaje describía su endeudamiento y su fallecimiento, acontecido en extrañas circunstancias nunca suficientemente esclarecidas. A este tipo de revistas les encanta mitificar las vidas de ciertas personas cuya existencia es fácil de rodear de la aureola del mito, y Laura de la Puerta cumplía a la perfección con los requisitos. Además, había muerto a finales del año 2000, la fatídica fecha del principio del fin del mundo, según los filósofos que pergeñaban sus presagios y vaticinios en toda suerte de publicaciones digitales que proliferaban por la red. La edición en papel se había relegado a la esfera del lujo y pocas personas podían permitirse leer libros en el antiguo formato. Los lectores ávidos de papel se habían convertido en sectas, bajo el disfraz de clubes de lectura, que pululaban por librerías de viejo montadas en los recovecos de los sótanos de las ciudades y sus laberínticos metros. Esos libreros traficaban con los últimos ejemplares de libros publicados en papel a finales del siglo XX, un siglo, además, cada vez más lejano, más antigua y arcaica su ya extraña forma de vida.

      —Pobre niña— musitó Lucía, tan para sus adentros que ninguna de sus compañeras la escuchó.

      La conversación quedó interrumpida al oír los pasos del sirviente, que avanzó hacia el salón donde se encontraban las viudas portando una bandeja de plata en la que reposaba la botella de vino y cuatro copas. La depositó en la mesa y pidió permiso para descorcharla.

      —Adelante— dijo Imelda.

      El uniforme del camarero tenía un pequeño delantal del que extrajo un sofisticado sacacorchos. Abrió la botella y enseguida, con su mano enguantada, ofreció el corcho a Imelda.

      —¿Tiene su aprobación, señora?

      —Sí, puedes servirlo. Así se airea. No hará falta decantarlo.

      El tinto oscuro borboteó, deslizando su lágrima densa por el fino cristal de Murano, abriendo su perfume intenso, cuajando sus ecuaciones mágicas para acertar su sabor inolvidable.

      —¿Desean algo más?

      —No, gracias. Puedes retirarte.

      El olor del vino inundó la habitación. A través de las enormes cristaleras del ático podía admirarse la inmensidad arbolada de Central Park. El sol, descascarillado, perezoso, se dejaba caer ensombreciendo el skyline, altivo mar de rascacielos que comenzaban a encajar sus piezas luminosas, pequeñas ventanas de un rompecabezas siempre imposible.

      –¿Estás viva, Catalina?

      —Mucho, Danilo.

      —Tengo mis dudas.

      —Pues no dudes, que Catalina solo hay una.

      Y los dos rieron, cómplices, estremecidas sus mutuas soledades. Porque por fin se hundió en sus carnes y fue como entrar en casa, hogar del alivio.

      Ese hundimiento blando, como flotar en aguas cálidas, sus carnes. Y Danilo Porter se sintió como en casa, de veras, como en casa en brazos de aquella mujer madura y amplia, acogedora como un salón con chimenea en pleno invierno, cuando afuera no escampa, sino que arrecia el temporal. Catalina confortable, inexplicable y repentinamente cómoda, mullida, como su cama de toda la vida o como su sillón preferido a la hora de sentarse a leer. Algo así sintió al hundirse en Catalina, una especie de sabia y antigua comodidad. Nada que ver con las varias mujeres con las que se había acostado después de su último divorcio. Puro sexo incómodo, mecánico, una tensión que incluso a veces le impedía correrse del todo. Nada que ver con esas cópulas sin recoveco terso y sorpresa, esa gimnasia sudorosa cuyo placer a menudo no duraba ni las gotas del orgasmo.

      Hundimiento placentero, y fácil, aunque fuera la primera vez que Catalina Prieto y Danilo Porter unían sus cuerpos en el forcejeo del amor. Un fornicio agradable y repleto de matices y hermosuras solo sexuales, de pieles que se gustan, química facilísima de los sentidos. De los besos primeros en la boca al desnudamiento y al hundirse pletórico en ella, toda amplia sobre las sábanas blancas y frescas, mediaron minutos, unos pocos minutos, como si Catalina lo hubiera estado esperando.

      Y aunque era Danilo Porter quien estaba encima de ella, porque ella era un hermoso dibujo de carne bajo su cuerpo horadante,

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