Deseo. Flavia Dos Santos
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Por último, agradezco a Jimena Perry, quien se encarga de aclarar el flujo de mis pensamientos.
Empecemos por reconocer qué es el deseo. Utilizamos la palabra constantemente y sentimos que deseamos muchas cosas, pero no sabemos de dónde viene ese sentimiento, esa necesidad de obtener algo o a alguien.
La palabra deseo viene del latín desidere: ansiar o añorar, la cual a su vez se deriva de sidere: estrellas, lo que sugiere que el significado original del deseo era esperar lo que nos venga de las estrellas. Como quien dice, esperar algo que no tenemos y que nos va a hacer felices.
De acuerdo con el Rig Veda, libro sagrado hindú, el universo empezó no con luz sino con deseo, “la semilla y el germen primigenio del espíritu”.
El deseo es vida y los seres humanos sentimos deseos constantemente, cuando estos se cumplen son reemplazados por otros. Sin esta corriente continua no habría ninguna razón para hacer algo: la vida se detendría, como les pasa a las personas que pierden la habilidad de desear. Una crisis aguda en el deseo corresponde al aburrimiento y una crisis crónica corresponde a la depresión.
Es el deseo lo que nos motiva y, al hacerlo, le da a nuestra vida dirección y significado; si estás leyendo este libro es porque, por la razón que sea, se ha formado en ti el deseo de hacerlo y esto te motiva a leerlo. “Motivación” como “emoción” viene del latín movere: mover.
Si estás leyendo este libro también es porque por algún motivo deseas revivir la pasión o el eros en tu vida y esta misma motivación te llevará a conseguirlo. Si lo buscas, el placer podrá regresar o continuar en tu vida.
Hace poco traté a una pareja con una relación muy buena. Están casados hace diez años, sin hijos en común pero cada uno con hijos de matrimonios anteriores. A él lo operaron de la próstata, pero quedó muy bien, sin problemas de erección. Ella decía que estaba enamorada pero que tenía falta de deseo.
Lo primero fue identificar qué pasaba. Ella sintió que la falta de deseo coincidió con la muerte de su papá a quien era muy apegada. Luego le practicaron una histerectomía por una sospecha de cáncer que afortunadamente resultó negativa. Ella enfrentaba un doble duelo: la muerte de su papá y la pérdida del útero. Entró en una depresión cada vez más profunda mientras pasaba por muchos médicos. Trabajé con ella, hablando de la muerte del padre, permitiendo que expresara todo su dolor y ayudándola a aceptar el duelo. También resignificamos la pérdida del útero, esto es, le dimos una nueva significación al hecho de que ya no tenía útero, pues en medio de la depresión estaba viviendo ese hecho como una pérdida no solo de un órgano, sino de su feminidad.
Hablamos de cómo la falta de una parte del cuerpo no nos hace menos personas, de cómo la feminidad de las mujeres no reside en el útero sino en cómo se ven a sí mismas, qué concepto tienen de sí mismas; es decir, en su autoestima.
Ya más tranquila, ella pudo sentir las ganas de volver a sentir deseo. Hablamos mucho de la necesidad de seducir, de cómo era cuando se conocieron, de qué le gustaba de él en la cama. Ella recordaba el buen sexo oral que él le daba. Trabajamos eso. También en la necesidad de volver a cuidarse, de arreglarse, de buscar verse deseable.
Ahora nos vemos los tres; él va a la terapia, y creemos en la necesidad de esperar, de pasar por una etapa de sensibilización corporal, con ejercicios de ágiles caricias corporales sin tocar genitales. Después se incorporan los genitales a los masajes, sin penetración. Pasamos al sexo oral y finalmente llegamos a la penetración: viene la etapa esperada y vuelven a sentir ganas de estar juntos. Hay que estimular lo que le gusta a la pareja y eso incluye arreglarse, salir a comer o a oír música, no concentrarse en la cama. Hay que conocerse: al otro y a sí mismo. El autoconocimiento estimula la inteligencia erótica.
