Filósofos de paseo. Ramón del Castillo

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Filósofos de paseo - Ramón del Castillo

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jardines, y recolecta textos de Nietzsche muy interesantes, pero no está claro que así justifique todo lo que quiere extraer de Nietzsche. Le pasa un poco como a esos otros que quieren convertir a Heidegger en el mejor crítico de la tecnología.6 Shapiro pretende convertir a Nietzsche en el gran precursor de una ecología radical y una geopolítica progresista, pero para hacer eso tiene que eludir todo el lado delirante de Nietzsche, o sea, tiene que tomárselo demasiado en serio y confundir sus extravagancias con sueños políticos. Toma también, como base, textos como el aforismo 189 de El caminante y su sombra, “El árbol de la humanidad”, donde Nietzsche sugiere que el exceso de población en la tierra, que algunos temen tanto, inspira en otros tareas gloriosas y esperanzadas. “La humanidad debe algún día ser un árbol que cubra de sombra toda la tierra, con muchos miles de millones de flores, todas las cuales deben convertirse en frutos unas al lado de las otras, y la tierra misma debe ser preparada para la nutrición de este árbol”. Es apremiante preparar la tierra ya, dice Nietzsche. Pero ¿cómo? Nietzsche se va por las ramas y solo pronuncia grandes palabras que en realidad son perogrulladas. “La tarea es indeciblemente grande y audaz: ¡todos queremos contribuir a que el árbol no se pudra antes de tiempo!”. Claro, pero ¿quiénes son esos todos? No lo sabe, aunque insinúa con cierta indulgencia histórica que, cuando en el pasado se han utilizado medios equivocados, la experiencia ha sido instructiva: “Muy bien puede la humanidad corromperse y secarse antes de tiempo”; no dispone de “un instinto que guíe seguramente”. Más bien debemos encarar la gran tarea de preparar la tierra para una planta de la mayor y más gozosa fecundidad: “una tarea de la razón para la razón”. Suena bien, pero si Shapiro hubiera querido darle algún contenido a la idea, tendría que haber dejado a Nietzsche sentado debajo de un naranjo inventando nuevos símiles y dedicar más tiempo a otros pensadores. En cierto modo lo hace, y por su libro desfilan Deleuze y, sobre todo, un nietzscheano poderoso e imaginativo Sloterdijk, al que simplifica un tanto. También le falta, creemos, algo de sentido del humor. En el aforismo 188 de El caminante y su sombra, es cierto, Nietzsche especula con una nueva geografía humana, una reorganización demográfica de todo el planeta según el clima que a cada cual le beneficie más, de tal forma que “toda la tierra terminará por ser una suma de sanatorios”. La visión de Nietzsche es fantástica, una utopía paródica propia de un enfermo crónico como él, pero de ahí a sacar las ideas políticas que quiere Shapiro dista mucho, y solo es posible si se habla con la generalidad con la que lo hace él.

      En Niza, nuevamente, dice haber caminado una hora antes del mediodía y tres por la tarde, o sea, casi la mitad de lo que andaba en sus buenos tiempos. Y en ese mismo año descubre Turín, que le fascina y le parece un milagro. Allí dará largos paseos por las orillas del Po. Allí escribe Ecce Homo, en un otoño de amarillos radiantes, con cielos y ríos de delicados azules, en un entorno comparable a los cuadros del neoclásico Claude Lorrain. Allí, también, se le va por fin la cabeza y acaba abrazado al caballo maltratado, y los amigos corren hacia allí alarmados porque la familia Fino no sabe cómo controlarle. Se lo llevan a clínicas de Basilea y Jena, y acaba cuidado por su madre, que empujará su silla de ruedas, no de día, bajo esa luz que tanto le gustaba, sino desde el crepúsculo y durante la noche, para no ser visto y para evitar pegar gritos como un loco a los transeúntes.

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