Más allá del invierno. Kiran Millwood Hargrave

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Más allá del invierno - Kiran Millwood Hargrave

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—gritó Sanna, pero Mila le sonrió con picardía y abrió la puerta.

      Su hermana maldijo en voz alta y removió las cacerolas para buscar la de cobre, que a veces usaban como espejo.

      Había un poni de montaña atado al poste del patio y un chico en la puerta. Tenía la edad de Sanna y era tan alto como Oskar, con la cara regordeta y atractiva y el pelo rubio, mientras que todos los Orekson eran morenos. Se sonrojó cuando vio la sonrisa burlona de Mila.

      —¿Otra vez por aquí, Geir? —le preguntó—. No sabía que esta semana habíamos enviado cuchillos para afilar.

      —Solo uno —respondió el joven mientras Sanna se deslizaba detrás de Mila, que miró a su hermana mayor desde debajo de la piel de zorro y arqueó las cejas.

      Sanna se había soltado el pelo y pellizcado las mejillas para darles un tono rosado. Hasta se había mordido los labios para tratar de enrojecerlos y se había arrancado un poco de piel en el de abajo en el intento. Apartó a Mila de en medio con un tirón del brazo.

      —Hola, Geir —dijo con la voz algo ronca, como si estuviera resfriada.

      —Hola, Sanna —la saludó con voz aguda.

      Mila bufó y se marchó de vuelta a la cocina. Cerró la puerta para que no se fuera el calor. Ya se habían acostumbrado a los patéticos intercambios que apenas podían considerarse conversaciones entre su hermana y el afilador de cuchillos de Stavgar.

      Oskar levantó la vista mientras cortaba el repollo de Sanna con el cuchillo de caza. El mango tenía tallado un elaborado diseño que imitaba unas raíces enredadas y la hoja era gruesa, más apta para cortar cuerdas que verduras.

      —¿Otra vez Geir?

      —Sí —contestó Mila y puso los ojos en blanco mientras se quitaba el gorro.

      —¿Se han besado? —preguntó Pípa con una risita.

      —¡Pípa! —la regañó Oskar—. No seas ridícula. —Fulminó a Mila con la mirada—. No lo han hecho, ¿verdad? —Apretó el mango del cuchillo con fuerza.

      Mila se planteó tomarle el pelo, pero le rugió el estómago. No tenía energías.

      —Pues claro que no. Solo ha traído un cuchillo.

      —¿Otro?

      —Ajá.

      Se dejó caer en el banco frente a la chimenea y contempló cómo el vapor brotaba del agua en la que pronto prepararían la misma sopa de repollo grisácea que llevaban semanas comiendo.

      Mientras oía cómo el cuchillo atravesaba el repollo, Mila se esforzó por escuchar los murmullos de Sanna y Geir. La risa de su hermana tintineó como un repiqueteo de campanas justo antes de que la puerta se cerrase con un crujido y un golpe seco que provocó una ráfaga de aire en la cocina que le congeló las mejillas. Sanna entró como si estuviera flotando en una nube y con la mirada perdida en algo que llevaba en la mano.

      —¿Qué es eso? —preguntó Pípa.

      —Nada —se apresuró a responder y se guardó lo que fuera en el bolsillo de la capa—. Un regalo.

      Era un broche hecho de cuerno de alce con un intrincado diseño de pálidos remolinos que recordaban a un mar embravecido. Era muy bueno.

      —¿Qué le has dado a cambio? —preguntó Mila, lo que provocó que a su hermana se le enrojecieran las mejillas.

      —Nada —respondió con sequedad y apuntó amenazante a Mila con el cuchillo recién afilado—. Un regalo no debería suponer recibir algo a cambio.

      —Es la cuarta vez que viene esta semana —comentó Oskar.

      —Sí… —farfulló Sanna con los labios fruncidos.

      —Stavgar está bastante lejos. Tendrá que volver cabalgando de noche.

      —Sí.

      —La próxima vez deberías invitarlo a cenar.

      Mila se fijó en que sus hermanos mayores intercambiaron una mirada que no llegó a comprender.

      —Sí —coincidió Sanna—. Tal vez lo haga. —Tragó saliva y, luego, en un tono que daba el tema por zanjado, añadió—: ¿Has terminado de asesinar al repollo?

      La oscuridad cayó con la llegada del atardecer y la pequeña casa se llenó del olor a sopa de repollo hervido que indicaba que la cena estaba lista. Sanna iba a servirle a Pípa su ración en un cuenco de madera astillado cuando Dusha ladró, seguida de su hermano.

      —¿Otra vez Geir? —preguntó Oskar, y Sanna negó con la cabeza.

      —Algo los habrá sobresaltado. Voy a tranquilizarlos —dijo Mila, sin mucha prisa por comerse la sopa, a pesar del hambre que tenía.

      Se puso la capa y el gorro por segunda vez, abrió la puerta un poco y salió a la nieve, que resplandecía con un gris plateado en la incierta luz.

      —¡Dush-Dush, ven aquí! ¡Danya, ven!

      Con la cabeza agachada para protegerse del viento cortante, cerró la puerta y echó a andar por el camino que conducía hasta el cobertizo de los perros con las manos escondidas bajo las axilas para mantenerlas calientes. No había dado ni tres pasos cuando chocó con algo.

       —¡Javoyt!

      Mila tropezó al pisarse la capa y estuvo a punto de caerse. Recuperó el equilibrio y levantó la vista. El corazón le latía casi tan fuerte como soplaba el viento. Ahora sabía por qué ladraban los perros.

      2. El desconocido

      Qué lenguaje tan masculino para una niña tan pequeña —dijo una voz, profunda y contundente como los ladridos de Danya, que se hicieron más fuertes—. ¿Cómo te llamas?

      Mila se levantó la bufanda y se cubrió los labios al notar un sabor nauseabundo e inhalar un asqueroso olor animal, tan amargo como la hierba podrida. Ante ella, se elevaba un caballo que le pareció tan grande y ancho como un granero. Sobre su lomo, viajaba un hombre cubierto de pieles que parecía tan grande como el equino. Llevaba colgada a la cintura un hacha de leñador, como la de su padre, y los ojos le brillaban de un color dorado con un destello salvaje sobre una barba de varios días.

      Tras él, había una docena de figuras más pequeñas. Todos iban montados en ponis, camuflados, encapuchados y equipados con antorchas. Uno de ellos levantaba un estandarte bordado con un oso bajo un árbol. Las puntadas de oro de las raíces brillaban a la luz de las antorchas.

      De ellos emanaba una nube de vapor caliente y los ponis resoplaban y daban coces para alejarse de los perros, que se lanzaron contra la puerta del cobertizo. El hombre levantó una mano y los dos animales enmudecieron de repente y cayeron al suelo como dos sacos vacíos.

      —¡No! —Mila sacó los pies de la nieve, los tenía casi congelados—. ¡Dusha! ¡Danya!

      Pero

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