E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras
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Algo aparte de los niños palpitaba entre aquel inquietante hombre y ella, algo que la empujaba a pensar en él como hombre y no solo como en la persona que le daba trabajo.
Lord Brentmore movía la mano arriba y abajo del brazo de su silla y sintió como si le estuviera acariciando la piel.
—He de quedarme en Brentmore, entonces —dijo, y las palabras no sonaron con claridad.
Se levantó tan de golpe que ella dio un respingo, y él se agachó delante de la chimenea para atizar el fuego. Unas chispas saltaron de los tizones e iluminaron brevemente la estancia.
—Odio esta casa y la he odiado desde que era un niño. Eunice quería estar aquí, pero ni siquiera vivir entre estas paredes pudo hacerla feliz. No hay más que infelicidad en estos muros—dejó caer el atizador en la piedra del hogar—. Desde mi abuelo hasta Eunice. Recuerdos tristes.
Se volvió hacia ella y su rostro parecía desfigurado por el dolor.
—No quiero quedarme aquí.
Se sentía pequeña a la sombra de aquel hombre cuya presencia le resultaba de pronto intimidante.
—Quizás… —tragó saliva—. Quizás este sea el momento de hacer no lo que usted quiera, sino lo que los niños necesiten.
Se dejó caer de nuevo en la silla y se sirvió otra copa.
—Los niños. Quiero que tengan una vida buena. Que disfruten de todas las ventajas, y no como…
No acabó la frase y se sirvió más coñac.
Anna tenía miedo de hablar.
Lord Brentmore ocultó la cara en las manos. Los hombros empezaron a temblarle y a pesar del miedo, Anna sintió lástima de él. Sin pararse a pensar, se levantó y acudió a su lado, le apartó las manos de la cara y le obligó a mirarla.
—No se desespere —le dijo—. Ya verá como todo se arregla, milord. Ya lo verá.
Él se levantó y la rodeó con los brazos para pegarla a su cuerpo y apoyar la cabeza en su hombro. Anna sintió el calor de su cuerpo a través del fino tejido de la camisa, el latido firme y acompasado de su corazón, la textura áspera de su barba.
Pero fue su dolor lo que la conmovió por encima de todo.
Lo abrazó suavemente murmurándole palabras de consuelo en un intento de calmarle, como había hecho con lord Cal. ¿Sería ella capaz de arreglarlo todo como le estaba prometiendo?
Al final acabó tranquilizándose, igual que su hijo.
—Creo que debería irse a la cama, milord.
Sus ojos se oscurecieron pero no contestó, y una sensación distinta la sacudió de arriba abajo, una sensación que no pudo identificar. No era miedo. Tampoco compasión. Era otra cosa, que la dejaba sin aliento como si hubiera corrido un kilómetro.
Tomó su mano y entrelazó sus dedos con los de ella, pero ella se soltó para sujetarlo por un brazo y con la palmatoria en una mano, lo animó a caminar hacia la escalera. Subieron juntos, lord Brentmore agarrado a la barandilla. Lo acompañó hasta su dormitorio, una habitación que apenas había visto el día en que le enseñaron la casa. Su intención era dejarlo en la puerta, pero tiró de ella y volvió a abrazarla.
—Quédate conmigo, Anna —le susurró al oído—. No me dejes. No quiero estar solo.
Deslizó una mano por su espalda hasta llegar a sus nalgas y apretarla contra él, y ella sintió el bulto de su erección por debajo de los pantalones.
La impresión estuvo a punto de hacerle tirar la vela.
Era la bebida lo que le hacía comportarse así. Y lo infeliz que se sentía. No controlaba ni sus pensamientos ni sus necesidades.
Pero ella mantenía clara la cabeza. Entonces, ¿por qué no le empujaba? ¿Por qué permitía que él moviera las manos por todo su cuerpo, despertando en ella sensaciones que no sabía que existían? ¿Por qué le estaba resultando su invitación tan difícil de resistir?
—Me quedaré —murmuró—. Pero primero le ayudaré a acostarse.
Dejó la vela en una mesilla y dejó que se apoyara en ella para llegar a la cama, deshecha y revuelta de su precipitada salida. Se sentó y la reclamó a su lado.
—Dentro de un momento, milord —consiguió decir.
Pero él había tomado varios mechones de su pelo y jugaba con ellos, lo que le provocó nuevas y más inquietantes sensaciones. Luego la rodeó por la cintura y la besó.
Su primer beso de un hombre.
Y menudo beso. Vertiginoso en su intensidad. Tenía unos labios calientes y firmes. Intensos. Capaces de convencerla de que entreabriese la boca. Su lengua la tocó, la saboreó como si fuera un manjar exótico. Sabía a coñac, a calor, y su cuerpo le planteó nuevas necesidades.
Con dificultad, se separó de él.
—Métase bajo la ropa, milord.
—Ven conmigo —le pidió.
—Ahora —le tapó con la ropa como había hecho con los niños—. Cierre los ojos. Solo será un momento. Tengo que apagar la vela.
—La vela —murmuró, tirando del cinturón de su bata.
Ella retrocedió y el lazo se desató, pero no se atrevió a quitárselo de la mano por temor a que se despertara. Aguardó allí, con la vela en la mano, observándolo. Estaba inmóvil, con el cinturón en la mano, y en cuestión de segundos, su respiración se volvió tranquila.
Con la vela en la mano salió despacio y sin hacer ruido, cerró la puerta y tan rápidamente como pudo subió al segundo piso. Antes de volver a su cama, echó un vistazo a los niños: dormían juntos plácidamente.
Podría haberse acostado con lord Brentmore y sentir sus fuertes brazos rodeándola, pero con él nada habría sido plácido. El corazón le latía desaforado cuando entró de nuevo en su dormitorio. Aún tenía los sentidos desbordados por lo que había experimentado con él.
Pero se metió en la cama sola.
Brent se despertó al oír la lluvia golpear el cristal de la ventana y los ruidos que hacía un criado al ocuparse de la chimenea. En la mano tenía algo. Un cinturón.
El cinturón de la señorita Hill.
Los acontecimientos de la noche anterior le volvieron al recuerdo envueltos en una niebla. Recordó que no era capaz de dormir. Recordó oír gritar a Cal en una pesadilla, y que su hija le contó cómo la infelicidad de Eunice la había empujado a maltratar a los niños.
El resto era todo confusión. Recordaba haber bebido coñac en la biblioteca y confesarle