El lugar del testigo. Nora Strejilevich
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En contraste con este lento y trabajoso proceso de darle palabras al horror, el uso de nociones que parecen abarcarlo todo, que dan la impresión de tarea cumplida, que «cierran» el caso, son las más difundidas. El testimonio, en cambio, «abre», persiste en cuestionar definiciones que, en su reiteración, se dan por «verdaderas», es decir, cristalizan. Ni banalidad ni fábrica, sino una combinación más evanescente. Para descifrar sus múltiples claves se requiere atravesar la lenta biografía de la atrocidad8.
Biografía nos remite a bios, vida. La vida no se puede narrar per se, pero al ser narrada cobra vida: es ese relato. Escribir es poner algo a salvo de la muerte, dijo alguien, y lo que se salva, cuenta. Al contar, la palabra del testigo pone en vilo nociones que la teoría esgrime como verdades, como cuando asume que esta experiencia es inenarrable9. Nada es inenarrable (mutatis mutandis, nada es totalmente narrable). Invivible, refutó Jorge Semprún. Inadmisible, dice Jorge Montealegre.
Hay que contar con el testigo para que no se nos olvide de qué estamos hablando.
¿Cuándo?
[Hay] temporalidades de la memoria que se resisten al dócil ordenamiento de las cronologías (Leonor Arfuch, 2013: 84).
La pulsión de testimoniar nace en la encrucijada entre el ansia de volver y el miedo a revivir, y de esta tensión surge el tiempo del relato, el cuándo. Llegado el momento algunos sobrevivientes sienten el impulso de rememorar su paso por el campo, de traducirlo a partir del presente. En este proceso el testigo irá atisbando el lenguaje, se irá asomando al impacto, creará la atmósfera en la que se irá sumergiendo la palabra. A Semprún le llevó cincuenta años trasmutar su Buchenwald en texto. El tiempo que tardó en dilucidar el conflicto entre La escritura o la vida lo hace reflexionar en estos términos:
… Primo Levi y Robert Antelme, por ejemplo, dos de los grandes escritores de la deportación, han dicho […], con frases diferentes pero con la misma fuerza, que la escritura les devolvió a la vida después de la experiencia de los campos. Primo Levi lo dice textualmente: escribir era volver a la vida. Para mí era todo lo contrario; […] cuando yo intenté escribir algo al volver del campo de Buchenwald (a los 22 años) […] no volvía a la vida, al contrario, permanecía en la memoria de la muerte, totalmente. Porque claro, para recordar todo aquello tenía que revivir todo aquello […]. Tuve la impresión o la certeza, a veces, de que escribir me conduciría al suicidio, ni más ni menos […], entonces decidí, decidí optar por la vida. (2008: 45-46)
Es decir que el testimonio es una cuenta pendiente que se enfrenta cuando se puede.
¿Por qué?
Levi describe cómo, tras su retorno del campo, le contaba su calvario a cualquier persona que tuviera la mala suerte de sentarse a su lado en cualquier medio de transporte. Sentía un impulso incontrolable de compartir su reciente viaje al infierno con quien fuera (Thompson, 2007). Una experiencia límite de tal envergadura necesita transformarse en historia escuchada, sobre todo cuando se materializa como secreto a voces. Esta sensación se reitera en distintas geografías donde la literatura –exigida por la historia– se transforma en «reservorio de lo real»10. La dramatización más certera de esta pulsión la ofrece la poeta Anna Ajmátova, quien, con su famoso «Puedo» (Réquiem), sintetizó una urgencia que es mandato y desafío, y que nunca termina de saciarse: un «habitual no dar en el tono, como en el amor, como en la muerte» (Tsvietáieva). Tratándose de «un mundo alcanzado a golpes de alfiler» (Estrin, 2013: 167) que se deshace y se vuelve a recuperar, el relato se intenta una y otra vez.
