La reina de los caribes. Emilio Salgari

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La reina de los caribes - Emilio Salgari

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tendrán!

      —Los muertos nada pueden pedir.

      —¡Locuras!

      —¡No! —gritó el Corsario—. Hasta mis hombres han visto muchas noches aparecer entre la espuma los esqueletos del Corsario Rojo y del Verde, que todavía me piden venganza. La muerte de la joven a quien yo adoraba no ha sido bastante para calmarlos, y sus almas atormentadas no reposarán hasta que yo haya castigado al asesino. Dime: ¿dónde está Wan Guld?

      —¿Aún piensas en él? —exclamó el intendente—. ¿No te basta con su hija?

      —No. Ya te he dicho que mis hermanos no están todavía satisfechos.

      —El duque está muy lejos.

      —¡Hasta el infierno iría a buscarle el Corsario Negro!

      —Ve, pues, a buscarle.

      —¿Adónde?

      —Se dice que está en México.

      —¿Se dice? ¿Tú que eres su intendente, el administrador de sus bienes, lo ignoras? ¡No seré yo quien lo crea!

      —Sin embargo, no sé dónde se halla.

      —¡Me lo dirás! —gritó con voz terrible el Corsario—. ¡La vida de ese hombre me es necesaria! Se me escapó en Maracaibo, en Gibraltar; pero ahora estoy resuelto a dar con él, aunque me fuera preciso hacer frente a toda la escuadra del virrey de México.

      —No hablaré.

      —Sin embargo, no ignoras las infamias cometidas por tu señor.

      El viejo hizo un gesto negativo con la cabeza, y dijo con voz lenta:

      —He oído narrar muchas cosas respecto del duque; pero ¿debo creerlas?

      —¡Don Pablo de Ribeira! —dijo el Corsario con tono solemne—. ¡Soy un gentilhombre!

      —Habla, pues, señor de Roccabruna.

      El Corsario iba a abrir los labios, cuando se levantó, acercándose rápidamente a la ventana.

      —¿Qué tienes? —le preguntó don Pablo con estupor.

      El caballero no contestó. Inclinado hacia afuera escuchaba atentamente. La tormenta estaba en todo su apogeo. Truenos ensordecedores se sucedían sin cesar, y el viento silbaba por las calles, causando destrozos en tejados y fachadas. El agua caía a torrentes, estrellándose contra las paredes de las casas y el empedrado y corriendo rauda por las calles, convertidas en arroyos impetuosos.

      —¿Has oído? —preguntó el Corsario con voz alterada.

      —Nada, señor —repuso, inquieto, el anciano.

      —¡Diríase que el viento trae hasta aquí los gritos de mis hermanos!

      —¡Siniestra locura, caballero!

      —¡No! ¡No es locura! ¡Las ondas del mar Caribe entonan a estas horas los salmos del Corsario Rojo y del Verde, víctimas de tu señor!

      El viejo palideció y miró con espanto al Corsario. Era valeroso, pero supersticioso, como casi todos los de aquella época, y ya empezaba a creer en las extrañas fantasías del fúnebre filibustero.

      —¿Has terminado, caballero? —dijo—. Acabarás por hacer que también yo vea a los muertos.

      El Corsario se sentó de nuevo junto a la mesa. Parecía no haber oído las palabras del español.

      —¡Caballero! —exclamó el anciano.

      —Calla y escúchame —prosiguió el Corsario—. Al traidor le fue dada en pago de su infamia una colonia en el golfo de México, la de Venezuela; pero había olvidado que aún vivían otros tres caballeros de Roccabruna, y que estos habían solemnemente jurado por la cruz de Dios vengar la traición hecha a su hermano. Equipados tres navíos, zarparon hacia el golfo: uno de sus capitanes se llamaba el Corsario Verde; otro, el Rojo; el tercero, el Negro.

      —Conozco la historia de los tres Corsarios —dijo el señor de Ribeira—. El Rojo y el Verde cayeron en poder de mi señor, y fueron ahorcados como vulgares malhechores.

      —Y recibieron por mí honrosa sepultura en los abismos del mar Caribe —dijo el Corsario Negro—. Ahora, dime: ¿Qué pena merece el hombre que hace traición a su bandera y da muerte a tres hermanos? ¡Habla!

      —Tú mataste a su hija, caballero.

      —¡Calla, por Dios! —gritó el Corsario—. ¡No despiertes el dolor que roe mi corazón! ¡Basta! ¿Dónde está ese hombre?

      —Está a cubierto de tus ataques.

      —¡Lo veremos! Dime el sitio.

      El anciano vaciló. El Corsario había levantado la espada. Una llama terrible brillaba en sus ojos. Algunos segundos de vacilación, y la acerada punta de la espada se hundiría en el pecho del intendente.

      —En Veracruz—dijo el viejo, viéndose perdido.

      —¡Ah!… —gritó el Corsario.

      Se dirigía hacia la puerta, cuando entró Carmaux en la estancia. El filibustero tenía sombrío el rostro, y en sus miradas se leía una viva inquietud.

      —¡Partamos, Carmaux! —le dijo el Corsario—. ¡Sé lo que quería saber!

      —Mucho me alegraría de volver a bordo; pero creo que por ahora no sea fácil.

      —¿Por qué?

      —La casa está sitiada.

      —¿Quién

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