Filósofos de paseo. Ramón del Castillo

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Filósofos de paseo - Ramón del Castillo

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morir no bebían en el río Late para olvidar sus vidas anteriores cuando se reencarnaran, sino justamente en el otro río del Hades, el río Mnemosyne (¿Qué significa pensar?, R. Gabás [trad.], Madrid, Trotta, 2005, p. 29).

      7 La excursión a Capri es especial porque descubre una gruta orientada hacia la salida del sol (la Grotta di Matromania) en la que –según estudios que conocía– se había practicado el culto a Mitra. Esta idea de una religión del sol exportada de oriente, un culto a la vida muy distinto al cristianismo, también excitó su imaginación. Véanse los detalles, en D’Iorio, El viaje de Nietzsche a Sorrento, Barcelona, Gedisa, 2016, pp. 114 y ss.

      8 Cita de Fragmentos póstumos de 1881, citado por D’Iorio.

      9 En Sorrento y sus alrededores había jardines, invernaderos, villas y barrios que parecían claustros, y caminos entre muros por encima de los que sobresalían no solo naranjos, sino también limoneros y cipreses, higueras y racimos de uva. Todo era una delicia para Nietzsche, que además encontraba muy beneficiosa para sus ojos aquella “mezcla de brisa marina y aire de montaña”, según dice en una carta de 1876 a su hermana y que cita D’Iorio. Lo que le gustaba del jardín al que se abría su estancia era que “también era verde en invierno”. En otras cartas de 1877 dice que debajo del viejo musgo académico está todo “verde y fuerte”.

      10 Esta frase se repetirá en Humano, demasiado humano, Madrid, Akal, 2001.

      11 Carta de 1877, citada por D’Iorio, op. cit., p. 137. Este mismo texto, como observa D’Iorio, es repetido casi literalmente en el aforismo 275 de Humano, demasiado humano, cuando explica la diferencia entre el temperamento cínico y el epicúreo. El primero sale afuera, por así decir, a la intemperie y se endurece hasta volverse insensible. En cambio, el otro, el epicúreo, se resguarda, se pone el abrigo, a media luz, oyendo silbar al viento huracanado en las cimas de los árboles, mientras que el cínico camina solo y desnudo, con la piel endurecida al sol y al aire mientras por encima de él las copas de los árboles bramando le recuerdan cuán violentamente agitado es el mundo de allá afuera. El cínico niega el mundo civilizado en abierto, pero el epicúreo se distancia de él, lo cual es una forma de sentirse por encima de él.

       Merece la pena comparar este aforismo 275 de Humano, demasiado humano con el 306 de La gaya ciencia (“Estoicos y epicúreos”), donde compara, a su vez, al epicúreo con el estoico. El epicúreo, dice, “selecciona la situación, las personas y aun los eventos que corresponden con su extrema irritabilidad intelectual y renuncia a lo demás –esto quiere decir, a lo más– porque sería para él una comida demasiado fuerte e indigesta. En cambio, el estoico se ejercita en la ingestión, sin asco, de piedras y gusanos, vidrio picado y escorpiones; su estómago tendrá que terminar siendo indiferente a todo lo que vuelque en él el azar de la existencia”. La diferencia más importante, sin embargo, es que a los cínicos les gusta la exhibición de su insensibilidad ante un público del que “el epicúreo rehúye; ¡como que tiene su ‘jardín’!” (el jardín entrecomillado es de Nietzsche). Para las gentes con las que el destino improvisa, añade, para quienes viven durante épocas violentas y dependen de “hombres bruscos y veleidosos, el estoicismo es quizá muy conveniente. Mas quien de alguna manera adivina hilar un hilo largo hace bien en organizarse epicúreamente” (La gaya ciencia, op. cit.). En el aforismo posterior, “Por qué parecemos epicúreos”, dice que quienes desconfían de las convicciones últimas, de la fe ardiente, de las convicciones firmes, de “todo sí y no incondicional”, quizá lo hagan como consecuencia de “la cautela de ‘gato escaldado’ del idealista desengañado”, o quizá porque anhelan la libertad de quienes, después de haber pasado mucho tiempo en los rincones, gozan y se exaltan con lo contrario del rincón, con “el infinito, el ‘aire libre en sí’”, desarrollando así una actitud “casi epicúrea” que no renuncia al carácter misterioso de las cosas, y una “repugnancia por las grandes palabras y posturas morales, un gusto que repudia todas las burdas y ramplonas oposiciones y tiene conciencia con orgullo de su propia actitud prudente y cautelosa” (ibíd., aforismo 375).

