Filósofos de paseo. Ramón del Castillo
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Todos esos sonidos y muchos más –de nuevo– pueden ser la banda sonora de la sociología urbana o de la psicología social, o el típico paisaje sonoro de la psicogeografía, pero no suelen ser el fondo sonoro de la meditación y el cuidado de sí. El sonido de la vida común (que en realidad no tiene nada de común) no parece digno de atención filosófica; es sonido-basura, tan desdeñable como el espacio-basura, esas partes de los jardines y parques donde pasan cosas que no agradan a la vista ni al oído, y que rompen la armonía preestablecida por los diseñadores de los jardines y por los administradores públicos de la belleza al aire libre. Los grandes jardines bien cuidados (sobre todo los que están fuera de los núcleos urbanos) han atraído y aún hoy siguen atrayendo a neoepicúreos, neoestoicos y predicadores de la ética del cuidado, pero los jardines horteras de barrio, los parques destartalados, los huertos urbanos en barrios del extrarradio y los descampados donde brotan algunas flores insignificantes y sucias, esos no. Esos espacios verdes parecen destinados, de nuevo, a los geógrafos sociales o a los antropólogos urbanos que, por lo visto –eso dicen los filósofos–, solo saben catalogar espacios, pero no meditar sobre el paso del tiempo y la fugacidad de la vida.
Lo más curioso de todo es que el filósofo siempre logra controlar sus pasos con el cerebro. Es como si entre sus piernas y su cabeza no hubiera más órganos, como si fuera un cefalópodo. Pero ¿y si el cuerpo lo empujara a apartarse de los senderos y caminos que ha previsto seguir? Cuando se piensa en la relación de la filosofía con el caminar y con los espacios verdes el resultado no es alentador. Se diría que es otro ejemplo de la resistencia de la filosofía a mezclarse con las ciencias sociales y con los estudios culturales. Ha llovido mucho desde que Heidegger despreciara a los sociólogos y a los antropólogos, pero en muchos sentidos nada ha cambiado. Disfrazados con otros ropajes, aparentemente más tolerantes, los filósofos siguen mirando con recelo a quienes estudian la sociedad. No han parado de hablar de la era tecnológica y de la imposible reconciliación con la naturaleza en tono apocalíptico, de una forma abstracta y solemne, y cuando han recabado algunos datos de otras disciplinas solo lo han hecho para justificar grandes ideas que ya tenían, y no para cuestionar su forma de pensar. Su amor a la terminología rebuscada y a los mensajes de oráculo es más poderoso que su curiosidad. Buscan lo grandioso, el asombro, pero les incomodan el desconcierto y las sorpresas. No pueden vivir sin espíritu de seriedad. Si se dejaran llevar por los increíbles y numerosos datos que proporcionan muchas disciplinas y narrativas –ese es el problema– a veces no podrían contener la risa; tendrían que admitir que nadie en su sano juicio, por muy sabio que se crea, es capaz de cuadrar todas las piezas del problema, y aceptarían que la comprensión del estado de las cosas requiere muchas perspectivas simultáneas, que no casan entre sí y que no pueden sintetizarse en una gran visión. Se ha hablado mucho de las caminatas de los filósofos y de sus estancias en el campo (generalmente en cabañas), pero siempre se han magnificado sus experiencias y su forma de pasear. Como ahora veremos, muchos de sus sermones sobre el deambular humano y sobre la naturaleza resultan poco estimulantes.
Quizá los filósofos antiguos fueran más modestos, aunque no soy quién para opinar sobre los peripatéticos, ni sobre la relación entre caminar y filosofía en la Edad Media, por ejemplo sobre la relación entre las ideas y las piernas de santo Tomás (¿es cierto que caminó más de nueve mil millas durante sus viajes? Umberto Eco podría haber escrito una novela sobre ello, pero no un filósofo). No está claro si hay que darle tanta importancia al hecho de que a Hobbes se le ocurría todo mientras caminaba, especular sobre la relación entre la arquitectura metafísica de Leibniz y los jardines de Herrenhäuser, o pensar que la rutina de paseo de Kant tenía algo que ver con la estructura de su pensamiento.
