E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras

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disparado hacia Brentmore en cuanto conoció la triste noticia, con la intención de estar al lado de sus hijos, pero una vez allí no supo cómo llegar hasta ellos. Y seguía sin saberlo.

      ¿Habían disfrutado montando? Eso esperaba. Desde luego, Dory había dado muestras de ello, pero con Calmount… no se podía decir.

      Cuando acabó la visita se llevó a Luchar a dar una vuelta por sus tierras, y aprovechó para interesarse por el bienestar de sus aparceros y la marcha de las cosechas. Afortunadamente todo parecía ir bien. Las casas tenían buen aspecto, sus aparceros parecían contentos y sus campos verdeaban intensamente.

      Al menos su dinero le hacía bien a alguien. Proporcionaba un medio de vida a muchas personas.

      Todas sus riquezas, aquella enorme casa, sus vastas tierras, no habían servido para impedir que sus hijos crecieran confinados en unas cuantas habitaciones, aún más recluidos que él en sus años de infancia cercados por la pobreza de Irlanda.

      Ahogado por la culpa deambuló por el segundo piso de su mansión, descalzo y en mangas de camisa, rodeado por los ornamentos de su riqueza.

      Había sido la señorita Hill quien los había liberado de su prisión, y para ello había tenido que desafiar a la señora Tippen. Estaba empezando a darse cuenta de que estaba en deuda con ella, nada menos que por evitar que su hijo hubiera ido a parar a una institución de salud mental.

      Viéndose incapaz de dormir, anhelaba aún más su compañía, su temple, su pasión. Ansiaba hablarle, confiar en ella, levantarla de la cama y… no. Pensar en la señorita Hill e imaginársela en la cama no era buena idea.

      Mejor ir a por otra botella de coñac. Tomó un candelabro para iluminar el camino y salió del dormitorio.

      Un grito le llegó de la planta de arriba.

      ¿Vendría del ala de los niños?

      Subió rápidamente la escalera y se detuvo a escuchar.

      —¡Noooo! —volvieron a gritar.

      Echó a andar hacia el lugar del que provenía el grito, cada vez más fuerte.

      Abrió de par en par la puerta del dormitorio que ocupaba el niño. Calmount estaba incorporado en la cama, moviendo los brazos, aterrorizado.

      —¡No! —aulló.

      Brent corrió a su lado y lo abrazó.

      —¡Cal! Es un sueño. ¡Despierta! Despiértate, hijo.

      Oyó pasos por el pasillo y la señorita Hill entró casi corriendo, en camisón, con el pelo cayéndole a la espalda.

      —¿Qué ocurre?

      —Una pesadilla. No consigo despertarlo —explicó sin dejar de abrazarlo—. Despiértate, Cal. Estás soñando.

      Los ojos de su hijo se clavaron en él y con los piececitos se empujó hasta topar con la pared.

      —¡No me pegues! —sollozó, despierto ya.

      ¡Y hablaba!

      —No voy a pegarte —contestó, acercándose a él—. Has tenido una pesadilla, eso es todo.

      El niño se encogió.

      —Yo jamás te pegaría —repitió, abrazándolo—. Ha sido solo un mal sueño.

      El niño se quedó rígido y Brent sintió su lucha, su terror, hasta que por fin se relajó y sus lágrimas le mojaron la camisa.

      La señorita Hill se sentó en la cama junto a ellos y acarició la cabeza del niño.

      —Tranquilo. Tranquilo, Cal. No pasa nada. Ahora estás a salvo.

      Brent siguió acunándolo mientras ella, con su voz dulce, le decía una y otra vez que se calmase, que solo había sido un sueño. Al final Cal volvió a dormirse, agotado.

      Brent lo tumbó en la cama y lo tapó.

      —Por Dios… ¿qué ha sido eso? —le preguntó.

      —Es la primera vez que le pasa.

      —No —dijo una vocecita desde la puerta. Era Dory—. Cal tiene pesadillas muchas veces.

      La señorita Hill tomó a la niña en brazos.

      —¿Sabes con qué sueña? —le preguntó su padre.

      —Con mamá. Con lo que pasó esa vez.

      —¿Qué vez?

      Brent no quería separarse de Cal, pero tampoco quería despertarlo, con lo que les hizo un gesto para que se alejaran un poco de la cama.

      Dory se abrazó con sus bracitos al cuello de la señorita Hill.

      —Esa vez que fui mala. Tendrás… tendrás que matarme a mí y no a Cal.

      ¿Matarla?

      Brent sintió que su hija le atravesaba el pecho con una daga.

      —Yo no voy a matar a nadie.

      —¿Por qué dices eso? —le preguntó la señorita Hill.

      —Porque mamá dijo que papá nos mataría si rompíamos algo. Y sobre todo ese jarrón tan grande. Pero yo lo rompí. Entré corriendo y lo tiré, pero fue sin querer. Cal se echó la culpa y me dijo que me callara, así que mamá le dio una buena zurra.

      —¿Mamá le pegó?

      —Le pegó muy fuerte y le dijo que era un niño muy malo. Pero había sido yo —la voz de la niña subió de intensidad—. Y luego… luego le dio muchos abrazos y le dijo que lo sentía. Que estaba muy triste, y que… que solo quería protegerle. Que tú… que tú lo matarías si te llegabas a enterar de lo del jarrón.

      Y rompió a llorar.

      Brent no podía respirar. Nunca se había imaginado que la infelicidad de Eunice fuese tan grande. Siempre decía que los niños eran para ella el don más preciado y que no podría soportar separarse de ellos. Sin embargo, había pegado a su hijo. ¿Por su infelicidad?

      ¿Qué parte de responsabilidad recaía sobre sus hombros por aquello?

      —Dory —le dijo a la niña cuando sus sollozos aflojaron—, ¿pasaba muy a menudo? ¿Pegaba mamá mucho a Cal?

      —Sí. Y a mí también. Y luego nos abrazaba. La señora Sykes nos dijo que teníamos que ser muy buenos cuando estuviera ella, y no hacer ruido ni molestarla. Que debíamos quedarnos en nuestras habitaciones.

      Brent sintió que el estómago se le revolvía.

      —Tienes que volver a la camita, Dory —le dijo la señorita Hill.

      —No quiero irme —contestó la niña, aferrándose con fuerza a ella—. Quiero quedarme con Cal.

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