Filósofos de paseo. Ramón del Castillo
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Antes de dejarnos llevar por la ambiciosa geopolítica de Shapiro, haríamos bien en recordar cosas más sencillas, como la relación que existe en Nietzsche entre el lugar de sus pensamientos y sus pensamientos sobre el lugar. No hace falta ir muy lejos, pues en La gaya ciencia proclamó algunas bases para el diseño de espacios ateos. En el epígrafe titulado “Arquitectura de los cognoscentes” afirma:
Un día, y probablemente pronto, será preciso entender qué es lo que, ante todo, le falta a nuestras grandes ciudades: lugares tranquilos, amplios y extensos donde meditar, lugares con largas y espaciosas arcadas para el mal tiempo o para tiempo demasiado soleado, donde no llegue el estrépito de los vehículos y el de los pregoneros y donde una etiqueta más sutil hasta prohibiría al sacerdote orar en voz alta: edificios y construcciones que en conjunto expresen la sublimidad de la reflexión y del retiro. Han pasado los tiempos en los que la iglesia monopolizaba la meditación y la vita contemplativa debía ser, ante todo, vita religiosa: y todo cuanto ha construido la iglesia expresa este pensamiento. Yo no veo que puedan bastarnos sus construcciones, aunque se las sustraiga a su finalidad eclesiástica; estas construcciones hablan un lenguaje demasiado patético e intimidado, en cuanto moradas de Dios y lugares pomposos de un comercio supramundano, como para que los ateos podamos pensar allí nuestros pensamientos. Queremos tenernos traducidos en piedra y planta, pasearnos por nosotros mismos, cuando deambulamos por esas arcadas y jardines.16
Si Nietzsche huyó de las ciudades en parte fue porque sentía el poder que el cristianismo ejercía sobre el espacio, tanto interior como exterior. Su espíritu de huida, de evasión, no excluiría necesariamente la aparición de nuevos espacios urbanos donde se dejara atrás toda esa historia. Después de todo, el espacio exterior, totalmente natural, no existe. Las montañas, los bosques, las junglas, o cualquier entorno aparentemente alejado de la historia, también están teñidos de connotaciones religiosas, así que el excursionista ateo tendría que lograr vivirlos y contemplarlos quitando capas y capas de trascendencia, disolviendo barnices cristianos pegados al paisaje que se ve con los ojos, pero sobre todo con la memoria. El caminante, pues, también tendría que transmutarse en piedra o planta incluso cuando caminara alejado de las ciudades. Pero ¿en qué tipo de planta? Si fuera un árbol, y a tenor de lo que dice Nietzsche, poco importa cuál, mientras se tenga claro cómo crece realmente: no como una unidad orgánica, no como un orden ramificado, sino expansivamente. En otro epígrafe de La gaya ciencia vuelve a plantearse si cabe realmente algún lugar para un pensamiento, el suyo, que tan mal se entiende, que tanto se desoye:
Se nos confunde porque crecemos, cambiamos sin cesar, desprendemos costras antiguas y aun mudamos la piel en cada primavera, nos volvemos cada vez más jóvenes, más futuros, más elevados y más fuertes, proyectamos nuestras raíces cada vez más poderosamente hacia las profundidades –hacia lo malo– en tanto, al mismo tiempo, estrechamos el cielo en un abrazo cada vez más amoroso y amplio, absorbiendo su luz con creciente afán todas nuestras ramas y hojas. Crecemos como los árboles –¡es esto difícil de comprender, como es toda la vida!– no en un lugar sino en todas partes, no en una dirección, sino tanto hacia arriba, hacia afuera, como hacia dentro y hacia abajo; nuestra fuerza empuja a la vez en el tronco, en las ramas y en la raíces, no estamos ya en absoluto en libertad de hacer nada fragmentariamente, de ser nada fragmentariamente… Ese es, como queda dicho, nuestro destino; crecemos hacia lo alto; y aun suponiendo que fuera nuestra fatalidad –¡pues moramos cada vez más cerca del rayo!– no por ello lo honramos menos, será siempre eso lo que no queramos partir, lo que no queramos compartir, la fatalidad de la altura, nuestra fatalidad.17
