La reina de los caribes. Emilio Salgari

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La reina de los caribes - Emilio Salgari

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Veo luces detrás de la puerta.

      El Corsario Negro, que empezaba a impacientarse, alzó de nuevo el pesado aldabón y lo dejó caer con estrépito. El golpe retumbó por el corredor. Una voz temblorosa gritó:

      —¡Ya va, señores!

      Se oyó un chirriar de cerrojos y cadenas, y la maciza puerta se abrió lentamente.

      El Corsario Negro levantó la espada, dispuesto a herir en caso de ser acometido, mientras los filibusteros apuntaban los mosquetes.

      Un hombre ya de edad, seguido de dos pajes de raza india, portadores de antorchas, apareció en el umbral. Era un hermoso tipo de anciano, que ya debía de haber pasado de los sesenta; pero aún robusto y erguido como un joven. Una larga barba blanca le cubría parte del pecho, y su cabellera, gris y larguísima, le caía sobre los hombros.

      Llevaba un traje de seda oscura adornado de encajes, y calzaba altas botas con espuelas de plata; metal que en aquella época valía casi menos que el acero en las riquísimas colonias españolas del Golfo de México.

      Una espada le colgaba al costado, y en la cintura llevaba uno de aquellos puñales españoles llamados de misericordia; arma terrible en una mano robusta.

      —¿Qué quieren de mí? —preguntó el viejo con marcado temblor.

      En vez de contestar, el Corsario Negro hizo seña a sus hombres de entrar y cerrar la puerta. El jorobado, ya inútil, fue dejado en la calle.

      —Espero su respuesta —insistió el viejo.

      —¡El caballero de Ventimiglia no está acostumbrado a hablar en los pasillos! —dijo el Corsario Negro con voz altanera.

      —Síganme —dijo el viejo tras una breve vacilación.

      Precedidos por los dos pajes, subieron una amplia escalera de madera roja y entraron en una sala amueblada con elegancia y adornada con trofeos españoles. Un candelabro de plata de cuatro luces estaba sobre una mesa con incrustaciones de metal y madreperlas.

      El Corsario Negro se aseguró con una mirada de que no había más puertas, y volviéndose hacia sus hombres, les dijo:

      —Tú, Moko, te pondrás de guardia en la escalera y colocarás la bomba detrás de la puerta. Ustedes, Carmaux y Wan Stiller, permanecerán en el corredor contiguo.

      Y mirando al viejo, que se había tornado palidísimo, añadió:

      —Y ahora, nosotros dos, señor Pablo de Ribeira, intendente del duque Wan Guld.

      Cogió una silla y se sentó junto a la mesa, colocándose la espada desenvainada entre las piernas. El viejo seguía en pie y miraba con terror al formidable Corsario.

      —Sabes quién soy, ¿no es cierto? —preguntó el filibustero.

      —El caballero Emilio de Roccabruna, señor de Valpenta y de Ventimiglia —dijo el viejo.

      —Celebro que tan bien me conozcas, señor de Ribeira —continuó el Corsario—. ¿Sabes por qué motivo he osado, solo con mi nave, aventurarme en estas costas?

      —Lo ignoro; pero supongo que debe de ser muy grave el motivo para decidirte a tamaña imprudencia. No debes ignorar, caballero, que por estas costas está en crucero la escuadra de Veracruz.

      —Lo sé —repuso el Corsario.

      —Y que aquí hay una guarnición, no muy numerosa, pero superior a tu tripulación.

      —También lo sabía.

      —¿Y has osado venir aquí casi solo?

      Una desdeñosa sonrisa plegó los labios del Corsario.

      —¡No tengo miedo! —dijo con fiereza.

      —Nadie puede dudar del valor del Corsario Negro —dijo Pedro de Ribeira—. Te escucho, caballero.

      El Corsario permaneció algunos instantes silenciosos, y luego dijo con voz alterada:

      —Me han dicho que tú sabes algo de Honorata Wan Guld.

      En aquella voz había algo desgarrador. Parecía un sollozo ahogado. El viejo permaneció mudo y mirando con ojos asustados al Corsario. Entre ambos hubo unos momentos de angustioso silencio. Parecía que ninguno de los dos quería romperlo.

      —¡Habla! —dijo por fin el Corsario—. ¿Es cierto que un pescador del mar Caribe te ha dicho que ha visto una chalupa arrastrada por las aguas y tripulada por una mujer joven?

      —Sí —contestó el viejo con voz que parecía un soplo.

      —¿Dónde se hallaba esa chalupa?

      —Muy lejos de las costas de Venezuela.

      —¿En qué sitio?

      —Al sur de la costa de Cuba, a cincuenta o sesenta millas del cabo de San Antonio, en el canal del Yucatán.

      —¡A tanta distancia de Venezuela! —exclamó el Corsario, golpeando el suelo con el pie—. ¿Cuándo encontraron la chalupa?

      —Dos días después de la partida de las naves filibusteras de las playas de Maracaibo.

      —¿Y estaba aún viva?

      —Sí, caballero.

      —¿Y aquel miserable no la recogió?

      —La tormenta arreciaba, y su nave ya no podía resistir el embate de las aguas.

      Un grito de desconsuelo salió de los labios del Corsario. Se cogió la cabeza entre las manos, y durante unos instantes el viejo solo oyó ahogados sollozos.

      —¡Tú la has matado! —dijo el señor de Ribeira con voz grave—. ¡Qué tremenda venganza has cometido, caballero! ¡Dios te castigará!

      Oyendo aquellas palabras, el Corsario Negro levantó vivamente la cabeza. Toda señal de dolor había desaparecido de su rostro para dejar lugar a una espantosa alteración. Su palidez era mortal, mientras una terrible llama animaba sus ojos.

      El viejo guardaba silencio y permanecía con los ojos fijos en el Corsario.

      —Yo había jurado odio eterno a aquel hombre que había matado a mis hermanos en la flor de su edad, que había hecho traición a la amistad y a la bandera de su patria adoptiva, y que por oro había vendido su alma y su nobleza, mancillando infamemente su blasón, y he querido mantener mi palabra.

      —¿Condenando a muerte a una joven que no podía hacerte ningún mal?

      —La noche que abandoné a las aguas el cadáver del Corsario Rojo había jurado

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