Todas las cárceles. Cecilia Azzolina
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Respecto a la manera de defenderme, descubrí que solo siendo cruel podía intimidarlos para que no me molestaran, y me volví tan o más jodida que ellos.
Aprendí malas palabras de todo tipo, me cansé de dar cachetazos y empujones cuando nadie vigilaba en el recreo. Y además una alta dosis de amenazas, siempre efectivas y por supuesto cumplidas.
Todavía me cuesta creer que haya sido así, y hoy sea tan diferente.
Cuando llegaba de la escuela al mediodía, me encerraba en mi cuarto y era ahí, en la oscuridad envolvente, en lo pulcro de la negrura, que me sentía yo, que la tranquilidad me visitaba un rato para después escurrirse por debajo de la puerta hacia algún otro piso. Haber sido así me sirvió para sobrevivir en el día a día, pero me envenené al punto de sentirme una miserable. Dudo si eso tiene que ver más con lo que realmente era y tapaba por temor de descubrirme. Se había desatado una furia en mí, que hasta el día de hoy arrastro cuando lo recuerdo. Por eso creo que la niñez de una u otra manera siempre deja secuelas.
¿Cómo era entonces? Como eran todos supongo, ni buenos ni malos, sino grandes actores. Estoy segura de que en el fondo eran iguales a mí, solamente tenían miedo. Miedo de quedarse solos.
Brotes de felicidad
Creo que él soy yo, un yo hombre escondido en alguna parte que siente a su hembra latir cerca y por eso se aleja, para no recaer en su homosexualidad reprimida. ¡No, qué estoy diciendo! ¡Si fuera así estaría enamorada de un yo gay, de un yo ególatra nacida al mundo por la razón de ser solo para mí y ser mi propio placer!
Sabía que tenía que ser real porque lo había sentido, y el calor de un cuerpo no se siente si no es real, como si estuviera presente ya dentro de mí y me invadiera de pequeños brotes de felicidad.
Tenía que estar muy mal para reconstruir sus ojos, sus labios, su piel, su falo, sus cicatrices y lunares a lo largo de toda su materia.
Yo lo había imaginado antes pero no era castaño, era morocho y cojeaba un poco cuando caminada, me regocijaba en un deseo lastimoso porque sabía que para las demás mujeres él nunca iba a ser el primero, esa especie de lástima por el otro que a uno en su inmundicia le gusta porque se siente humano y humilde. Y qué mentira. La verdad es que nos enamoramos de nosotros mismos, de nuestro ego más profundo proyectado en otro ser, de nuestros deseos más acallados de ser otro más precioso, más perfecto, más completo.
La carencia que es tan difícil identificar, se aloja en ese otro, idílico y heroico.
No me enamoro otra vez, no me enamoro si no es de mi misma, voy a peinarme el cabello sentada frente al espejo y voy a ver mis perfiles más hermosos para sentirme una reina, decir: desde acá puedo volar alto y llegar donde antes no pude.
Pero la belleza no es mi carne, algo tengo que me diferencia y llama la atención del resto. La repulsión por ciertas cosas. El asco de un mundo dañado y consternado, el dolor que eso genera en mí y se encarna como una uña generando una molestia permanente.
Estaba todavía frente a mí y pensaba en cómo a veces uno se aleja de lo que merece, me siento minúscula, mujer rata —me alimento de restos y vivo en miserables pasajes a la espera de sobras un poco más pertinentes, menos migajas, más pan.
Vuelvo acá y ahora; necesito a ese hombre para calmar este fuego interior, no basta con la espera, porque en esa espera me encuentro deshabitada, y es en esta soledad que me reconozco, recuerdo cuál es mi nombre, un nombre común y corriente que tiene un pasado, un presente y un futuro. ¿Tengo un futuro?, al futuro no lo veo, es siempre opaco y borroso como un libro viejo al que el tiempo ha deteriorado y del cual no se leen ya las páginas. Hay cosas lejanas que son inentendibles y es necesario darles el espacio para poder habitarlas orgánicamente.
Un rayo de sol anaranjado llega hasta mi ventana anunciando un nuevo día y yo recaigo en que pasó otra noche sin que él apareciera.
Mis sueños, eran sueños tan preciosos que se convertían en agujitas punzantes en el pecho cuando despertaba. Cada mañana la ausencia era rotunda, había estado abrazándome y después se convertía en un recuerdo coartado.
En mi cabeza estaba su figura más definida que nunca, mirando y pidiendo con su voz angelada que volviera a su lado.
Había decidido dormir lo menos posible, sus apariciones me inhibían, en cada encuentro el hombre de ojos oscuros me encandilaba más y más.
Él se acercaba en mi soledad absoluta, sin nadie alrededor, y cuanto más cerca de mí más me reconocía, como escuchando una voz propia nunca antes oída que exigía desde adentro poder salir.
Voy a decir algo que es lo más lógico, creo que lo inventé, creo que es todo invención de ser, de ese hombre que vino a mí un día y no se fue, de esa cara borroneada que pienso constantemente.
Creo que inventé un amor inexistente, lo diagramé a mis preferencias y hostilidades, lo inventé y en ese invento surgió como una sombra maga, que en su presencia o ausencia me sigue a todos lados.
Soy la razón del amor inabordable que generé. Tal como construí peldaño a peldaño mi soledad, lo mismo hice con él.
No sé cómo volver atrás, no sé qué hice, cómo llegué a esto.
Tengo miedo de mí misma, de mis pensamientos e intenciones inconscientes.
Soy la culpable. Sé que soy culpable.
De pronto me encontré yendo a lugares desconocidos para no estar sola; cafés, librerías, museos y hasta terminales de trenes, donde sabía que siempre habría gente.
Quizás él no era solo una creación mía sino algo realmente maleable, vivo. Quizás él era, quizás él me esté amando también y lo reniego por temor a la locura.
Pensar es sinónimo de tortura planificada, una cárcel adentro. Y no podía dejar de pensar.
No quería verlo si no podía manejar cuánto tiempo se quedaría, la mayoría de las veces ambos permanecíamos callados por temor a que algo perturbara el acercamiento y fugara la visión. Otras, mi voz hacía de puente a nuestro encuentro, aparecía y desaparecía de la nada como un espectro.
Anoche se acercó y me dijo al oído:
—Ally, quedate conmigo.
Automáticamente abrí los ojos y dilucidé que había sido todo un sueño.
Me vestí en menos de un minuto, me puse los borcegos gastados y sucios que usé en los últimos cuatro inviernos y decidí que tenía que hacer algo.
Camila era la única persona que no me juzgaría. Habíamos sido compañeras en el tercer año de la facultad y generamos una confianza mutua desde el primer día, me cuesta mucho confiar en la gente, pero había algo en ella que hacía que me sintiera cómoda y comprendida.
La llamé por teléfono pero nadie atendía, decidí ir directamente a su casa, era domingo y no la vería hasta el martes de la próxima semana, era demasiado tiempo.
Mis manos transpiraban caminando excitada por la situación