Cuando el mundo gira enamorado. Rafael de los Ríos Camacho

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Cuando el mundo gira enamorado - Rafael de los Ríos Camacho

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y se acercó a la litera de Viktor. Quería tranquilizar a los colegas recién llegados. Él era también médico[1].

      —Eso es falso —replicó Viktor—. Un prisionero de unos sesenta años, médico de un bloque de barracones, me ha dicho que su hijo acaba de morir en la cámara de gas, porque el tal doctor Müller ha rehusado fríamente ayudarle, pese a que podía liberarle.

      El visitante sonrió con un tinte de buen humor. Quería en verdad calmar a sus colegas.

      —Ya hablaremos de ese complejo asunto, doctor Frankl.

      —¿Nos conocemos? —se sorprendió Viktor.

      —Creo que en Viena tuvimos nuestras pequeñas discusiones científicas. Usted arremetía contra el psicoanálisis de Freud y yo defendía a mi maestro...

      —¡Dios santo! ¡Usted es el doctor Kurt Pichler! Ha adelgazado tanto que no le he reconocido. Lo siento de veras, doctor Pichler...

      —Tranquilo, tranquilos todos —respondió el visitante—. Pero una cosa os suplico: que os afeitéis a diario, aunque tengáis que utilizar un trozo de vidrio para hacerlo, aunque tengáis que vender a otro vuestra pobre ración de pan.

      —No entiendo —dijo un médico cirujano, también de Viena.

      —Pareceréis más jóvenes y los arañazos harán que vuestras mejillas resulten más lozanas. Si queréis manteneros vivos, sólo hay un medio: aplicaros a vuestro trabajo, cavando y tendiendo vías para el ferrocarril. A todos os destinarán allí.

      —Comprendo. Hay que aprovechar el material humano mientras se pueda —ironizó Viktor.

      —Si alguna vez cojeáis —Pichler prosiguió como si no le hubiera oído—, si por ejemplo, tenéis una pequeña ampolla en el talón, y un SS lo ve, os apartará a un lado y al día siguiente podéis asegurar que os mandará a la cámara de gas. ¿Sabéis a quién llamamos aquí un «musulmán»?

      Viktor puso cara de asombro. Miró a los demás: también aguardaban respuesta.

      —«Musulmán» es el que tiene un aspecto miserable, por dentro y por fuera, enfermo, demacrado e incapaz de realizar trabajos duros por más tiempo. El «musulmán» acaba pronto en la cámara de gas. Así que recordad: debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia, y no tendréis por qué temer al gas. Ninguno de los que estáis aquí tiene que temer al gas...

      Pichler hizo una pausa. Observó con más atención a Viktor, y entonces dijo señalando al psiquiatra:

      —Ninguno excepto quizás tú. Espero que no te importe que hable con franqueza —se volvió después a los demás—. De todos vosotros, él es el único que debe temer la próxima selección. Así que no os preocupéis.

      Viktor sonrió. Incluso estaba convencido de que cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo.

      Nada más irse Pichler, llegó la hora de diana. Mucho antes del alba, a las cinco de la madrugada, sonaron en todo el campo tres agudos pitidos de un silbato y se oyeron voces roncas y cortantes:

      —¡A levantarse! ¡A levantarse todos!

      El barracón se sacudió desde los cimientos, las luces se encendieron, todos se agitaron alrededor de Viktor en una actividad frenética: las mantas se sacudieron levantando nubes de polvo fétido, los prisioneros se vistieron con prisa febril, corrieron al hielo del aire exterior a medio vestir, se precipitaron sobre las letrinas y los lavabos. Y todo porque a los cinco minutos comenzaba la distribución del pan, de un panecillo gris: sólo unos 150 gramos, calculó Viktor.

      En ese momento vio al guarda de la barraca regatear, con uno de los componentes del «comité de recepción», por un alfiler de corbata, de platino y diamantes. Sin duda, lo había robado en el tren a un prisionero novato. Una vez realizado el negocio, los dos prisioneros se mostraron satisfechos.

      —¡Compraremos aguardiente —dijo el guarda del barracón— y pasaremos una tarde alegre!

      «No sé cuántos miles de marcos se necesitan para comprar alcohol y emborracharse —pensó Viktor mientras apuraba la última miga de su pan—, pero sí comprendo que los prisioneros veteranos necesiten esos tragos».

      Enseguida se oyeron fuertes voces de mando. Había aparecido un oficial de las SS para asistir a la revista. Y todos tuvieron que agruparse según diversos criterios: prisioneros de más de cuarenta años, de menos de cuarenta, trabajadores del metal, mecánicos o enfermos con hernias.

      Arrancado de los demás médicos, Viktor fue llevado a otro barracón, donde los formaron en línea, con vistas a una nueva selección. El psiquiatra estaba triste: se encontraba ahora no sólo muy lejos de sus colegas, sino también entre extranjeros que hablaban lenguas ininteligibles.

      El oficial de las SS que realizaba la selección se acercó a él.

      —¿Edad? —preguntó.

      —Treinta y nueve años.

      —¿Profesión?

      Fiel a su norma de decir sólo y únicamente lo que le preguntaban, sin especificar más datos, Viktor respondió:

      —Médico.

      —¿Especialidad? —insistió el oficial esta vez.

      El psiquiatra tardó en responder. Miró fijamente a los ojos azules del hombre de las SS. Y ambas miradas —azul contra negro— se entrecruzaron fríamente.

      Pero no. Esa mirada no se cruzó entre dos personas. El cerebro que controlaba aquellos ojos azules y aquellas manos cuidadas parecía decir: «Esta cosa despreciable que hay ante mí pertenece, como todos los judíos y gitanos, a un género al que es obviamente indicado suprimir».

      [1] Cfr. El hombre en busca de sentido, pp. 38-40.

      [2] Por respeto a las personas y al secreto profesional —que el psiquiatra vienés siempre cuidó con esmero—, se han cambiado los nombres y apellidos. Naturalmente, todos los episodios son auténticos.

      4. AQUELLOS OJOS CLAROS

      Ojos azules contra ojos negros. Y pelo rubio resplandeciente contra pelo moreno rapado. Y manos limpias contra manos mugrientas. Y uniforme impecable de las SS contra uniforme rayado andrajoso.

      «Esto que tengo ante mí —parecían repetir las pupilas azuladas— merece sin duda la cámara de gas. Pero antes conviene considerar si, en este caso concreto, posee algún elemento utilizable».

      —¡Especialidad! —el oficial de las SS se impacientó.

      —Especialista en Psiquiatría y Neurología —respondió al fin Viktor.

      Entonces el oficial ordenó que otros prisioneros veteranos, con mando en Auschwitz, lo enviasen a un grupo más reducido, quizás porque no

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