Cuando el mundo gira enamorado. Rafael de los Ríos Camacho

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Cuando el mundo gira enamorado - Rafael de los Ríos Camacho

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no esperaba realmente una respuesta. Todo el mundo sabía que el campo de concentración de Auschwitz estaba en Silesia, al sur de Polonia. Con sus ojos grandes y claros miró con intensidad a Viktor. Después le sonrió abiertamente, dejando traslucir una sonrisa blanca y generosa. Era una mujer que impresionaba por su belleza.

      —Me temo que sí —contestó Viktor—. Aunque, considerando que pasado mañana cumples veinticuatro años, preferiría pensar que no. En cualquier caso, deberías haber permanecido en el campo de Theresienstadt. No sé cómo has podido presentarte voluntaria para venir conmigo. Theresienstadt era incluso soportable para algunos prisioneros...

      —No olvides que el único prisionero a quien yo realmente debo vigilar eres tú —bromeó Tilly—. Ten en cuenta que eres un prestigioso psiquiatra, y que eso siempre atrae miradas furtivas. ¿Verdad, doctor Plautus?

      —¡No se preocupen ustedes! —el doctor Plautus, siempre dispuesto al optimismo, se encaramó a la parte alta de la misma ventanilla—. Sé que volveremos a casa. Y celebraremos la fiesta del retorno con un vino nuevo. Yo les invitaré a todos. No en vano soy médico de beneficencia en Viena y todos me llaman el ángel de Ottakring.

      —Me encantaría compartir su optimismo —confesó el psiquiatra.

      —Volveremos a Viena —insistió el doctor Plautus—. Y entonces me enseñará usted a hipnotizar a mis pacientes, estimado colega: así les ayudaré a relajarse.

      —¡Bien dicho, mi querido ángel! —sonrió Tilly.

      A la luz grisácea del amanecer, el silbato de la locomotora emitió un sonido misterioso. Se acercaban a la estación principal. Y, de pronto, un grito se escapó de sus angustiadas gargantas:

      —¡Hay una señal, Auschwitz!

      Tilly palideció durante unos breves segundos. Después procuró serenarse y pidió a otros pasajeros que le ayudasen a ordenar los equipajes revueltos.

      El nombre de Auschwitz evocó en Viktor Frankl todo lo que había de horrible en el mundo.

      —¡Cámaras de gas, hornos crematorios! —exclamó—. Eso es lo que nos espera, querido doctor Plautus.

      —Calle, Viktor. Le insisto en que regresaremos a Viena.

      El tenaz doctor Plautus entonó una canción dirigida a Baco, dios romano del vino, pero Viktor y Tilly notaron que los ojos de su amigo se llenaban de lágrimas.

      El tren avanzaba muy despacio, como indeciso. A medida que iba amaneciendo se hacían más visibles los perfiles de todos los campos de concentración, unos cuarenta, que se agrupaban bajo el atroz nombre de Auschwitz. Viktor observó varias hileras de alambradas espinosas, torres de vigilancia, focos potentes e interminables columnas de harapientas figuras humanas. Su imaginación le llevó a ver horcas con gente colgando de ellas. Se estremeció de horror. Y su mente de experto psiquiatra no andaba descaminada.

      Pasado algún tiempo, entraron en la estación. Se oyeron voces de mando, roncas y cortantes. Las portezuelas del vagón se abrieron de golpe y un pequeño grupo de prisioneros entró vociferante. Todos tenían la cabeza afeitada y vestían uniformes a rayas. Hablaban en muchas lenguas. Parecían conservar cierto humor.

      —Los prisioneros tienen buen aspecto —comentó Tilly—. No se les ve mal alimentados.

      —¡Ya se lo decía yo! —respondió el doctor Plautus—. Las mejillas sonrosadas y los rostros redondos son la mejor muestra de que volveremos a casa.

      Nadie sabía entonces que aquellos prisioneros eran un grupo especialmente seleccionado para formar el «comité de recepción», a fin de sonsacar lo que hubiera de valioso en los escasos equipajes.

      La voz de los soldados alemanes tronó en el interior del vagón:

      —¡Todos afuera! ¡Y dejen sus maletas en el tren!

      Salieron de golpe. Les ordenaron formar en dos filas, una de mujeres y otra de hombres. Entre el barullo de gritos, órdenes y empujones de los soldados, Viktor cogió las manos de Tilly y, antes de que los separasen, le dijo, empleando un tono muy firme:

      —Tilly, permanece viva a cualquier precio. ¿Me estás oyendo?

      Intentaba decirle que, si ella se encontrara en la situación de salvar su vida, no debería pensar en él: lo importante para Viktor era la vida de Tilly.

      Después hicieron desfilar a los hombres, uno a uno, ante el oficial de las SS, Joseph Mengele, uno de los más terribles asesinos del holocausto judío. Mengele decidía el destino de cada prisionero con un pequeño movimiento de su dedo: a la derecha o a la izquierda.

      Aunque ellos lo ignoraban, se trataba de algo siniestro: la primera selección. Y esa palabra significaba: o bien trabajo en los campos de concentración, o bien muerte directa en cámaras de gas. Bastaba el juego de un dedo.

      Viktor tuvo el valor de esconder su macuto debajo del abrigo, aun a sabiendas de que, si Mengele localizaba el saco, corría un inmenso peligro. Por otra parte, oculto en el forro de su chaqueta, llevaba algo que él consideraba muy valioso: el original de su primer libro sobre Psicología —casi doscientos folios—; lo acababa de escribir y deseaba publicarlo a toda costa, porque era como su hijo espiritual. Detrás de Viktor, el doctor Plautus le susurró:

      —Me han dicho que, si el oficial de las SS nos envía a la derecha, eso significa trabajos forzados; y que, si nos manda a la izquierda, entonces es para un campo de enfermos e incapaces de trabajar. ¡Pero, por Dios, doctor Frankl, se está escorando hacia un lado por culpa de ese dichoso macuto! ¡Debe usted caminar más recto!

      Llegó el turno a Viktor. Ahora tenía a Mengele frente a frente. Era un hombre alto y delgado y llevaba un uniforme impecable. Se sujetaba el codo derecho con la mano izquierda, en actitud de aparente descuido. Viktor hizo un esfuerzo para permanecer erguido: el macuto pesaba como un saco de plomo.

      Acabada la primera selección, los guardias de las SS, que iban cargados con pesados fusiles, ordenaron a los presos recorrer a paso ligero el camino desde la estación hasta la alambrada electrificada. Enseguida entraron en uno de los campos de concentración y los metieron en un pabellón para desinfectarlos a todos, como si se tratase de animales sucios y mugrientos.

      Mientras esperaban en la antesala de la cámara de desinfección, los hombres de las SS extendieron unas mantas.

      —¡Echen aquí todo lo que lleven encima! —gritaron—. ¡Relojes, medallas y anillos: absolutamente todo!

      Viktor arrojó su macuto y lo poco que le quedaba, incluso lo que constituía su orgullo y alegría: el carnet del club alpino Donauland, que le acreditaba como guía de alta montaña. Pero mantenía su libro en la chaqueta.

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