E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras
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Pobrecito…
—¿Por qué?
Lo que le había ocurrido ¿tendría que ver en su negativa a hablar?
Ella dudó.
—He de volver a hablar claro, milord.
Brent hizo un gesto vago con la mano.
—Adelante.
—El ruido y la conmoción que son naturales en los niños nunca han sido bien recibidos en esta casa. Me han dado a entender que su difunta esposa insistía en que los niños no salieran del ala del edificio que les ha sido reservada, y tras su muerte todo siguió igual dado que su institutriz estaba enferma —hizo una pausa y respiró hondo—. No puedo decir hasta qué punto eso es cierto, pero sí sé que… a algunos miembros del servicio… no les gusta que los niños anden por la casa o por los jardines.
La señora Tippen, sin duda.
—Mi opinión es que no es bueno para los niños estar permanentemente recluidos en casa —continuó en tono acusador—. Por eso organizo cuantas actividades están a mi alcance para que salgan, como por ejemplo sembrar algo en la huerta.
Sin duda le estaba culpando de no haber tomado cartas en el asunto de los excesos de su esposa, de no haberse dado cuenta de que la institutriz ya no podía seguir desempeñando sus labores, de no prestar suficiente atención a cómo el servicio de la casa atendía a sus hijos y se preocupaba por su bienestar.
Su propia conciencia le azotaba por esos mismos motivos.
—¿Y qué quiere que haga? —espetó a la defensiva.
—¡Pues no permitir que a lord Calmount lo lleven a una institución mental!
Él bajo la mirada.
Al volver a hablar, Anna lo hizo en un tono más tranquilo pero aun así cargado de emoción.
—Soy consciente de que debe estar pensando despedirme, pero le ruego que no lo haga. Deme la oportunidad de quedarme por el bien de sus hijos. Le ruego que no escuche al doctor Store y que me dé la oportunidad… —se quedó callada un momento—. Por lo menos pase algo más de tiempo con sus hijos y véalo usted mismo. Observe a su hijo con sus propios ojos y verá lo que yo veo en él. Estoy segura de ello.
La apasionada defensa que hacía de su hijo le conmovió hondamente. No estaba considerando despedirla, sino más bien todo lo contrario: estaba empezando a ver en ella a la salvadora de sus hijos.
—¿Y cómo puedo observarlo? —preguntó con más acritud de la que pretendía—. No voy a conseguir que desfilen delante de mí.
—Estoy de acuerdo —respondió—. Vaya a sus habitaciones. Pase tiempo con él. Dentro de poco les van a servir la cena. Coma con ellos.
¿Compartir una comida con los niños? No era propio de un marqués hacer tal cosa, al menos hasta que los niños tuvieran doce o trece años.
Con el exceso de coñac que llevaba en el cuerpo, con las emociones tan a flor de piel, ¿podía confiar en sí mismo, cuando el hecho de estar sentado cerca de la señorita Hill le estaba costando un triunfo?
Pero había abandonado todas sus obligaciones en Londres para acudir junto a su hijo y saber qué le había ocurrido para que un médico lo declarase loco. Para remover cielo y tierra con tal de arreglarlo.
Apretó los puños.
—Está bien. Lo haré.
Ella se levantó, caminó hasta la puerta y esperó.
Esperaba ser capaz de caminar sin irse de un lado para otro, y cuando consiguió llegar a la puerta su aroma a lavanda le recordó aquella primera visión que tuvo de ella, en la plaza de delante de su casa. No estaba menos hermosa en aquel momento, ni desprendía su figura menos pasión.
Y él no estaba menos excitado.
Que Dios le ayudase.
Brent iba subiendo las escaleras detrás de la señorita Hill, sin poder apartar la mirada de la seductora cadencia de sus caderas mientras ella no dejaba de hablar de sus hijos y de la rutina de sus días. Esperaba que no pensase tomarle la lección porque en aquel momento poco más había registrado su cerebro que la orden de mantener las manos a raya.
Cuando llegaron a la puerta de sus habitaciones tuvo un repentino y absurdo ataque de nervios. Qué ridiculez. Eran sus propios hijos a los que iba a ver; unos niños que debían respetarle y obedecerle.
Dios bendito… había pensado como lo habría hecho el viejo marqués, el abuelo inglés que le despreciaba.
—¡Mirad quién viene a cenar con nosotros! —anunció con alegría la señorita Hill al entrar en la habitación.
Los dos niños estaban sentados el uno junto al otro en una pequeña mesa a la que podían sentarse cuatro comensales.
—¡Papá! —exclamó Dory, saltando de su silla—. Cal dijo que ibas a ser tú, pero yo decía que sería Eppy.
Cal se levantó también, pero tras mirar enfadado a su hermana, adoptó la expresión de un condenado a galeras.
—¡Uy! —continuó la niña, llevándose una mano a la boca—. No tengo que hablar a menos que me pregunten.
Era la viva imagen de Eunice, toda ojos azules y bucles rubios. Le dolía mirarla.
—En ese caso, soy yo quien debe hablar y deciros buenas tardes —contestó él, acercándose a una de las sillas—. Gracias por invitarme a cenar.
Sus ojazos azules se hicieron todavía más grandes.
—¡Pero si no te hemos invitado nosotros!
Brent sintió deseos de marcharse pero la niña se rio.
—Ha sido la señorita Hill, ¿a que sí?
Brent la miró.
—Ella sí que me ha invitado.
—Es cierto —contestó Anna, aunque parecía inquieta.
Cal había arrugado la frente y lo miraba como si no se creyera tanta cordialidad.
—¿Nos sentamos? —preguntó Brent.
Esperó a que la señorita Hill se sentara y reparó en que su hijo hacía lo mismo. Al menos alguien le había enseñado buenos modales.
—¡Siéntese, señorita Hill! —ordenó Dory, y se dejó caer en su silla.
La señorita Hill se acomodó con más gracia.
—Espero