Somos luces abismales. Carolina Sanín
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La muerte de mi amiga me deja esta ocasión de que me fije en un trayecto bogotano y me planta el deseo –o ni siquiera el deseo, apenas la ocurrencia– de volver otro día, pronto, para entrar en los nichos, en los almacenes, a buscar qué querer. Pero es posible que yo tampoco pase otra vez por esta calle, aunque así lo haya previsto; que la última vez sea esta, de este modo: la calle vacía, su vera cerrada, la sombra conmigo y yo inventándome un deseo.
El cielo está despejado y resplandece. Antes de salir, por un momento contemplé ir vestida de azul claro a despedirla.
Constato que en las iglesias no se puede entrar de frente. Tras la puerta hay un tablón, una pared postiza que nos hace tomar hacia la izquierda o la derecha, y siempre entramos de perfil.
No quiero que me hablen los dolientes, los amigos de amigos ni los muertos. No quiero decir nada. Alguien me abraza en el atrio y siento que el abrazo me hunde en la vergüenza.
Hace veinte años en el campo, al borde del agua, mi amiga y yo vimos el fantasma de una niña. Habíamos salido de la universidad en grupo, y fuimos al salto del Tequendama. Se nos ocurrió celebrar con ese paseo el final del último semestre de nuestra vida de estudiantes. En la terminal de transporte contratamos una furgoneta. Cuando llegamos al campo, ya había anochecido. Oímos cómo saltaba y se despeñaba el río Bogotá. Olimos su basura química y vimos fosforescer, bajo la lumbre del rocío de la cascada, el blanco azul de la espuma venenosa casi sólida, fija en la orilla. Las burbujas parecían hechas de pegotes de pintura. Estaban en un cuadro reproducido en un manual de geografía para niños de primaria, al pie de un texto en el que se contaba que el salto del Tequendama fue creado por Bochica para desaguar la sabana de Bogotá después de una gran inundación.
Suspendido sobre el precipicio estaba el Hotel del Salto, un pequeño castillo construido a comienzos del siglo XX, clausurado hacía tiempo. Un compañero mencionó que en el pasado las parejas bogotanas iban a pasar allí su luna de miel. Otro recordó que los bogotanos iban allí también para morirse, y evocó a unos famosos suicidas que saltaron en pareja hacia la cortina de agua y la corriente. Otro recordó haber oído que un mafioso había comprado el hotel para remodelarlo y convertirlo en otro hotel. Otros encontraron una ventana que cedía, se metieron en el castillo y nos invitaron a invadirlo.
Un instante después me encontré mirando por la ventana, desde adentro, la terraza de piedra en la que hacía un instante había deseado, sin mucho ímpetu, ser dueña de un hotel en el futuro. Dos compañeros subieron a explorar el segundo piso y volvieron con la confirmación de que el hotel estaba abandonado. Un tercero nos mandó callar para que oyéramos que del piso de arriba llegaba la respiración caudalosa de un dormido. Quizá quien respiraba era uno de nuestro grupo, que quería asustarnos, o era un extraño misterioso que vivía en el hotel, se acostaba temprano y tenía el sueño pesado. Podía ser un ocupante, un mal guardián o un alma en pena.
El grupo se dispersó para recorrer el castillo habitación por habitación. Los compañeros se reagrupaban y se preguntaban unos a otros qué habían descubierto. Era como si jugaran a traer noticias de muy lejos, de otro estado de las cosas. La electricidad estaba conectada a pesar del abandono. Algunos bombillos se encendieron.
¿Qué hacía mi amiga? Yo me quedé en el primer piso, imaginando que el segundo estaba lleno de personas secuestradas, atadas, amordazadas y cubiertas, disfrazadas de muebles por sus secuestradores. Fui a la cocina, que estaba alumbrada por el resplandor de un farol de afuera. Había platos sucios, unas sábanas pisadas en el suelo y tres cuencos medio llenos de arroz crudo, sobre un mesón junto a la entrada a una despensa. Alguien encendió la luz de la despensa y vi varios bultos blancos, cada uno con un rótulo que decía “Arroz completo”.
