El Capitán Tormenta. Emilio Salgari

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El Capitán Tormenta - Emilio Salgari Colección Emilio Salgari

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no me habría amado —contestó—. ¡Yo enseñaré a los turcos y a los jefes venecianos cómo lucha el Capitán Tormenta! ¡Adiós, señor Perpignano! ¡Jamás me olvidaré de El-Kadur ni de mi leal teniente!

      Se alejó con la mano puesta sobre la empuñadura de la espada, en tanto que los cañones de atacantes y atacados rugían con creciente furia, iluminando las tinieblas de una manera siniestra.

Illustration

       3

      El León de Damasco

      El alba comenzaba a despuntar ya, iluminando la llanura de Famagusta, llena de humeantes escombros. El cañón no había permanecido silencioso durante toda la noche ni un instante y todavía arrojaba fuego, retumbando su estruendo en las viejas casas de la ciudad sitiada y en las angostas calles, la mayor parte de ellas obstruidas por las ruinas.

      El Capitán Tormenta, luego de haber advertido al gobernador de la plaza de que el polaco y él aceptarían el reto coridiano del árabe, examinaba los estragos causados por los proyectiles turcos en el fuerte.

      A poca distancia, el polaco, auxiliado por su escudero, se colocaba la coraza, maldiciendo de continuo, ya que jamás le parecía bien puesta. Se encontraba algo pálido y podría decirse que un poco intranquilo.

      El bombardeo había sido interrumpido por ambos bandos.

      En el campo otomano se escuchaban las palabras del muecín (sacerdote mahometano), que concluían siempre con una exhortación a terminar con los cristianos. En Famagusta estos efectuaban su almuerzo con aceitunas y algún trozo de pan casi incomible, ya que las provisiones escaseaban de tal manera que, para no perecer de hambre, los habitantes se veían obligados a comer hierba cocida y cuero.

      Una vez que hubo acabado la plegaria del muecín pudo verse a un guerrero turco galopar en dirección a Famagusta. Iba acompañado de otro que llevaba un estandarte con la media luna y la cola de caballo sobre un trapo blanco.

      Era un apuesto joven de veinticuatro a veinticinco años, ataviado con ricas ropas. Se cubría el pecho con una reluciente armadura recamada en plata. Empuñaba una cimitarra y en su faja se distinguía un yatagán de hoja un poco curvada.

      Cuando se encontró a trescientos pasos del fuerte, hizo una indicación a su escudero para que plantara en tierra el estandarte, para dar a entender a los sitiados que se presentaba protegido por la bandera blanca, y exclamó con poderosa voz:

      —¡Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco, desafía por tercera vez a los capitanes cristianos con armas blancas! ¡Si no admiten el reto, los trataré de viles canallas, no merecedores de luchar con los grandes guerreros de la Media Luna! ¡Que vengan, por tanto, a enfrentarse conmigo de uno en uno si tienen en las venas sangre de hombres! ¡Muley-el-Kadel los está aguardando!

      El Capitán Laczinski, que finalmente había podido colocarse la coraza, se encaminó al parapeto del fuerte y con voz que semejaba el mugido de un toro, y volteando al mismo tiempo en forma terrible su imponente espada respondió:

      —¡Muley-el-Kadel no retará de nuevo a los capitanes cristianos, ya que de aquí a cinco minutos lo mataré sobre el caballo igual que a una pulga! ¡Somos dos los que hemos jurado arrancarle el pellejo!

      El polaco, dirigiéndose al Capitán Tormenta, le preguntó no sin cierta ironía, que no pasó inadvertida a la joven duquesa:

      —Todavía tengo un cequí. ¿Cara o cruz?

      —Escoja usted.

      —Prefiero cara. Será un magnífico augurio para mí y desastroso para el turco. A quien le corresponda la cruz será el que se le enfrente.

      El polaco tiró el cequí y lanzó una exclamación.

      —¡Cruz! —dijo—. ¡Ahora tírelo usted!

      El Capitán Tormenta tiró, por su parte, la moneda.

      —¡Cara! —dijo con fría entonación—. Le corresponde a usted, Capitán Laczinski, ir al combate primero contra el hijo del bajá de Damasco.

      —¡Lo atravesaré de parte a parte! —repuso el polaco.

      El polaco subió a su caballo, a una orden del comandante el puente levadizo del fuerte descendió, y los dos valientes avanzaron al galope por la llanura. Todos los moradores y defensores de Famagusta, conocedores de que ambos capitanes cristianos habían aceptado el desafío del turco, se habían congregado en los muros, deseosos de presenciar aquel duelo a muerte.

      Los guerreros venecianos y los mercenarios colocaban sus cascos y cimeras en las puntas de las espadas y alabardas, exclamando a grandes voces:

      —¡Viva el Capitán Tormenta!

      —¡Viva el Capitán Laczinski!

      La joven duquesa y el polaco marchaban al galope, uno al lado del otro, en dirección al hijo del bajá, que los aguardaba contemplando su cimitarra.

      La primera mantenía una serenidad y sangre fría completas. El Capitán aventurero, en cambio, parecía más nervioso que nunca y maldecía a su caballo, al que suponía poco preparado para semejante lucha.

      —¡Tengo la certeza de que este necio animal me jugará alguna mala pasada, justo en el instante de herir al turco! ¿Qué le parece, Capitán Tormenta?

      —Creo que su corcel se comporta como un caballo de batalla —replicó la joven.

      —¡Usted no sabe absolutamente nada de caballos! ¡No es polaco!

      —Es posible —respondió la duquesa—; yo sé más de golpes de espada.

      —¡Hum! ¡ Si yo no lo librase de esa cabeza de leño, no sé de qué forma se las arreglaría usted! Pero pienso hacer lo necesario por enviarle al otro mundo y salvar mi piel, ya que tengo mucho interés en conservarla cuanto me sea posible.

      —¡Ah! —contestó simplemente la duquesa.

      —Aunque si solamente me hiriese…

      —¿Y en ese caso…?

      —Me convertiré en musulmán y seré Capitán turco. Para esos necios es suficiente renegar de la Cruz, y yo, por mi parte, renegaría incluso de mi patria, con tal de tener mando y cequíes.

      —¡Gran Capitán cristiano! —comentó el Capitán Tormenta, examinándole despectivamente.

      —Soy un aventurero, y me es indiferente combatir por la Cruz o por Mahoma. Mi conciencia no sufrirá por eso —contestó con cinismo el polaco—. Usted piensa de otra forma, ¿no es cierto, señora?

      —¿Cómo dice? —inquirió el Capitán Tormenta, deteniendo su caballo, mientras fruncía el ceño.

      —¡Señora! —insistió el polaco—. Yo no soy un estúpido, igual que los otros, para no haber advertido que el célebre Capitán Tormenta es un supuesto Capitán. Si lo desea, al instante libro un duelo con usted para abrir su coraza, de un simple golpe y sin herirla. Y demostraría a todos lo que en realidad

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