Filósofos de paseo. Ramón del Castillo
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No se puede decir más claro, pero por si acaso Hegel lo aclara aún más, solo que en clave teológica. Duda de que, en un entorno que acusa “cada vez más sensiblemente la maldición de una naturaleza sin calor ni fuerza”, el teólogo más convencido se atreva a atribuir a la naturaleza “el fin de serle útil a lo humano”, cuando para el joven Hegel lo objetivo es la crudeza con la que sus habitantes “tienen que afanarle duramente lo poco y mezquino que pueden utilizar de ella”. Por ejemplo, se podría arrancar un puñado de hierbas, pero a riesgo de ser aplastado bajo un desprendimiento, o por un alud que puede convertir rápidamente unas casas de piedra en ruinas.
En estos yermos inhóspitos la humanidad culta habría inventado quizá todas las teorías y las ciencias antes que la parte de la teología natural que demuestra al orgullo humano cómo la naturaleza lo ha dispuesto todo para su satisfacción y bienestar; un orgullo que caracteriza también nuestro tiempo, pues encuentra más satisfacción en creer que todo ha sido hecho para él por un Ser extraño, que en la conciencia de que propiamente es [el orgullo humano] quien ha impuesto estos fines a la naturaleza.20
Para Hegel lo relevante es exactamente eso: que los habitantes de esos parajes se sienten subordinados al poder de la naturaleza, y que eso les inspira una “serena aceptación” frente a sus devastadores arrebatos, sus terribles caprichos. Una tranquilidad que les permite transitar por caminos en los que los desprendimientos han causado muertos. Esa es probablemente, señala Hegel, la mayor diferencia entre la gente del campo y la de la ciudad. Los paisanos se muestran indiferentes, mientras que
la gente de ciudad, que por lo general solo ve contrariados sus propósitos por su propia incapacidad o por la mala voluntad de otros, y por lo tanto se irritan e impacientan si alguna vez llegan a sentir el poder de la naturaleza; en ese caso, necesitados de consuelo, lo encuentran por ejemplo en una charlatanería encargada de demostrarles que incluso ese infortunio ha sido para su bien, pues son incapaces de elevarse por encima de su propio provecho. Exigirles que renuncien a una indemnización equivaldría a privarles de su Dios.21
Este talante, desde luego, no cuadra bien con la moda bucólica que treinta años atrás había puesto en boga Rousseau, pero tampoco con la literatura de viajes que encandiló a los amantes de una naturaleza bondadosa. Hegel no se siente fascinado por una naturaleza espontánea e inefable, sino que se limita a dar cuenta de sus efectos. Lejos de mirar al cielo y fascinarse con las formaciones nubosas y tormentosas, se queja continuamente de la lluvia. Los pájaros gorjean a su alrededor, pero no les encuentra ningún encanto, pues es normal que los pájaros de parajes deshabitados tengan menos miedo. Lejos de entusiasmarse con la vida rural, la describe como un cronista distanciado y escéptico, y se centra en temas que para otros paseantes más elegantes resultarían demasiado prosaicos: el origen y comercio del vino (italiano y demasiado ácido, excepto en un hospital de capuchinos), las vaquerías, los cerdos, el jamón, las salchichas boloñesas (que se intercambian por mantequilla y miel suizas), el queso producido añadiendo cuajo ácido a la leche, el licor de genciana e incluso de una flor azul que Coleridge convertiría en símbolo de la esperanza, pero que a él solo le interesa como base de un destilado. Aunque Bodei no lo dice, Hegel también desromantiza las típicas idealizaciones de los habitantes de la montaña.22 “Contra lo que creen muchos viajeros ingenuos, que se han hecho de esta vida pastoril una imagen de inocencia y bondad generales”, dice, la costumbre de ofrecer a la venta productos, dejando el precio a la voluntad del viajero, “no se debe a la hospitalidad y desinterés, sino a que esos pastores, dejando el precio a la voluntad del viajero, esperan conseguir más de lo que vale su mercancía”. Por eso, si se les paga menos de lo que esperan, olvidarán que no sabían el precio y exigirán inmediatamente lo que vale, mientras que, si se paga un precio ajustado, lo aceptarán con mala cara y ya no se mostrarán agradecidos ni tan afables como parecían hasta ese momento.23