La paradoja del deseo
Nacimos del deseo y no podemos recordar un tiempo en que no sintiéramos deseos. Estamos tan habituados a desear que no somos conscientes de lo que queremos y solo nos damos cuenta de ellos si anhelamos algo con mucha intensidad o si este sentimiento entra en conflicto con otros deseos.
Deseamos aire, alimento, bebida, calor, compañía, reconocimiento… y la lista podría ser mucho más extensa.
Tratemos por un momento de detener la corriente de los deseos. Esta es la paradoja: incluso el dejar de desear es un deseo.
Muchos maestros orientales hablan de la cesación del deseo o la “iluminación”, y nos enseñan prácticas espirituales que podrían llevar a dejar de desear o, por lo menos, a controlar el deseo.
Pero si el deseo es vida, ¿por qué desearíamos controlarlo? Por la sencilla razón que deseamos controlar la vida, o por lo menos nuestra vida. Y, a veces, en esta necesidad de controlarlo todo podemos perder lo inesperado: eso que llega como una serendipia y nos transforma alegremente. Ahí radica mucho del deseo: en vislumbrar en otro, o en nosotros mismos, algo así como milagros inesperados que pueden desatar el deseo de maneras diversas.
¡Vida!
Recientemente hubo un gran escándalo mediático porque una revista sensacionalista norteamericana publicó los emails y unas fotos que Jeff Bezos, uno de los hombres más ricos del mundo, fundador de Amazon, le envío a su amante. Bezos llevaba más de veinticinco años casado y ese escándalo determinó que iniciara los trámites de su divorcio, del cual se dice que es el más costoso de la historia.
Entre los mensajes que se publicaron, Bezos le dice a su amante: “I love you, alive girl,” “Te amo, muchacha viva”. El deseo es vida.
El hinduismo habla del deseo como una fuerza vital pero también lo llama “el gran símbolo del pecado” y “destructor de la sabiduría y de la autorrealización”. De manera similar, la segunda de las Cuatro Nobles Verdades del budismo afirma que la causa de todo sufrimiento es la “lujuria” en el sentido amplio de añorar o codiciar. El Antiguo Testamento contiene la historia de Adán y Eva: si estos primeros antepasados nuestros no hubieran deseado comer la fruta prohibida del árbol del bien y del mal, no hubieran sido expulsados del Paraíso y enviados al tormentoso mundo exterior. En la cristiandad, cuatro de los siete pecados capitales (envidia, gula, avaricia y lujuria) involucran directamente el deseo y los tres restantes (soberbia, pereza e ira) lo involucran indirectamente. Los rituales de varias religiones como la oración, el ayuno y la confesión aspiran todos, al menos en parte, a refrenar el deseo, así como lo hacen la humildad, la conformidad, la flagelación (figurada o no), la vida comunal y la promesa de la vida después de la muerte.
Un exceso de deseo se llama, claro, codicia. Ya que la codicia es insaciable, nos impide gozar de lo que ya tenemos, lo cual, aunque parezca poca cosa, es mucho más que los que nuestros antepasados hubieran podido soñar. Otro problema de la codicia es que consume todo y reduce la vida en toda su riqueza y complejidad a nada más que una búsqueda incesante de más cosas.
Sin embargo, yo te pregunto: ¿Qué pasaría si dejarás regresar el deseo a tu vida? Si lograrás equilibrarlo y trabajar en él como parte de tu rutina, ¿te sentirías más vivo, más alegre, más presente? O, ¿es algo que te asusta porque de una u otra manera vas por la vida con la idea de que no te puedes permitir sentir? Deseo, rabia, tristeza, placer. Tantas taras que nos inculcan y terminamos creyendo que todo es negativo y prohibido. Te invito a permitirte imaginar, desear y soltar para que cumplas con una vida plena y dichosa.
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