      12 Carta a Overbeck, citada por D’Iorio, op. cit., p. 89, también por Gros, op. cit., p. 23.

      13 Carta a Köselitz, citada por Gros, op. cit., p. 25.

      14 Cuadernos de 1880-1881, citados por Shapiro, en Nietzsche’s Earth. Great Events, Great Politics, Chicago, The University of Chicago Press, 2016, pp. 155-156. Cuando Nietzsche escribe sobre Génova dice bastante sobre la diferencia entre el norte y el sur, en una especie de ejercicio libre de geografía humana y política. En el aforismo titulado así, “Génova”, de La gaya ciencia, dice: “He mirado un buen rato esta ciudad, sus casas de campo y jardines y el vasto perímetro de sus colinas y faldas habitadas, y finalmente me veo obligado a decir que veo rostros de generaciones fenecidas –esta región está cubierta de imágenes de hombres gallardos y soberanos. Vivieron y quisieron pervivir –así me lo revelan sus casas, construidas y adornadas para siglos, no para el día fugaz: fueron benévolos con la vida, aunque con frecuencia maliciosos entre ellos. Me parece ver al constructor reposar su mirada en todo lo cercano y lejano construido en su derredor, como también en la ciudad, el mar y el contorno de la montaña, violentar y conquistar con esta mirada: todo esto lo quiere incorporar a su plan y convertirlo como parte integrante del mismo, en posesión suya. Toda esta región está cubierta de este magnífico egoísmo insaciable del afán de botín y apropiación; y así como en la lejanía esos hombres no reconocían límites e impulsados por su ansia de novedad agregaron al viejo mundo otro nuevo, también en la patria todos se sublevaban contra todos y se las ingeniaban para dar expresión a su superioridad y situar su infinidad personal entre sí y su vecino. Cada cual conquistaba su patria otra vez para sí mismo, dominándola con sus pensamientos arquitectónicos y transformándola, por así decirlo, en el solaz de su propia casa. En el norte, considerando la edificación urbana uno queda impresionado por la ley y el deleite colectivo de la legalidad y disciplina que aquella revela: se intuye esa íntima equiparación y subordinación que debe haber dominado el alma de todos esos constructores. En cambio aquí uno encuentra a la vuelta de cada esquina a un hombre particular que conoce el mar, la aventura y el oriente, a un hombre al que repugnan la ley y el vecino como una especie de tedio y que en todo lo establecido, antiguo, fija una mirada codiciosa: con una maravillosa maña de la imaginación quisiera él fundar de nuevo todo esto, al menos, en el pensamiento, ponerle la mano encima y su alma dentro; aunque solo fuera por el instante de una tarde de sol en que por una vez su alma insaciable y melancólica se sienta saciada y en que sus ojos no querrían ver más que cosas propias y ninguna ajena” (La gaya ciencia, op. cit., aforismo 291).

      15 Humano, demasiado humano, op. cit., último aforismo. Véase el comentario de este pasaje en Paolo D’Iorio, op. cit., p. 209.

      16 La gaya ciencia, op. cit., aforismo 280.

      17 Ibíd., aforismo 371, “Nosotros los incomprensibles”. Me centro en el árbol, pero Michel Onfray, en Cosmos relaciona a Nietzsche con otro tipo de plantas. En ese, su tratado de filosofía materialista (que tanto ha gustado a un público francés tan propenso a ese tipo de grandes cuentos), Onfray recuerda la cantidad de menciones a plantas, algunas delirantes, que Nietzsche hizo en Así habló Zaratustra: la castaña, el dátil, los hongos,

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