El Capitán Tormenta. Emilio Salgari

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El Capitán Tormenta - Emilio Salgari Colección Emilio Salgari

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intentaron el asalto de la población, pero fueron rechazadas con grandes pérdidas.

      El 30 de julio, tras un incesante bombardeo e ininterrumpidos trabajos para minar las torres y los fuertes, Mustafá condujo por segunda vez sus tropas al asalto, y de nuevo la valentía de los soldados de Venecia triunfó. Todos los habitantes colaboraban en la defensa, incluso las mujeres.

      Al fin, en octubre, los sitiados, que con sus salidas, realizadas con mucha frecuencia, lograron mantener a raya al adversario, recibieron el refuerzo prometido por la República, que consistía en mil cuatrocientos infantes, y dieciséis piezas de artillería.

      Poco era semejante fuerza para una ciudad sitiada por mas de sesenta mil turcos, si bien sirvió para estimular la moral de los asediados, ya en situación desesperada, e infundirles nuevos bríos y alientos.

      Desgraciadamente, los víveres y las municiones menguaban sin cesar y los otomanos, con su pertinaz cañoneo, no dejaban a los venecianos ni un momento de descanso. La ciudad se había convertido en un montón de escombros, porque fueron escasas las moradas que quedaron en pie.

      Por si esto no resultase bastante, unos días mas tarde llegaba a Chipre Alí-Bajá, almirante de la flota turca, con una escuadra de cien galeras, que transportaban a cuarenta mil hombres. A partir de entonces, Famagusta se convirtió en el centro de un cerco de hierro y fuego que ninguna fuerza humana hubiera podido atravesar.

      Tal era la situación al acontecer los hechos descritos en el capítulo anterior.

      Una vez que los mercenarios hubieron llegado al fuerte, abandonaron sus alabardas que en aquel momento resultaban inútiles, y, colocándose en las escasas aspilleras que aún existían, armaron sus pesados mosquetes y soplaron las mechas, en tanto que los artilleros, la mayoría de ellos marineros de las galeras venecianas, proseguían el cañoneo con las culebrinas.

      El Capitán Tormenta, sin atender las prudentes advertencias de su teniente, se había colocado en lo alto del fuerte, a medias protegido por un muro semiderrumbado y lleno de grietas.

      Por la tenebrosa llanura que se extendía mas allá se veían relucir, en diversos lugares, puntos luminosos, seguidos de fogonazos, a los que acompañaban los sordos silbidos de los pesados proyectiles de piedra.

      Los turcos, cuya fiereza iba en aumento, ante la férrea resistencia de los sitiados, minaban las trincheras para aproximarse al medio derrumbado fuerte. Si este se mantenía en pie era merced a la inmensa cantidad de materiales que las valerosas mujeres arrojaban en los fosos.

      El Capitán Tormenta, silencioso e impasible, observaba los fuegos que iluminaban el campamento otomano. Al cabo de un rato, una sombra se aproximó a él, murmurando en malísimo dialecto napolitano.

      —¡Aquí me tienes, señora!

      El joven se dio la vuelta con rapidez, reprimiendo con dificultad un grito.

      —¿Eres tú, El-Kadur?

      —¡Sí, señora!

      —¡Silencio! ¡No me llames de esta forma! ¡Nadie debe enterarse de quién soy!

      —¡Estás en lo cierto, señora, digo señor!

      —¡Otra vez! ¡Acércate!

      Cogió por un brazo al hombre y lo llevó a la parte exterior del fuerte, a una especie de garita desierta, alumbrada por una antorcha.

      Este era era alto y delgado, tapaba su cabeza con un turbante blanco y verde. Al cinto se veían sobresalir las culatas de dos enormes pistolas casi cuadradas, al igual que las utilizadas por los moros de Marruecos, y la empuñadura de un yatagán.

      —¿Qué sucede? —inquirió el Capitán Tormenta.

      —El vizconde Le Hussiere se halla con vida —contestó El-Kadur—. Me he informado por uno de los capitanes del visir.

      —¿No te habrá mentido? —dijo con voz temblorosa el joven Capitán.

      —No, señora.

      —¡No me llames "señora"! Ya te lo he advertido. ¿Y a qué lugar lo llevaron? ¿Te has enterado, El-Kadur?

      El árabe hizo un gesto de desolación.

      —No, señor. Todavía no he podido enterarme. Pero confío en saberlo pronto. Acabo de entablar amistad con un jefe, que si bien es musulmán, bebe el vino de Chipre en barril, no importándole nada el Corán ni el Profeta, y espero arrancarle la verdad cualquier día. ¡Te lo juro, señor!

      El Capitán Tormenta, o, para ser más exactos, la Capitana, se dejó caer sobre la cureña de un cañón, tomándose la cabeza entre las manos.

      Dos lágrimas resbalaron por su bello semblante, que en aquel momento estaba muy pálido.

      El árabe, un poco apartado y envuelto en su capa, aguardaba muy emocionado. Su rostro, duro y fiero, manifestaba una indecible angustia.

      —¡Si yo pudiese, señora, digo señor, a cambio de mi sangre, proporcionarte la tranquilidad y la alegría!

      —¡Ya conozco tu fidelidad, El-Kadur! —replicó el Capitán Tormenta.

      —¡Hasta la muerte, señora, seré tu más fiel esclavo!

      —¡Esclavo no; amigo!

      Los ojos del árabe despidieron un destello, tornándose casi fosforescentes.

      —He renegado para siempre de mi antigua religión —dijo luego de una corta pausa—, y no olvido que el duque de Éboli, tu padre, me libró, cuando yo era niño, del poder de mi despiadado amo, que todo el día me golpeaba bestialmente. ¿Qué he de hacer ahora?

      El Capitán Tormenta no respondió. Semejaba estar recordando ideas que suscitaban en él penosas remembranzas, a juzgar por la expresión de su semblante.

      —¡Mejor hubiera sido no haber visto nunca Venecia, la joya del Adriático, y no haber dejado las azules aguas del golfo de Nápoles! —exclamó por último, hablando consigo mismo—. ¡Mi corazón no sufriría ahora de una manera tan brutal! ¡Ah, que noche tan maravillosa junto al Gran Canal! ¡Él estaba allí, junto a mí, tan apuesto como el dios de la guerra, sentado en la proa de la góndola, diciendo bellas frases que me hacían el efecto de un canto celestial! Y eso que estaba enterado de que había sido destinado para combatir aquí y, no obstante, sonreía; sonreía mirándose en mis ojos. ¿Qué pensarán hacer de él esos monstruos? ¿Lo asesinarán poco a poco para tornar su castigo más cruel? ¡Infortunado Le Hussiere!

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      —¡Cómo lo amas! —exclamó El-Kadur, que había estado escuchando al Capitán sin apartar los ojos de él.

      —¡Sí, lo amo! —exclamó la joven duquesa, con vehemencia—. ¡Lo amo igual que aman las mujeres de tu país!

      —Tal vez con mayor pasión, señora —repuso el árabe, reprimiendo un suspiro—. Otra mujer no hubiera hecho lo que haces tú. No hubiera abandonado el magnífico palacio de Nápoles, no se habría disfrazado de hombre, contratando a su costa una compañía de soldados. Y no habría venido a este lugar a encerrarse en una ciudad sitiada por cien mil turcos, para afrontar

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