Más allá del invierno. Kiran Millwood Hargrave
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Читать онлайн книгу Más allá del invierno - Kiran Millwood Hargrave страница 5
—¿Qué ha pasado? —farfulló Pípa. Oskar temblaba, y Sanna se agachó para quitarle las botas—. ¿Quiénes eran?
Pero Oskar la apartó con un gesto y tiró de Mila para frotarle los hombros y abrazarla con fuerza.
—¿Estás bien, Milenka?
Mila se acurrucó entre los brazos de su hermano mayor. Hacía mucho que no la llamaba así ni abrazaba a ninguna de sus hermanas. Desde que papá desapareció en la nieve, hacía cinco años de invierno, Oskar había tenido que madurar tan deprisa que se había dejado el amor por el camino, igual que papá.
—Sí —murmuró.
Oskar la apretó una última vez y la soltó.
—Bien. No quiero que habléis con ellos, ¿está claro? Voy a llevarles algo de musgo y luego nos quedaremos en casa hasta que se hayan marchado. Mañana no saldréis hasta que yo lo diga. ¿De acuerdo?
Incluso Sanna, que odiaba que su hermano pequeño le diera órdenes, asintió. Mila se volvió hacia la ventana helada y creyó ver una sombra que se movía.
El hombre no les había dicho cómo se llamaba. Sin embargo, sabía el nombre de su hermano y sus hermanas. Y también el suyo.
3. Una cara en la ventana de hielo
Al cabo de unas horas, algo despertó a Mila de un sueño profundo y la joven abrió los ojos con un grito ahogado. Se quedó tumbada mientras el latido de su corazón se ralentizaba, escuchando los sonidos de sus hermanos, que dormían. Era una de las cosas que le gustaban de vivir en un invierno permanente: dormían todos juntos en la cocina sobre unos camastros al calor de la chimenea. Sanna, que tenía doce años cuando empezó el invierno, hablaba con nostalgia de cómo, tiempo atrás, había tenido su propia habitación para el verano, con cortinas de algodón muy finas; pero ahora la puerta de las habitaciones de verano, con las paredes más delgadas y las ventanas más grandes, estaba tapiada. Además, Mila no se imaginaba durmiendo sola.
Escuchó los ligeros ronquidos de Pípa junto a la oreja y la profunda respiración de Sanna al otro lado, con el pelo negro azulado como las alas de un cuervo, desparramado sobre la almohada de paja, como siempre. Sin embargo, al otro lado de su hermana, faltaban las respiraciones superficiales de Oskar.
Mila se incorporó con cuidado y las pesadas pieles le resbalaron por el cuerpo. Sintió frío de inmediato, a pesar de llevar el nuevo camisón de invierno que Sanna había vuelto a rellenar con musgo la semana anterior. Incluso tan cerca del fuego, su aliento creaba pequeñas nubes de vaho, como un dragón de una de las historias de papá.
«Papá». Pronunció la palabra en silencio, por primera vez en meses. Se había establecido una especie de norma implícita entre los hermanos de no hablar de él, aunque estuviera presente por toda la casa, desde los pantalones que por fin le iban bien a Oskar, hasta las hachas de leñador junto a la chimenea, con las empuñaduras suavizadas por el uso.
Cuando el desconocido había preguntado por él, los recuerdos habían vuelto en cascada. Evocarlo era doloroso. Olía a savia y a humo de leña. Tenía los ojos azules como el hielo, igual que Sanna, y una risa y un corazón salvajes, pero también era amable. Ni siquiera su padre había sido tan osado como el hombre de afuera.
Se sintió vacía, como una mano que cae después de estar acostumbrada a que la sostengan, y, por primera vez en mucho tiempo, quiso hacer cosas que le recordaran a él y no que la hicieran olvidar. Tal vez, al día siguiente, cuando el desconocido y sus acompañantes se hubieran marchado, podrían ir hasta el árbol corazón y sentarse a contar historias, como hacían antes.
Pensó en el oso del estandarte del hombre. Papá les había contado cuentos sobre Bjørn, el espíritu oso que protegía los árboles, y Eld, el oso solitario que se enamoró del sol. Unas historias tristes y bonitas que no se parecían en nada al desconocido.
Se fijó en la oscura ventana de hielo y se tapó la boca con la mano para no gritar. Había una cara enorme y distorsionada en la ventana. El fuego la iluminaba de forma grotesca y la hacía parecer muy ancha y repugnante, como si no tuviera bordes. Unos ojos dorados brillaban en la luz parpadeante. Y delante de la ventana…
—¿Oskar? —susurró.
La cara del desconocido desapareció y Oskar se volvió desde donde estaba mirando. Mila salió de la cama y se acercó a él, descalza y encogida al pisar las partes frías del suelo donde ya casi no quedaban juncos. Se detuvo a poca distancia de su hermano. Parecía que habían pasado años desde el abrazo. Ahora la distancia crecía entre ellos. Estaba muy pálido y tenía los ojos completamente abiertos y vidriosos.
—Oskar, ¿qué hacías?
—Los observaba —dijo en voz baja y seca.
—¿Qué hacen?
—Nada.
Mila se estiró para mirar por encima del hombro.
—Estabas hablando con ellos.
—No, qué va.
Se movió para impedirle ver. Tenía un poco de sudor en el labio superior. Parecía febril.
—¿Quieres un poco de caldo? ¿Despierto a Sanna?
—No —dijo, sin apenas contener la ira—. Vuelve a la cama.
Mila levantó la barbilla y lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué pasa?
Una sombra, como una anguila que parpadea bajo la superficie de un lago, atravesó la cara de su hermano. De repente, parecía más viejo. No era él mismo.
Mila levantó la mano para tocar el extraño bulto de la mejilla de Oskar, pero él la agarró por la muñeca con fuerza y hundió los dedos fríos en su cálida piel. Jadeó y lloró cuando sintió dolor. Él se le acercó.
—Vuelve a la cama, Mila.
Un pinchazo en la sien se sumó al dolor de la muñeca cuando la soltó. Con la respiración agitada, hizo lo que le ordenó, se volvió a meter entre sus hermanas y se tapó la cabeza con las mantas para intentar calmarse. Una manita sujetó la suya y se percató de que Pípa también estaba despierta. Removió las mantas hasta que se encontró con los ojos brillantes de la pequeña en la oscuridad.
—¿Qué le pasa a Oskar? —susurró Pípa.
Como respuesta, se llevó un dedo a los labios. No quería que ni su hermano ni el desconocido las oyeran.
4. Se ha ido
¡Arriba!
Alguien le apartó de golpe las pieles a Mila. Gritó y levantó los puños para protegerse, pero tan solo era Sanna.
—Venga, Mila, levanta.
La luz tenía el tono gris pálido de las mañanas, y su hermana mayor llevaba la ropa de trabajo, el broche de Geir sobre el corazón y el pelo negro