Los campos son el lugar donde los detenidos-desaparecidos pasaron sus últimos momentos, donde los hoy ausentes vivieron y convivieron, resistieron o fueron doblegados por los embates de un régimen encargado de «arruinarlos» (transformarlos en ruinas). Los sobrevivientes conocemos íntimamente las formas de existencia que ahí se tramaron y, en este sentido, podemos hablar por los desaparecidos (por delegación) pero también con y de ellos: de los vínculos, las angustias, los modos en que se producía la adaptación o la fuga –metafórica o literal– del universo concentracionario. La existencia del testimonio también pone en cuestión la hipótesis sobre la tortura como anulación del lenguaje y del sujeto. Si bien este dispositivo de poder lo busca, su logro es precario. No pretendo para nada minimizar el horror, digo apenas que estos relatos son la contrapartida de dicha anulación. Si hay testimonio la cosificación fracasa.
El testimonio de los sobrevivientes, además, permite que el campo cobre visibilidad como un lugar poblado de mujeres y de hombres enfrentando situaciones que, aunque enloquecedoras e increíbles, son trágicamente reales. El desaparecido, en estos relatos, no es solo un ser despojado de nombre al que tratan como a un objeto, sino alguien que se comunica y lucha por sobrevivir, por entender, por evadirse. Los secuestrados sienten y piensan, recuerdan a los suyos o se esfuerzan por evitarlo, colaboran o no, tienen la mente en blanco o inventan formas de sobrellevar ese atroz limbo clandestino. Estos sujetos no devienen, en los testimonios, los entes que el poder intenta crear sino humanos atrapados en un sistema de exterminio.
Prestar atención a lo dicho por los «testigos directos» es indispensable porque, como piensa Mesnard:
Si la violencia que atentó contra el lenguaje al atentar contra la humanidad misma del hombre no permanece en el exterior del lenguaje, si este puede acogerla, es posible restablecer el vínculo entre los muertos y los vivos. De lo contrario, los muertos seguirán poblando el afuera para siempre. […] Ésa es la tarea del testimonio, eso es lo que nos enseña y lo que las generaciones futuras deben mantener. Nuestra tarea futura. Por eso, más que transmitir contenidos, se trata de transmitir cierta calidad de silencio. Allí se encuentran el testimonio y la literatura… (subrayado mío, 2011: 438–39)
La fuerza del testimonio, una vez más, no proviene de «satisfacciones referenciales» sino de «cierta calidad del silencio» que requiere, para ser percibida, una particular disposición del lector.
Es obvio que, al escribir o hablar sobre el secuestro y la vida en cautiverio, los testigos invocan una existencia atravesada por la muerte, por sesiones de tortura, por abusos sexuales. Pero además de la humillación sufrida, evocan un extraño habitat donde estar vivo deviene una tarea, como explica Víctor Frankl. El psiquiatra y sobreviviente de la Shoá observó que, donde el sufrimiento es moneda corriente, se vive «[un estado] de tensión junto con la constante necesidad de concentrarse en la tarea de estar vivos» (1986: 38). Esa labor se manifiesta en solidaridades, en las más variadas formas de comunicación, de fingimiento (en relación a los torturadores), en fugas momentáneas por vía del humor o del afecto, en fugas literales y en la lucha por sostener eso que unos llaman dignidad, otros identidad, otros resistencia. Y también hay derrotas, pero solo al seguirlas de cerca se capta la tragedia.
El secuestrado a veces se pierde y claudica, o busca consuelos insospechados, como en esta escena contada por una sobreviviente de la ESMA:
Otra cosa que me pasó y que nunca pude explicarme fue que en un momento se me soltó una mano y le pedí al torturador que me diera la suya. Él estaba hablando, gritando, preguntando qué era esto, lo otro, lo de más allá. Yo lo interrumpí: «¿Me das la mano?». Y él: «¿Para qué?». Y yo: «Nada, lo necesito». ¡Y me la dio! Recuerdo que le tomé la mano, se la apreté, la solté, le dije: «Gracias», volvió a atarme y todo continuó. ¿Cómo se explica? (Ese Infierno, 2001: 76)
Calveiro se refiere a