Caminar con el joven Hegel no debía de ser fácil. Aunque lo mismo era divertido. Hay quien disfruta denostando lo mismo que él: la emocionalidad desbordada, la subjetividad exaltada. La cuestión es si cuando se llega a la madurez, uno se convierte en el sentimental que no quiso o no supo ser de joven. En el caso de Hegel hubo coherencia, pues con el tiempo se diría que aumentó su desdén de juventud por lo sublime y su negativa a maravillarse ante fenómenos naturales. Parece que llegó a comparar el cielo, ese techo de estrellas que aplacaba las pasiones e inspiraba eternidad a los románticos, nada más y nada menos que con una erupción cutánea. Como señala Bodei en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Hegel sale al paso del chiste que Heine hizo en sus Confesiones a propósito de aquella afirmación sobre el firmamento celeste, y vuelve a la carga: el cielo le parece una piel cubierta de infinidad de excrecencias porque, dice, no le interesan cosas abstractas, sino concretas y, por tanto, prefiere “una animalidad que solo ofrezca gelatina al ejército de las estrellas”. Esa multiplicidad desplegada en una inmensidad, añade, puede resultar atractiva para la sensación, pero no para la razón. Para esta, en efecto, es tan poco admirable como la multiplicidad que se produce en un hormiguero o en un enjambre de moscas. Qué alentador.24
Se insiste en que Bentham, Stuart Mill y otros muchos pensadores fueron caminantes, pero sin dejar clara la relación de su pensamiento con su forma de pasear y con los espacios por los que se movieron. Los que tenían asma, como Locke, paseaban en el sur de Francia, en Burdeos, en las viñas de Pontac. Hume era amante de los salones de París y de la vida urbanita; no idealizó la vida rústica y concibió el jardín como otra expresión de la intimidad y la vida privada (recuérdese que Voltaire, su amigo, ironizó al final de Cándido con el jardín). El caso de Rousseau ocupa un lugar especial, y casi todo el mundo coincide en que sus desplazamientos marcaron su carácter y su obra.25 Sin embargo, se subraya mucho al Rousseau exultante que camina a solas, pleno de dicha y fervor, al Rousseau que creía curarse de las trampas y los artificios sociales como si fuera un primer hombre, inocente. No se recuerda tanto al otro Rousseau, el del final, cuyos paseos dejan de ser una expresión de libertad y “revelan un pánico persecutorio”, al Rousseau que “ya no camina hacia un futuro desconocido, sino que escapa de un pasado tormentoso y de un presente insoportable”.26 Esto no suele contarse: los pensadores son unos paranoicos, como todo hijo de vecino, y el paseo a veces les funciona simplemente como “un mecanismo de huida, una forma de evadirse de una sociedad con la que no logran entenderse y que, por tanto, acaban representando como esencialmente malévola”.27 Rousseau paseó, por encima de todo, para sentirse señor de sí mismo y no para llevarse sorpresas. Le desagradaron los imprevistos y aprovechó los detalles sobre los que se posaba su atención para dotarse de un halo y estatus especial (justamente el que –según él– no recibía de la sociedad).28
Hay una gran diferencia entre lo que les ocurre a los pensadores mientras caminan y lo que se les ocurre sobre el propio hecho de caminar. La mayoría de las veces el paseo y el paisaje han sido un medio y un decorado para inspirarse o concentrarse, pero no un estímulo para hacer digresiones, experimentar, jugar y distraerse. Muy frecuentemente el único objeto de observación de los pensadores de paseo es su propio pensamiento. Pasear por exteriores solo parece servirles para ahondar más en sus interiores.
Aunque luego, hay una tradición de filósofos ambulantes que podría inspirar otra forma más irónica de tomarse la tarea del pensar. Kierkegaard fue un caminante de ciudad, y pese a estar contrahecho se movió mucho y de buena gana. En una carta a Henriette Lund de 1848, le insta a que nunca pierda el deseo de caminar. Si uno se queda sentado acaba enfermando. Por eso él camina todos los días. Además, le dice, deambular es bueno porque así, moviéndose, es como se da con los mejores pensamientos y porque no existe ningún pensamiento tan abrumador que no se pueda dejar atrás andando. Para algunos expertos Kierkegaard podría ser el auténtico precursor del flâneur que surgiría en París mucho tiempo después,29 no solo por sus hábitos de observación urbana, sino por su ambivalente relación con la muchedumbre. Salir a la calle, sin duda, le ayudaba a luchar contra los temores y angustias que lo acosaban a solas, pero su relación con los vecinos era distante. Pasear era “una forma de estar entre la gente para un hombre que no podía estar con ella”.30