El lugar del testigo. Nora Strejilevich
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La voluntad de testimoniar es un intento de liberarse de esta zona gris que no da respiro.
Si la lectura de los testimonios nos muestra matices que no podemos conocer sin recurrir a esos relatos, retomo el interrogante: ¿Por qué será que se denosta al testigo como alguien que intenta «imponer su verdad por haberla vivido»? (Sarlo, 2002: 36). Se dice que es hora de dejar hablar a los sociólogos a los historiadores, capaces de tratar este asunto con mayor distancia teórica, como si no hubiera otra comprensión posible. Sin embargo el escritor húngaro Kertész, testigo de Auschwitz y Buchenwald, observó que «el superviviente tenía que saber sobrevivir, o sea, debía comprender aquello a lo que sobrevivía» (2002: 36). Y por eso, agrega, del testigo nace la posibilidad de sustanciar la conmoción de esas vivencias y, a partir de ahí, tornarlas experiencias, transformarlas en saber, para finalmente «convertir ese saber en contenido [de la propia] vida en el porvenir» (2002: 37).
A este proceso se le agrega otro nivel de complejidad, como puntualiza Ana Forcinito:
No todo testimonio pretende documentar únicamente los crímenes […] En muchas instancias, el testimionio viene a dar cuenta de las dificultades de testimoniar y de las relaciones entre el testigo, como narrador, y lo narrado. […] Es el testimonio y la literatura testimonial lo que permite explorar no solo la memoria, sino también las trazas de sus lagunas y las incertidumbres y los silencios que las acompañan. (Forcinito, 2012: 134)
Los testimonios así descriptos incitan al lector a considerar sus propios olvidos y oclusiones; revela las marcas indelebles que dejó este acontecimiento, muestra por qué el crimen de lesa humanidad sigue siendo presente, pone en escena los siniestros vínculos por los que circula el poder. Los saberes que estas obras transmiten, en suma, no son solo reparadores para el testigo sino también para la sociedad sobreviviente.
Ya Giorgio Agamben mostró, en Lo que queda de Auschwitz (2000), que el campo se sitúa dentro del espacio jurídico de un Estado y al mismo tiempo fuera de él. Adentro la existencia se trata como materia sin forma humana, como nuda vida; y afuera el campo lo permea todo, incluso quienes viven ajenos a lo que sucede son víctimas potenciales. El terror como peligro anunciado con un lenguaje que muestra y a la vez niega, como amenaza latente, genera pasividad, una aceptación que la literatura testimonial desafía.
En la Argentina se va despejando el aura fantasmal que irradia la palabra desaparecido. Los desaparecidos no son solo fotos en blanco y negro en pancartas y banderas, nombres en baldosas11 o el «Presente» que ratifica, en cada conmemoración, que los ausentes no son tales aunque hayan intentado expulsarlos de la condición humana. Mientras Jorge Rafael Videla pronunciaba su siniestra definición muchos cautivos seguían vivos, lidiando con la reclusión y la tortura. El secuestrado se volvió desaparecido porque se inventó una dimensión inexistente entre el ser y el no ser para encubrir el crimen. Aunque nos hayamos apropiado del término en tanto herramienta de justicia, sus resonancias deben repensarse. Y son los testimonios los primeros encargados de hacerlo, para que la sociedad encare y asimile lo que le pasó y le pasa.
Esta escritura nos sitúa en el núcleo de lo inolvidable. Invoca los lugares donde el horror les mostró su rostro a los expulsados, sin atenuantes. Vuelve audibles sus gemidos, visibles sus rincones y enunciables sus paradojas, dilemas y encrucijadas, no de modo transparente sino por las fisuras de una memoria vulnerable. Se asemeja a la imagen con que Paul Celan simbolizara su poesía: un mensaje que, tras el naufragio, se tira al mar en una botella. ¿Quién será el destinatario? «¿Un lector futuro, un lector por lo pronto inaccesible, lejano, que quizás aún no ha nacido?» (Sneh, 2012: 204). ¿O el orden simbólico mismo?
¿Cómo?
Si en nuestra lengua anida el horror, ¿cómo contarlo?
Según Levi, lo que el testigo quiere transmitir se presenta como algo «monstruoso pero nuevo, monstruosamente nuevo» (1996: 180)12, sensación que comparten, incluso, sobrevivientes de genocidios más recientes. La crueldad, una y otra vez, se presenta de manera inesperada y súbita; siempre supera los límites de lo imaginable. El intento sistemático de expropiación de la condición humana por medios técnicos, dice Kaufman, siempre toma a sus víctimas por sorpresa (2011: 237–251). Esa extrañeza que genera pone en cuestión la posibilidad de representar: parece imposible traducirla a un lenguaje que sea fiel a la memoria sin menoscabar su credibilidad. Quizá, arriesga Leonor Arfuch, el lenguaje sea justamente el dilema intrínseco del testimonio (2013: 90). ¿Cómo enlazar ese pasado atroz, que persiste en pesadillas, en flashbacks, en el inconsciente, con el presente de la narración? ¿Cómo traducir ese universo íntimo? ¿Cómo compartir eso que pertenece al lamentable bagaje de la humanidad con quienes, en su mayoría, prefieren ignorarlo?
A juicio de Semprún la solución es ahondar el artificio:
… una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Solo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio. Cosa que no tiene nada de excepcional: sucede con todas las grandes experiencias históricas. (2011: 140)
Levi, en cambio, declara que ha tratado de usar «el lenguaje mesurado y sobrio del testigo» (2002: 99). Una escritura literal, según él, garantiza la transparencia:
Escribí Si esto es un hombre esforzándome por explicarles a otros, y a mí mismo, los hechos en los cuales me vi inmerso, pero no con una intención literaria definida. Mi modelo (o si se prefiere, mi estilo) era el del «reporte semanal» usado normalmente en las fábricas: debe ser preciso, conciso, y escrito en un lenguaje comprensible para todos en la jerarquía industrial. (1996: 181)
¿Son divergentes las posiciones de Semprún y de Levi? No me parece. Ambos hacen uso de tropos y del lenguaje figurativo para construir un relato creíble basado en la memoria de la experiencia. Son modos de configurar la imposible memoria tramada en torno a lo inolvidable, dijo alguien. Ambos revelan los desplazamientos de sentido que la vida del campo impone al lenguaje, y la forma en que el lenguaje puede nombrar la nuda vida. Ambos muestran que el testimonio acompaña la experiencia e incluso la posibilita (Sneh, 2012).
Según Jacques Rancière (2011), no hay tema que deba asumir una forma determinada al explayarse. La multiplicidad de opciones estéticas que presentan los testimonios ratifican esta idea: para algunos autores el quiebre de lo humano se revela en una lengua herida, otros enuncian la devastación en una prosa cristalina. Por eso extiendo a los campos del Cono Sur el interés de Peris Blanes «en la relación de inespecificidad que la experiencia de la excepción mantiene con los modos de decirla» (2005: 20). Lo importante, mediante una u otra estrategia narrativa, es propugnar un lenguaje que se haga