La reina de los caribes. Emilio Salgari

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La reina de los caribes - Emilio Salgari

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bruscamente, lanzando un grito. En el mismo instante las luces se apagaron, y la oscuridad más absoluta invadió la galería.

      —¡Mil demonios! —gritó Carmaux—. ¡Enciendan una mecha! ¡El viejo nos traiciona!

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      El Corsario se había lanzado a impedir que don Pablo se alejase; pero con gran estupor no halló a nadie ante sí.

      —¿Dónde estás? —gritó—. ¡Contéstame, o hago fuego!

      Un ruido sordo, parecido al de una puerta maciza que se cierra, retumbó a pocos pasos.

      —¡Traición! —gritó Carmaux.

      El Corsario había amartillado una pistola. Un relámpago seguido de un disparo rompió las tinieblas.

      —¡Ha desaparecido! —gritó—. ¡Debí esperarlo!

      A la luz de la pólvora había visto a pocos pasos una puerta que cerraba la galería. El intendente del duque, aprovechando la oscuridad, debía de haberla cerrado después de pasar.

      —¡Por cien mil cuernos! ¡Nos ha burlado bien! —dijo Carmaux—. ¡Si ese viejo cae en mis manos, palabra de ladrón que le ahorco!

      —¡Silencio! —dijo el Corsario—. Enciendan una luz, una mecha, un pedazo de yesca; ¡cualquier cosa!

      —¡He encontrado una vela, señor! —dijo el negro—. Debe haberse caído del candelabro.

      Wan Stiller sacó el eslabón y la yesca, y encendió la vela.

      —Veamos —dijo el Corsario.

      Se acercó a la puerta y la examinó atentamente. Pronto se convenció de que por allí no había esperanza de salvación. Era maciza y estaba forrada de bronce, una verdadera puerta blindada. Para echarla abajo habría sido menester un cañón.

      —¡El viejo nos ha encerrado en el subterráneo! —dijo Carmaux—. ¡Ni el hacha del compadre Saco de carbón puede echarla abajo!

      —Acaso no esté del todo cortada la retirada —dijo el Corsario—. Veamos de volver a la casa del traidor.

      —Capitán —dijo Carmaux—, he traído conmigo la bomba. Podríamos hacerla estallar junto a la puerta.

      —Creo que no bastaría. ¡Vamos! ¡En retirada!

      Deshicieron lo andado, subieron la escalera, y llegaron a la salida del pasaje secreto. Allí los esperaba una desagradable sorpresa. El cuadro había vuelto a su sitio y, habiéndolo golpeado el Corsario con su espada, produjo un sonido metálico.

      —¡También aquí una pared de hierro! —murmuró—. ¡La cosa empieza a ser inquietante!

      Iba a volverse hacia Moko para ordenarle que rompiera el cuadro a hachazos, cuando oyó voces cercanas. Algunas personas hablaban tras el cuadro.

      —¿Los soldados? —preguntó Carmaux—. ¡Por los cuernos de…!

      —¡Calla! —dijo el Corsario.

      Dos voces se oían: la una parecía de mujer; la otra, de hombre.

      —¿Quiénes serán? —se preguntó el Corsario.

      Aplicó el oído a la pared metálica y escuchó atentamente.

      “—¡Te digo que el amo ha encerrado aquí al gentilhombre! —decía una voz de mujer.

      —¡Es un gentilhombre terrible, Yara! —repuso la voz del hombre—. Se llama el Corsario Negro.

      —No le dejaremos morir.

      —Si abriésemos, el amo sería capaz de matarnos.

      —¿No sabes que han llegado los soldados?

      —Sé que ocupan las calles próximas.

      —¿Dejaremos que asesinen al gentilhombre?

      —Te he dicho que es un filibustero de las Tortugas.

      —¡No quiero que muera, Colima!

      —¡Qué capricho!

      —Yara lo quiere así.

      —Piensa en el amo.

      —¡No le temo! ¡Obedece, Colima!”.

      —¿Quiénes serán? —se preguntó el Corsario, que no había perdido una sílaba—. Parece alguien que se interesa por mí, y…

      No siguió. La pared había caído, y la placa metálica que acorazaba el cuadro habíase separado, dejando libre el paso. El Corsario se había lanzado fuera con la espada en alto pronto a herir; pero se detuvo súbitamente, haciendo un gesto de asombro.

      Ante sí estaban una bellísima joven india y un joven negro, que llevaba un pesado candelabro de plata. Aquella joven podía tener unos dieciséis años y, como queda dicho, era bellísima, aunque su piel tuviese un tinte ligeramente rojizo.

      Su talle era esbeltísimo y tan estrecho que con las manos se podía fácilmente abarcar. Tenía ojos espléndidos y negros como carbones, sombreados por largas y sedosas pestañas; la nariz, recta, casi griega; labios, pequeños y rojos, que dejaban ver una doble hilera de dientes blancos y brillantes como perlas; sus cabellos, negros como el ala del cuervo, descendían en pintoresco desorden sobre su espalda, formando como un manto de terciopelo.

      Hasta el traje que llevaba era gentil. La falda, de tela roja, estaba bordada con lentejuelas de plata y perlas, y la blusa, adornada de encajes y cubierta también de lentejuelas. En la cintura llevaba una faja de brillantes colores, terminada en largos flecos de seda.

      Sus pies, pequeños como los de una china, desaparecían bajo unas graciosas babuchas de piel amarilla y recamadas de oro.

      En las orejas llevaba grandes aretes de metal, y en el cuello muchas monedas de gran valor.

      Su compañero, un negro de dieciocho a veinte años, tenía labios gruesos, ojos que parecían de porcelana y una cabellera negra y encrespada.

      Con una mano sostenía el candelabro, y con la otra empuñaba una especie de cuchilla curva, arma usada por los plantadores.

      Viendo al Corsario en tan amenazadora actitud, la joven india había retrocedido dos pasos, lanzando un grito a la vez de sorpresa y alegría.

      —¡Un hermoso gentilhombre! —había exclamado.

      —¿Quién eres? —preguntó el Corsario.

      —Yara —contestó la joven india con argentina voz.

      —¡No sé más que antes! Además, no me interesan otras explicaciones. Dime si está sitiada la casa.

      —Sí, señor.

      —Y don Pablo de Ribeira, ¿dónde está?

      —No

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