Hemos oído esa historia en muchas clases de filosofía, pero nada sobre el comportamiento de Kant mientras paseaba. Nadie sacaba a relucir a su colega, Karl Gottlob Schelle, que acabó majara pero que tenía una filosofía muy sensata del paseo, sin aspavientos románticos ni excentricidades de visionarios. Tampoco se nos ha enseñado filosofía mostrando planos de ciudades o trazados de parques. Se supone que la geografía nos distraería de lo esencial del pensamiento, pero ¿quién ha demostrado que eso sea así? Recordemos algunas cosas sobre Kant y luego sobre Hegel que son realmente interesantes. Es imposible explicar las cosas mejor que Michael G. Lee en su The German “Mittelweg”. Garden Theory and Philosophy in the Time of Kant, de modo que no puedo más que empezar recomendando su trabajo. Está profusamente documentado y aclara muy bien cómo se introduce el estilo inglés de jardín en Alemania, así como la relación entre la estética de Kant y ciertos estilos de paisajismo. También permite colocar en contexto una figura conocida entre los estudiosos del paseo, Karl Gottlob Schelle, cuyo tratado El arte de pasear –lo recuerda Federico Silvestre en su estupenda edición– fue publicado en 1802 en Leipzig y dedicado a uno de los miembros de la realeza que hizo posible la construcción de Wortiz, el primer jardín de estilo inglés que se construyó en Alemania siguiendo la teoría de Christian Cay Lorenz Hirschfeld (1742-1792).7 Lo que llama la atención de esta historia es que un filólogo popularizara la filosofía de Kant hablando del paseo, cuando Kant, como es sabido, no fue precisamente un gran paseante, ni menos aún un viajante.
Según afirmó en La antropología desde un punto de vista pragmático, el puerto de Königsberg recibía tanto tráfico de lugares remotos y culturas diferentes que resultaba el enclave perfecto para ampliar el conocimiento sobre la humanidad y el mundo: “En una ciudad así, ese conocimiento se puede adquirir sin viajar”, proclamó. Por lo demás, Kant no entendió el acto de caminar como un método de descubrimiento: paseó, sí, a diario, pero de una forma que muchos juzgarían mecánica. Heine lo dice claramente. Es difícil escribir la historia de la vida de Kant, porque
no tuvo ni vida ni historia. Vivió una vida de solterón, mecánicamente ordenada y casi abstracta, en una tranquila y apartada callejuela de Königsberg, antigua ciudad próxima a la frontera nororiental de Alemania. No creo que el gran reloj de su catedral haya cumplido mejor su inmenso trabajo diario tan desapasionada y regularmente como lo hizo su paisano Kant: levantarse, tomar café, escribir, impartir clases, comer, pasear...; todo tenía su hora señalada y los vecinos sabían con exactitud que eran las tres y media cuando Kant, vestido con su gabán gris y el bastoncillo español en la mano, salía de la puerta de su casa y se iba de camino de la pequeña alameda de tilos que aún hoy se llama, en recuerdo suyo, el paseo del filósofo. Ocho veces lo recorría arriba y abajo en cualquier estación del año, y cuando hacía un tiempo desapacible o las nubes grises anunciaban lluvia, se veía a su criado, el viejo Lampe, siguiéndolo, temeroso y preocupado, con un enorme paraguas debajo del brazo, la viva estampa de la providencia.8
Tampoco deja de resultar llamativo que en El conflicto de las facultades Kant dijera que el propósito de caminar al aire libre es simplemente hacer que la atención pase de un objeto a otro, evitando así que quede fija en un objeto. Según los entendidos (Lee cita el trabajo de Hent de Vries sobre Kant), este modo de relajación y distracción es útil como ejercicio para que el pensamiento acabe más concentrado. Pese a estar asociado al ideal peripatético de los antiguos, “para él caminar no describe la naturaleza del pensamiento como tal”.9
Lee cree que Heydenreich comprendió mucho mejor que Kant el aspecto cinético de lo que Kant llamó pulcritud vaga (y que Derrida tradujo muy agudamente en La vérité en peinture como beauté errante [‘belleza errante’]). Como Heydenreich, Lee no concebía la belleza natural en relación a un punto de vista