E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras

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estaba sentado frente al marqués, estaba demasiado ocupado en no mirar a su padre. Incluso parecía estar deseando desaparecer.

      Brent recordó la agonía que había sido para él estar en presencia del viejo marqués, ser consciente de que tarde o temprano haría algo que despertaría su furia, y le dolía que su hijo lo mirase exactamente igual que él entonces.

      Pero él no era igual que su abuelo por mucho que este hubiese intentado conseguirlo. La mitad de sus enfados respondían precisamente a eso: a cómo Brent no había cumplido las expectativas de su abuelo. A lo irlandés que era.

      Una doncella que aguardaba en un rincón de la habitación se acercó a retirar las tapas de los platos empezando por el de Brent. Su plato estaba lleno con unas generosas lonchas de jamón, queso y una gruesa rebanada de pan con mantequilla.

      —¿Conoces a nuestra niñera, papá? —le preguntó Dory.

      Otra persona desconocida del servicio, pensó Brent.

      —Creo que no. Buenas tardes, Eppy.

      La joven enrojeció e hizo una reverencia.

      —Milord.

      Descubrió el plato de la señorita Hill y luego el de los niños.

      Sus raciones eran más pequeñas y el queso tenía las huellas de unos dientecitos. Así que no habían sido capaces de mantener la tapa puesta.

      Miró a la señorita Hill. Sentía curiosidad por ver cómo iba a reprenderlos, pero ella se limitó a mirarle divertida.

      —¿Quién quiere bendecir la mesa?

      Brent dejó el tenedor que tenía en la mano. La pregunta de la señorita Hill iba dirigida a Cal, quien se había encogido aún más.

      —¡Yo! —exclamó Dory.

      Brent ya no podía recordar la última vez que había bendecido la mesa, pero la oración de su abuelo irlandés le volvió a la memoria: …Rath ón Rí a rinne an roinn…

      Ya no recordaba el significado de aquellas palabras.

      La pequeña Dory estiró su cuerpecito, consciente de su importancia.

      —Bendice, Señor, la comida que vamos a tomar, y haz que nunca olvidemos las necesidades y los deseos de los demás. Amén.

      Lo había dicho todo tan deprisa que casi no se le había entendido.

      —Muy bien, lady Dory —la premió la señorita Hill, y la pequeña sonrió de oreja a oreja.

      Con el tenedor pinchó un trozo de jamón mientras su hermano se limitó a empujar la comida de un lado para el otro del plato.

      No iba a saber nada de su hijo si no se dirigía a él.

      —Calmount, la señorita Hill me ha dicho que sabes leer.

      Cal lo miró.

      —A Cal le gusta mucho leer —explicó Dory—. Lee un montón.

      Brent se volvió a Cal.

      —¿Y qué clase de libros te gusta leer?

      El niño parecía angustiado.

      —Leemos libros de plantas —respondió de nuevo su hermana.

      La señorita Hill intercambió una mirada con él. Dory hablaba por su hermano, sin duda.

      Siguieron comiendo en silencio, como si todos se hubieran dado cuenta de los problemas de Calmount para hablar. Era insoportable. Y peor aún: a Brent estaba empezando a darle vueltas la cabeza del coñac que había consumido.

      La señorita Hill rompió el silencio.

      —¿Le contamos a vuestro padre qué estábamos sembrando hoy en el huerto? —sugirió, mirando a Cal.

      Dory se apresuró a contestar.

      —Hemos sembrado guisantes y rabanitos, y el señor Willis nos ha enseñado a hacerlo para que…

      Se lanzó a una detallada explicación de las instrucciones del jardinero, mirando de vez en cuando a su hermano.

      Brent intentaba escuchar, pero los recuerdos lo desbordaban. La voz de su abuelo irlandés volvió a sonarle en los oídos con las instrucciones de cómo plantar las patatas.

      El hombre vivió solo cuatro años después de que le quitaran a Brent. El abuelo Byrne luchó al lado de su pariente Billy Byrne en la rebelión irlandesa, y fue asesinado cuando Brent tenía catorce años. Se enteró de ello leyendo el periódico.

      El dolor de esa pérdida volvió a asediarle y por un instante se quedó sin respiración. La señorita Hill mantuvo viva la conversación sobre el huerto, pero lo miró sin comprender y él tuvo que parpadear rápidamente para evitar las lágrimas.

      De haberse quedado en Irlanda, ¿qué suerte habría corrido? ¿Habría sido él también un rebelde, o le habrían marginado por su sangre inglesa? Hacía tiempo ya que había llegado a la conclusión de que no pertenecía a ninguna parte.

      La charla de Dory llenaba los vacíos y aunque intentaba observar a su hijo, se daba cuenta de que solo conseguía hacer crecer el dolor del chiquillo. Y el suyo propio.

      No quería que sufriera. Quería evitarle cualquier sufrimiento. Quería que su hijo se sintiera en casa en alguna parte.

      Obviamente no lo había conseguido.

      —Papá. ¡Papá!

      El tono de Dory imitaba al de su madre.

      —¿Qué ocurre?

      Dory lo miró con sus ojazos azules.

      —¿Por qué ya no estás enfadado con nosotros por lo del huerto? Antes nos regañaste mucho.

      Calmount no parecía satisfecho del giro de la conversación y sin demasiado disimulo le propinó a su hermana una patada por debajo de la mesa. Dory se la devolvió.

      Brent tomó un bocado de queso para darse tiempo.

      —No estaba enfadado con vosotros.

      —Entonces, con la señorita Hill —insistió—. ¿Por qué le has reñido?

      Sabía sin dudar lo que el viejo marqués habría hecho si él le hubiera hablado de ese modo: arrancarle de un mordisco la cabeza. Pero él no iba a hacer lo mismo.

      —Yo… estaba equivocado.

      Dory no se contestó con la explicación.

      —La señorita Hill nos dijo que temías que nos hubiera convertido en campesinos.

      Miró agradecido a la institutriz.

      —Y es cierto —era una excusa que los niños aceptarían bien—. Se me ocurrió pensar que después os vería vendiendo hortalizas

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