Curiosamente, aquí el árbol abre y cierra una posibilidad al mismo tiempo. El árbol del que habla Nietzsche crece en todas direcciones, pero su elevación sigue teniendo mucha importancia, esa altura que lo convierte en un espectacular pararrayos capaz de atraer una energía radiante que lo puede carbonizar o partir en dos. Ahí está la grandeza y honestidad de Nietzsche: su propia incapacidad para deshacerse del mundo del que quiere alejarse, el mundo vertical, el ambiente atmosféricamente puro al que no tienen el valor de subir los miserables.18
Pero quizá fuera difícil conseguir que los árboles dejaran de ser símbolos de todo lo que odiaba Nietzsche (el enraizamiento, la profundidad, la trascendencia) y por eso debió de sentir más simpatía por las plantas jóvenes que surgen en lugares imposibles. “En terreno volcánico todo prospera”, decía en 1877. En el aforismo 591, titulado “Vegetación de la felicidad”, de Humano, demasiado humano, afirma: “Muy cerca del dolor del mundo, y a menudo en el terreno volcánico del mismo, ha plantado el hombre sus pequeños jardines de felicidad”. De hecho, “tanta más felicidad cuanto más volcánico sea el suelo”. Pero sería absurdo decir, añade, que ese dolor ya queda justificado. Isquia le gustó quizá por eso, porque como otras islas simbolizaba la relación entre violencia y felicidad, destrucción y edén. El poder del Vesubio excitó en él delirios de grandeza, y le hizo soñar con una vida más valiente, expuesta al peligro: “El secreto para cosechar la mayor fecundidad y la mayor fruición de la existencia es este: ¡vivir peligrosamente! ¡Edificad vuestras ciudades en las faldas del Vesubio!”.19 Sin embargo, las pequeñas islas volcánicas pobladas por plantas le inspiraban un modelo más ralentizado de vida, un crecimiento lento, fruto del viento, fortuito, siempre unido a esas fuerzas naturales tan terribles, abrasadoras que empujan desde abajo y pueden destruirlo todo, como los jardines de Pompeya que el Vesubio cubrió de cenizas.
Sea como sea, Nietzsche, ya lo hemos visto, prefirió los jardines cerrados a cualquier otro espacio, por aquello del clima, o quizá porque hasta la más idílica de las islas, por afortunada que parezca, puede convertirse en un horror si cambia el viento. Dentro del jardín, como decía él, el viento se oye, pero alejado. Dentro del jardín, además, el caminante puede darse forma a sí mismo de una manera reposada, aunque activa, parecida a la que el propio jardinero aplica a su terreno. Los pensadores deben aprender a cuidar sus ideas, y a no dejar que simplemente broten de sus podridos cerebros. Como dice en Aurora:
Jardinero y jardín.— De los días húmedos y nublados, de la soledad, de las palabras sin amor, crecen las conclusiones como hongos: aparecen una buena mañana, no sabemos de dónde, y nos observan grises y avinagrados. ¡Ay del pensador que no es el jardinero, sino solo el suelo de sus plantas!20
Pero más adelante, en otro aforismo deja bien claro que no hay un solo estilo de cultivo y que no es una obligación que el jardín que uno acaba haciendo tenga que ser el jardín de las delicias, también puede ser el jardín de las malicias.
Lo que está a nuestro alcance.— Se puede pugnar con los instintos como un jardinero y, lo que pocos saben, espigar los gérmenes de la ira, de la compasión, de la cavilación, de la vanidad, de forma tan fructífera y provechosa como un hermoso fruto sobre un emparrado; puede hacerse eso con el buen y con el mal gusto de un jardinero, y además a la francesa, a la inglesa, a la holandesa o a la china, también puede dejarse a la naturaleza que mande cuidando solo aquí o allá un poco el adorno y la limpieza, y finalmente puede dejarse, con todo el saber y el pensar, que las plantas crezcan en sus protecciones y obstáculos naturales y que libren entre sí su lucha; sí, se puede sentir alegría por esa vida salvaje, y querer tener esa alegría justo cuando se tiene necesidad de ella. Todo eso está a nuestro alcance: pero ¿cuántos saben acaso que somos libres de ello? ¿No piensa la mayoría en sí mismos como en hechos adultos consumados? ¿No han estampado los grandes filósofos su sello sobre este prejuicio, con la doctrina de la inmutabilidad del carácter?21
Lo importante para Nietzsche, pues, no era tanto el estilo de jardinería (aunque a él le gustara