El Capitán Tormenta. Emilio Salgari

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El Capitán Tormenta - Emilio Salgari Colección Emilio Salgari

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—preguntó—, ¿qué debo hacer? Tengo que aprovechar la oscuridad para regresar al campamento.

      —Debes estar siempre atento, para informarte de a qué lugar lo han llevado —repuso la duquesa—. Donde se encuentre, allí iremos a salvarle.

      —Mañana por la noche estaré aquí de nuevo.

      —¡Si todavía estoy con vida! —contestó la joven.

      —¿Qué dices? —exclamó el árabe, con acento amedrentado.

      —Me he comprometido a una aventura que pudiera concluir de mala manera. ¿Quién es ese turco que cada día viene a retar a los capitanes cristianos?

      —Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco. ¿Por qué razón me preguntas eso, señora?

      —Porque mañana me enfrentaré a él.

      —¡Tú! —exclamó el árabe, consternado—. ¡Tú, señora! ¡Esta noche iré a matarlo a su tienda, para que no acuda mañana a desafiar de nuevo a los capitanes de Famagusta!

      —¡Oh! ¡No te inquietes, El-Kadur! Mi padre era el mejor espadachín de Nápoles e hizo de mí una gran esgrimista, que puede enfrentarse a los más famosos capitanes del gran Turco.

      —¿Quién te ha incitado a retar a Muley-el-Kadel?

      —El Capitán Laczinski.

      —¿Ese polaco, que parece sentir hacia ti un secreto odio? A la vista de un hijo del desierto no hay nada oculto, y yo he advertido en él a un enemigo tuyo.

      —Sí, en efecto lo es.

      El-Kadur lanzó una maldición, en tanto que su rostro adquiría una salvaje expresión.

      —¿Dónde se encuentra ahora ese hombre? —inquirió con sorda voz.

      —¿Qué pretendes hacer, El-Kadur? —dijo suavemente.

      El árabe, con rápido ademán, desenvainó el yatagán e hizo brillar la acerada hoja a la luz de la antorcha.

      —¡Este acero probará esta noche sangre polaca! —dijo—. ¡Ese hombre no verá amanecer el nuevo día! ¡Así no se llevará a cabo el desafío!

      —¡No harás tal cosa! —repuso la Capitana, con acento firme—. ¡Se aseguraría que el Capitán Tormenta sentía temor e hizo asesinar al polaco! ¡No, El-Kadur, no harás semejante cosa!

      —¿Y he de permitir que mi señora se enfrente en una lucha a muerte contra el turco? ¿Seré capaz de verla caer muerta bajo los golpes de su cimitarra?

      —El Capitán Tormenta ha de demostrar que no siente temor a los turcos —replicó la joven—. Es necesario que sea así, para disipar en todos la sospecha de lo que soy en realidad.

      —¡Lo mataré, señora! —exclamó el árabe.

      —¡Te lo ordeno! ¡Obedece! —contestó la duquesa.

      El árabe inclinó la cabeza sobre el pecho y dos lágrimas le resbalaron por las mejillas.

      —¡Es cierto! —dijo—. Soy un esclavo y debo acatar las órdenes.

      El Capitán Tormenta le puso una mano en el hombro y con su más suave acento le respondió:

      —¡Esclavo no; eres mi amigo!

      —¡Gracias, señora! —repuso El-Kadur—. Haré lo que tú ordenes. Pero te juro que si resultas herida por el turco, le saltaré la tapa de los sesos. ¡Permite, por lo menos, que tu leal servidor te vengue si te ocurre alguna desgracia irremediable! ¿Para que quiero la vida sin ti?

      —Haz lo que te parezca mas oportuno, mi buen El-Kadur. Márchate antes de que amanezca. Si no te apresuras no podrás regresar al campamento turco.

      —Cumplo tus órdenes, señora. Yo me enteraré enseguida a qué lugar han llevado al señor Le Hussiere, te lo aseguro.

      Abandonaron la garita y llegaron al fuerte, en el que las culebrinas y la mosquetería seguían retumbando con un estruendo cada vez mayor.

      El Capitán Tormenta se aproximó al señor Perpignano, que dirigía el fuego de los hombres armados con mosquetes, y le dijo:

      —Ordena que se suspenda el tiroteo durante unos minutos. El-Kadur regresa al campo enemigo.

      —¿Ningún otro, señora? —inquirió el veneciano.

      —Ninguno. Pero llámame Capitán Tormenta. Solamente tres personas conocen quién soy: tú, Erizzo y El-Kadur.

      —¡Discúlpeme, Capitán!

      —¡Que se interrumpa el fuego un instante! ¡Todavía no ha llegado el último momento de Famagusta!

      La duquesa no daba las órdenes igual que una mujer, sino como un veterano Capitán: con palabras secas e incisivas que no admitían réplica.

      El señor Perpignano dio la orden a artilleros y mosqueteros, en tanto que el árabe, aprovechando la momentánea interrupción del fuego, se encaminaba al reborde del fuerte, en compañía del Capitán Tormenta.

      —¡Ten cuidado con los turcos, señora!

      —¡No te inquietes, amigo! —contestó la duquesa—. Conozco la temible escuela de la espada acaso mejor que muchos de los capitanes sitiados en Famagusta. ¡Adiós!

      Asiéndose a los salientes de las piedras, el árabe se desvaneció en la oscuridad.

      —¡Cuánto me aprecia este hombre! —musitó el Capitán Tormenta—. ¡Y tal vez cuánto amor escondido! ¡Pobre El-Kadur! Hubiera sido mejor para ti permanecer en el desierto de tu patria.

      Una voz lo sacó de sus reflexiones.

      —¿Hay noticias, Capitán?

      —No, Perpignano —replicó el Capitán Tormenta.

      —¿Sabes, por lo menos, si se encuentra con vida?

      —El-Kadur me ha dicho que Le Hussiere continúa prisionero.

      —Me resulta extraño que esos terribles guerreros, tan poco dispuestos a dar tregua, le hayan respetado la vida.

      —Eso mismo pienso yo —contestó el Capitán— y es lo que atormenta mi corazón.

      El Capitán Tormenta se incorporó, diciendo:

      —No va a tardar en amanecer y ese turco acudirá bajo las murallas para retarnos. Vamos a disponernos para el combate. O regreso triunfadora, o quedaré muerta, y acabarán mis sufrimientos.

      —Señora —dijo el teniente—, déjame que combata con el turco. Aunque muriese, nadie me lloraría. Soy el último descendiente de los condes de Perpignano.

      —¡No, teniente!

      —¡El turco te matará!

      Una

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