Un compañero me pasó un paquete de galletas que había encontrado, para que lo robara en su lugar.
Nos hacíamos, unos a otros, preguntas sobre el hotel. Todas eran versiones de “¿Está vacío?”, “¿Está lleno?”.
Cuando llegó la hora de irnos, tuve la impresión de que los que salíamos del castillo éramos muchos más que cuantos habíamos entrado: como si los bultos de arroz se hubieran transformado en gente.
¿Cómo había terminado yo yendo esa tarde al salto con aquella multitud, si entre todos ellos tenía una sola amiga? A pesar de que parecían muchos los que salían del hotel, sentí que por cada uno que salía, se quedaba otro adentro.
Nos metimos en la furgoneta para volver a la ciudad, todos menos mi amiga, que se dio cuenta de que había dejado su suéter en el hotel. Me bajé para acompañarla a buscarlo. Ella se adelantó hacia el portón, pero se detuvo a medio camino y señaló un bus rural que bajaba de la montaña envuelto en la neblina.
El bus frenó en la curva y dejó a una niña de unos doce o trece años, con uniforme de colegio.
Un momento después vimos a la niña asomada a la ventana más alta del castillo. Agitaba el suéter de mi amiga como si fuera una bandera. “¡Muchacha!”, gritó, y mi amiga se arrimó al pie del muro. “Qué me hicieron”, dijo la niña, con una frase delgada y despaciosa, sin interrogación ni exclamación. Siguió en la ventana del torreón, iluminada a contraluz, y nosotras dos corrimos despavoridas a la furgoneta.
No recuerdo si mi amiga recuperó su suéter o si viajó con frío; si la escolar hotelera o fantasma se lo arrojó o si se quedó con él. No he sabido tampoco qué sentido tenía lo que oímos. ¿La niña nos preguntaba qué le habíamos hecho al violar su castillo, o preguntaba qué le habían hecho otros en su vida –todos los otros, toda la vida, los que la dejaron sola al cuidado de un hotel clausurado en la montaña–? ¿Nos pedía que leyéramos la inconsciencia de nuestro acto e interrogáramos nuestro temor, o la pregunta no era una increpación ni un lamento, sino una pregunta franca de ignorancia, que esperaba una respuesta?
Habríamos podido contestarle, desde afuera y desde abajo, para que ella no tuviera que buscar de cuarto en cuarto la respuesta: “No te hicimos nada”, o “No imaginamos que existieras”, o “Solamente entramos”, o “Dinos tú qué te hicieron y dinos qué te hicimos”, o “Perdónanos”.
Una semana antes de que mi amiga muriera, le conté esta historia a un amigo que tiene la edad que ella y yo teníamos entonces. Él y yo estábamos viajando por el Ecuador. Era la noche de Navidad y nos habíamos alojado en un hotel campestre en la región de Mindo, a orillas de un río torrentoso. Mi amigo me pidió un cuento de terror y le di este, que probablemente es un cuento de vandalismo y nada más.
Pienso que cuando yo muera, mi amigo habrá olvidado a la niña del hotel. Hago una cuenta falsa y se me ocurre que, por ser veinte años mayor que él, viviré en su corazón veinte años más después de mi final.
La misa fúnebre no comienza todavía, y en el retraso me pregunto qué tendrá mi vida que sea interesante para otro, además de aquel fantasma que vi al borde del salto del Tequendama y que la fantasía adorna y la memoria tergiversa. Solo se me ocurren otras historias de terror, de apariciones.
Imagino que las labores del tiempo se dividen en dos filas, una a la izquierda y otra a la derecha, como nosotros cuando entramos en la iglesia. Por un lado está lo que nos pasa y, por el otro, lo que hacemos. Quizás lo que podemos darles a quienes nos sobrevivirán son los acontecimientos, no las obras; no lo que hemos hecho, sino lo que nos ha sucedido y podemos relatar. Cada cosa que nos pasa da testimonio de nuestra entrega al mundo y afirma que el mundo supo que existíamos, mientras que lo que hacemos es solo la huella de nuestro entretenimiento, de nuestra espera solitaria de la muerte.
Pero ¿qué es lo que nos pasa