Cuando el mundo gira enamorado. Rafael de los Ríos Camacho
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Rápidamente, Viktor sacó el manuscrito de su libro y se acercó a uno de los antiguos prisioneros, el que aparentaba más edad.
—Mira, es el manuscrito de un libro científico —le susurró, al tiempo que señalaba los papeles—. Ya sé lo que vas a decir: que debo estar agradecido de salvar la vida, que eso es todo cuanto debo esperar del destino. Pero no puedo evitarlo. Tengo que conservar este manuscrito a toda costa. Mi libro supera al psicoanálisis de Freud. ¡Es la obra de mi vida! ¿Comprendes?
En el rostro del prisionero veterano se dibujó una mueca, primero de piedad, luego se mostró burlón, insultante, hasta que rugió:
—¡Mierda!
Y en ese momento a Viktor Frankl le pareció que se borraba de su conciencia toda su vida anterior. Tiró al suelo su libro y su ropa con una rapidez impensable. Cuando se quedó con sus gafas y su cinturón en las manos, oyó los primeros estallidos del látigo que azotaba cuerpos desnudos. A continuación los metieron en otro cuarto para afeitarlos: no sólo rasuraron sus cabezas, sino que no dejaron ni un solo pelo en sus cuerpos. Y los empujaron a la habitación de las duchas. Viktor miró hacia arriba; y, con gran alivio, advirtió que de las alcachofas salían gotas de agua de verdad...
Mientras esperaba que aumentaran la presión del agua, la desnudez de todos se le hizo patente: nada tenían ya, salvo sus propios cuerpos, incluso sin pelo. «Literalmente hablando —pensó el psiquiatra—, lo único que poseemos es nuestra existencia desnuda. Sólo eso nos queda de nuestra existencia anterior». De pronto, las duchas comenzaron a correr. Y el agua gélida golpeó todo su cuerpo.
De las duchas fueron directamente afuera, a la intemperie: en el frío del otoño, completamente desnudos y todavía mojados. Dos horas después, apareció un hombre de las SS acompañado por prisioneros veteranos. Traían viejos uniformes a rayas. A Viktor le asignaron uno de un prisionero que había sido enviado a la cámara de gas. Eran ropas verdaderamente zarrapastrosas.
En cuanto se vistió, introdujo sus manos en el bolsillo de la cochambrosa chaqueta, soñando con lo imposible: encontrar allí las muchas páginas de su libro manuscrito. Para su sorpresa, lo que encontró fue una sola página arrancada de un libro de oraciones en hebreo, que contenía la más importante oración judía, la Shema Yisrael (Escucha Israel). Viktor Frankl la leyó lentamente: «Escucha, Israel: el Señor es tu Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas palabras que yo te dicto hoy estén en tu corazón».
El psiquiatra se quedó pensando. «¿Cómo interpretar esta coincidencia sino como el desafío para vivir mis pensamientos en vez de limitarme a ponerlos sobre el papel?»
Pasó a continuación varias selecciones más. A la gran mayoría de su expedición, cerca de un 90 por ciento, el juego del dedo les había enviado hacia la izquierda. A él siempre le tocó la derecha. «¿Qué habrá sido del doctor Plautus?», se preguntaba Viktor.
Atardecía en Auschwitz. En un respiro entre el ir y venir, vio a varios prisioneros veteranos.
—Por favor —dijo Viktor, ansioso—, ¿podéis decirme a dónde pueden haber enviado a mi amigo y colega, el doctor Plautus?
—¿Lo mandaron hacia la izquierda? —preguntaron ellos.
—Sí —replicó Viktor.
—Entonces puede verle allí —le dijeron.
—¿Dónde? ¿Dónde está el ángel de Ottakring?
Las manos señalaban la chimenea que había a unos centenares de metros y que arrojaba al cielo gris de Silesia una llamarada de fuego que se disolvía en una siniestra nube de humo.
—Allí es donde está su amigo y su ángel, elevándose hacia el cielo[4].
Y a partir de entonces, una extraña sensación se apoderó del psiquiatra vienés: curiosidad, una fría curiosidad por saber lo que sucedería a continuación.
[1] El esquema narrativo está basado en el famoso libro de Viktor Frankl, Un psicólogo en un campo de concentración, traducido al castellano por Ediciones Herder con el título El hombre en busca de sentido, Barcelona, 1998. Cfr. pp. 25-35.
[2] Cfr. Autobiography, p. 90.
[3] Cfr. Autobiography, p. 93.
[4] Cfr. Viktor Frankl, El hombre doliente, Herder, Barcelona, 1990, p. 267.
3. ¿SABÉIS A QUIÉN LLAMAMOS AQUÍ UN «MUSULMÁN»?
A la espera de ser trasladado a otro campo más pequeño, dentro de Auschwitz, Viktor se encontró esa primera noche en un barracón con otros 1.100 prisioneros más. Observó que había sido construido para albergar a unas doscientas personas como máximo. Por eso no había espacio suficiente ni para sentarse en cuclillas en el suelo de tierra.
Estaba lleno de literas, eso sí, pero de tres pisos. Naturalmente, ni siquiera había colchonetas: sólo tablones. Y en cada litera, que medía 2 × 2,5 metros, tenían que dormir nueve hombres, directamente sobre los tablones. Y para cada nueve había dos mantas. Viktor se subió a una litera, con otros ocho médicos que conocía.
Claro está que sólo podían tenderse de costado, apretujados y amontonados unos contra otros, lo que tenía ciertas ventajas a causa del frío que penetraba hasta los huesos. Aunque les prohibieron subir los zapatos a las literas, algunos los utilizaron como almohadas, pese a estar cubiertos de lodo. Si no, la cabeza tendría que descansar sobre el pliegue de un brazo casi dislocado.
Con las suelas de un colega oprimiendo su mejilla, Viktor oyó una voz procedente de la litera de abajo:
—¡Yo no puedo soportar esto! ¡Mierda! ¡Mañana me lanzaré contra la cerca de alambre electrificada!
—¡Silencio! —gritó el guarda del barracón, un prisionero veterano «ascendido» a ese cargo—. ¡A quien hable le ahorcaré, yo personalmente, de la viga central del campo! Ya os he dicho que las leyes de aquí me dan derecho a hacerlo. ¿No habéis visto que hay tres cadáveres colgando? ¡Silencio, cerdos de mierda!
«¿Lanzarse contra la alambrada?, se preguntó también Viktor. Llevo todo el día escuchando este interrogante en boca de otros —pensó—. Es la frase que se utiliza aquí para describir el método de suicidio más popular. Pero yo no lo haré: mis convicciones personales y todo lo que amo no me lo permiten. Es más: prometo solemnemente que no me lanzaré contra la alambrada».
Movió ligeramente la cabeza y sus labios chocaron contra la suela del zapato que tenía junto a su cara. «Tampoco tiene objeto suicidarse —pensó—, ya que las expectativas de vida en Auschwitz, aplicando el cálculo de probabilidades, son muy escasas: ninguno de nosotros tiene la seguridad de encontrarse en el pequeño porcentaje de hombres que sobreviven a todas las selecciones. Incluso las cámaras de gas acabarán por perder todo su horror; al fin y al cabo, ahorran el acto de suicidarse». Aun con estos pensamientos, a Viktor le llegó el sueño y le hizo olvidarse