Filósofos de paseo. Ramón del Castillo
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Más modestas, pero bastante más instructivas, creemos, son la visión de Damon Young en Philosophy in the Garden, la de Gros en Andar. Una filosofía y sobre todo la crónica de Paolo D’Iorio en El viaje de Nietzsche a Sorrento, que adoptan una perspectiva biográfica gracias a la cual se entiende mejor que el cambio de rumbo de Nietzsche (ese momento en que se distancia tanto de Wagner como de la asquerosa vida académica) tuviera tanto que ver con las vistas a un campo de naranjos desde su habitación, con el mar oscuro al fondo y el Vesubio en el horizonte y con las excursiones a Isquia, Capri y Nápoles.7 Antes de llegar allí gracias a una licencia de estudios, Nietzsche ya había practicado el senderismo a su manera, por el lago Lemán, donde dice haber mantenido marchas de seis horas, o por los bosques de Steinabad, en la Selva Negra, donde mantiene locas conversaciones consigo mismo. Llega a Sorrento en 1876, enfermo de la vista, pero muy alegre porque huye del norte donde, dice, solo moran almas pesadas y afectadas “que, como el castor en su obra, están constantemente e inevitablemente trabajando las normas de la cautela” (1881).8 En Sorrento puede disfrutar de larguísimos paseos dándole vueltas a todo y luego descansar bajo unos árboles donde se le ocurren ideas, en un ambiente luminoso y tranquilo donde el olor de los naranjos se mezclaba con el de la brisa marina.9 Con todo, la serenidad que encuentra no es engañosa, o sea, permanece la conciencia de quien no confunde una tregua con la paz. Como dice en un cuaderno que cita D’Iorio: “Caminar por senderos con agradable penumbra al abrigo del viento, mientras que, sobre nosotros, agitados por vientos violentos los árboles braman, en una luz más clara”.10 En 1887, en una carta de finales de febrero, cuenta que el viento y las tormentas aparecerán antes o después, por breves que sean: “Hay senderos ocultos entre jardines de naranjos tan bellos que infunden una calma interior tal, que solo por el violento movimiento de los pinos sobre uno se adivina la tempestad ahí fuera, en el mundo”. Y añade a renglón seguido entre paréntesis: “Realidad y alegoría de nuestra vida aquí; verdad en ambos sentidos”.11
Al dejar Sorrento en mayo de 1877 el mundo se le echará encima otra vez y deambulará sin nacionalidad alemana y con el salvoconducto suizo caducado, sin llegar a encontrar nunca ni una patria bienaventurada ni un paisaje ideal. Cuando llega por barco desde Nápoles a Génova, el sonido de las campanas durante un atardecer le resultará horrendo, melancólico, un eco de muerte. A partir de ahí las cosas se le pondrán más y más difíciles, aunque tratará de seguir en pie, siempre caminando. Logra vivir de unas pensiones modestas que le proporcionan dinero suficiente para alojarse en fondas y comprarse billetes de tren que le sigan llevando de acá para allá, erráticamente. En el verano de 1877 acaba su licencia de estudios aislado en los bosques suizos, huyendo del calor (que también le espanta) en Rosenlauibad y dice en una carta: “Si tuviera una casita en cualquier lado, iría a pasear como aquí entre seis y ocho horas diarias y me imagino lo que con completa seguridad y casi al vuelo dejaría caer sobre el papel; así lo hice en Sorrento, así lo he hecho aquí ganando en un año tanto como en todos los años desagradables y oscuros”.12 En 1879 se marcha a las montañas de Davos, pero como el tiempo no le acompaña toma rumbo hacia St. Moritz, a las Engadine, que al principio le parecen un paraíso, pero de las que también sale corriendo cuando se cubren de nubes y nieve, para acabar en Sils Maria. En 1880 todavía dice pasear diez horas al día, pero empieza a tener problemas de espalda, además de sus padecimientos crónicos. En el verano de 1881, también en Sils Maria, sigue caminando, y confiesa en una carta que se le saltaron las lágrimas al pasear, no por sentimentalismo sino de pura alegría, “mientras cantaba y decía cosas sin sentido, dominado por una visión insólita, en lo que aventajo a todos los hombres”.13 En 1884, aún descubre ocho rutas por Menton que le animan mucho, pero desde 1886 las migrañas, las náuseas y otros males le van mermando, y le cuesta mucho recuperarse de las caminatas. En 1887 buscó muchísimas casas para quedarse en Niza (donde disfrutó de geranios y rosas), pero no duró mucho en la estancia que le había parecido tan ideal. En invierno de 1888 vuelve al sur, a Génova. En sus cuadernos de ese año (mientras consulta el tratado de Burckhardt sobre paisajismo y arquitectura, el cicerone, con el que suele viajar) deja claro que eso de imitar la naturaleza, de quitar barreras y simular continuidad con ella, como en los jardines ingleses, no va con él. Ese tipo de paisaje puede inspirar un sentimentalismo elegiaco hacia la Naturaleza, dice, “del que debo mantenerme alejado”. “Los hombres de estilo trabajan mejor dentro de un entorno medio silvestre”, añade. El contraste italiano entre el cerramiento de jardines y villas y la amplitud que abren las montañas y el mar en el horizonte le gusta mucho más. La naturaleza salvaje arroja su luz sobre el jardín, lo realza, pero desde fuera, más allá de sus muros.14
En Niza, nuevamente, dice haber caminado una hora antes del mediodía y tres por la tarde, o sea, casi la mitad de lo que andaba en sus buenos tiempos. Y en ese mismo año descubre Turín, que le fascina y le parece un milagro. Allí dará largos paseos por las orillas del Po. Allí escribe Ecce Homo, en un otoño de amarillos radiantes, con cielos y ríos de delicados azules, en un entorno comparable a los cuadros del neoclásico Claude Lorrain. Allí, también, se le va por fin la cabeza y acaba abrazado al caballo maltratado, y los amigos corren hacia allí alarmados porque la familia Fino no sabe cómo controlarle. Se lo llevan a clínicas de Basilea y Jena, y acaba cuidado por su madre, que empujará su silla de ruedas, no de día, bajo esa luz que tanto le gustaba, sino desde el crepúsculo y durante la noche, para no ser visto y para evitar pegar gritos como un loco a los transeúntes.
Teniendo en cuenta lo que acabó diciendo en Humano, demasiado humano, el libro que surgió de Sorrento, es posible entender mejor su pedestre filosofía. El caminante, dice allí, no tiene un fin último, sino que solo trata de observar bien, de tener los ojos muy abiertos para todo lo que pasa realmente en el mundo. El problema es que, para lograr eso, se tiene que mantener a cierta distancia de las cosas y no encandilarse con ellas. O sea, el caminante debe encontrar placer en el propio acto de desprenderse de las cosas, debe gozar con el