Filósofos de paseo. Ramón del Castillo

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Filósofos de paseo - Ramón del Castillo

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donde se le rechace, y amaneceres que resulten todavía menos acogedores que esas noches. Pero tendrá compensaciones, mañanas en las que pasee bajo los árboles y se sienta imbuido por el espíritu libre de los que tienen su morada en los espacios abiertos, “en la soledad”, y que “al igual que él, a su manera tan pronto gozosa como reflexiva, son caminantes y filósofos”.15 El caminante que surge de estos “misterios matinales”, el caminante matutino que solo piensa en lo que puede depararle otro radiante día, solo puede tener una filosofía, una filosofía contraria al ocaso, una filosofía del amanecer.

      Antes de dejarnos llevar por la ambiciosa geopolítica de Shapiro, haríamos bien en recordar cosas más sencillas, como la relación que existe en Nietzsche entre el lugar de sus pensamientos y sus pensamientos sobre el lugar. No hace falta ir muy lejos, pues en La gaya ciencia proclamó algunas bases para el diseño de espacios ateos. En el epígrafe titulado “Arquitectura de los cognoscentes” afirma:

      Si Nietzsche huyó de las ciudades en parte fue porque sentía el poder que el cristianismo ejercía sobre el espacio, tanto interior como exterior. Su espíritu de huida, de evasión, no excluiría necesariamente la aparición de nuevos espacios urbanos donde se dejara atrás toda esa historia. Después de todo, el espacio exterior, totalmente natural, no existe. Las montañas, los bosques, las junglas, o cualquier entorno aparentemente alejado de la historia, también están teñidos de connotaciones religiosas, así que el excursionista ateo tendría que lograr vivirlos y contemplarlos quitando capas y capas de trascendencia, disolviendo barnices cristianos pegados al paisaje que se ve con los ojos, pero sobre todo con la memoria. El caminante, pues, también tendría que transmutarse en piedra o planta incluso cuando caminara alejado de las ciudades. Pero ¿en qué tipo de planta? Si fuera un árbol, y a tenor de lo que dice Nietzsche, poco importa cuál, mientras se tenga claro cómo crece realmente: no como una unidad orgánica, no como un orden ramificado, sino expansivamente. En otro epígrafe de La gaya ciencia vuelve a plantearse si cabe realmente algún lugar para un pensamiento, el suyo, que tan mal se entiende, que tanto se desoye:

      Sea como sea, Nietzsche, ya lo hemos visto, prefirió los jardines cerrados a cualquier otro espacio, por aquello del clima, o quizá porque hasta la más idílica de las islas, por afortunada que parezca, puede convertirse en un horror si cambia el viento. Den­tro del jardín, como decía él, el viento se oye, pero alejado. Dentro del jardín, además, el caminante puede darse forma a sí mismo de una manera reposada, aunque activa, parecida a la que el propio jardinero aplica a su terreno. Los pensadores deben aprender a cuidar sus ideas, y a no dejar que simplemente broten de sus podridos cerebros. Como dice en Aurora:

      Pero más adelante, en otro aforismo deja bien claro que no hay un solo estilo de cultivo y que no es una obligación que el jardín que uno acaba haciendo tenga que ser el jardín de las delicias, también puede ser el jardín de las malicias.

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