Novelas completas. Jane Austen
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—Con todo el corazón —exclamó sir John— desearía que Willoughby estuviera entre nosotros otra vez.
Esto, y el rubor de Marianne, alentaron nuevas sospechas en Edward.
—¿Y quién es Willoughby? —le preguntó en voz baja a la señorita Dashwood, a cuyo lado se encontraba.
Elinor le contestó en pocas palabras. El semblante de Marianne era mucho más expresivo. Edward vio en él lo bastante para comprender no solo el significado de lo que los otros sugerían, sino también las expresiones de Marianne que antes lo habían confundido; y cuando sus visitantes se hubieron ido, enseguida se dirigió a ella y, en un susurro, le dijo:
—He estado haciendo cábalas. ¿Te digo lo que me parece adivinar?
—¿Qué quieres insinuar?
—¿Te lo digo?
—Desde luego.
—Pues bien, adivino que el señor Willoughby practica la caza.
Marianne se sintió sorprendida y turbada, pero no pudo dejar de sonreír ante tan tranquila sutileza y, tras un instante de silencio, le dijo:
—¡Ay, Edward! ¿Cómo puedes...? Pero llegará el día, espero... Estoy segura de que te gustará.
—No lo dudo —replicó él, con una cierta sorpresa ante la intensidad y calor de sus palabras; pues si no hubiera imaginado que se trataba de una broma hecha para diversión de todos sus conocidos, basada nada más que en un algo o una nada entre el señor Willoughby y ella, no se habría atrevido a mencionarlo.
Capítulo XIX
Edward permaneció una semana en la cabaña; la señora Dashwood lo urgió a que se quedara más tiempo, pero como si solo deseara mortificarse a sí mismo, pareció decidido a marchar cuando mejor lo estaba pasando entre sus amigos. Su estado de ánimo en los últimos dos o tres días, aunque todavía bastante inestable, había mejorado mucho; día a día parecía aficionarse más a la casa y a sus alrededores, nunca hablaba de irse sin acompañar de lamentos sus palabras, afirmaba que disponía de su tiempo por completo, incluso dudaba de hacia dónde se dirigiría cuando se marchara..., pero aun así debía irse. Nunca una semana había pasado tan rápido, apenas podía creer que ya se hubiera ido. Lo dijo una y otra vez; dijo también otras cosas, que indicaban el rumbo de sus sentimientos y se contradecían con sus acciones. Nada le complacía en Norland, detestaba la ciudad, pero o a Norland o a Londres debía ir. Valoraba por sobre todas las cosas la gentileza que había recibido de todas ellas y su mayor felicidad era estar en su compañía. Y todavía así debía dejarlas a fines de esa semana, a pesar de los deseos de ambas partes y sin ninguna restricción en su estancia.
Elinor echaba la culpa a la madre de Edward de todo lo que había de extraño en su manera de actuar; y era una suerte para ella que él tuviera una madre cuyo carácter le fuera conocido de forma tan imperfecta como para servirle de excusa general frente a todo lo extravagante que pudiera haber en su hijo. Sin embargo, desilusionada y enojada como estaba, y a veces disgustada con la vacilante conducta del joven hacia ella, incluso así tenía la mejor disposición general para otorgar a sus acciones las mismas sinceras concesiones y generosas calificaciones que le habían sido arrancadas con algo más de dificultad por la señora Dashwood cuando se trataba de Willoughby. Su falta de ánimo, de franqueza y de coraje, era atribuida en general a su falta de libertad y a un mejor conocimiento de las disposiciones y planes de la señora Ferrars. La brevedad de su visita, la firmeza de su propósito de irse, se originaban en el mismo atropello a sus inclinaciones, en la misma inevitable necesidad de obedecer a su madre. La antigua y ya conocida lucha entre el deber y el deseo, los padres contra los hijos, era la causa de todo. A Elinor le habría alegrado saber cuándo iban a terminar estas trabas, cuándo iba a terminar esa oposición..., cuándo iba a cambiar la señora Ferrars, dejando a su hijo en libertad para ser feliz. Pero, de tan inútiles deseos estaba obligada a volver, para encontrar alivio, a la renovación de su confianza en el afecto de Edward; al recuerdo de todas las señales de interés que sus miradas o palabras habían dejado escapar mientras estaban en Barton; y, sobre todo, a esa lisonjeadora prueba de ello que él usaba sin tregua alrededor de su dedo.
—Creo, Edward —manifestó la señora Dashwood mientras desayunaban la última mañana—, que serías más feliz si tuvieras una profesión que ocupara tu tiempo y les diera interés a tus planes y acciones. Ello podría no ser enteramente conveniente para tus amigos: no podrías entregarles tanto de tu tiempo. Pero —agregó con una sonrisa— te verías beneficiado en un aspecto al menos: sabrías adónde dirigirte cuando los dejas.
—De verdad le aseguro —contestó él— que he pensado mucho en esta cuestión en el mismo sentido en que usted lo hace ahora. Ha sido, es y quizá siempre será una gran desgracia para mí no haber tenido ninguna ocupación a la cual obligatoriamente dedicarme, ninguna profesión que me dé empleo o me ofrezca algo en la línea de la libertad. Pero, por desgracia, mi propia capacidad de comportarme de manera gentil, y la gentileza de mis amigos, han hecho de mí lo que soy: un ser vago, incompetente. Nunca pudimos ponernos de acuerdo en la elección de una profesión. Yo siempre preferí la iglesia, como lo sigo prefiriendo. Pero eso no era suficientemente elegante para mi familia. Ellos recomendaban una carrera militar. Eso era demasiado, demasiado elegante para mí. En cuanto al ejercicio de las leyes, le concedieron la gracia de considerarla una profesión bastante honrada; muchos jóvenes con despachos en alguna Asociación de Abogados de Londres han conseguido una muy buena llegada a los círculos más importantes, y se pasean por la ciudad conduciendo calesas muy a la moda. Pero yo no tenía ninguna afición por las leyes, ni siquiera en esta forma harto menos complicada de ellas que mi familia aprobaba. En cuanto a la marina, tenía la ventaja de ser de buen tono, pero yo ya era demasiado mayor para ingresar a ella cuando se empezó a hablar del tema; y, a la larga, como no había auténtica necesidad de que tuviera una profesión, dado que podía ser igual de garboso y dispendioso con una chaqueta roja sobre los hombros o sin ella, se terminó por decidir que el ocio era lo más ventajoso y honrado; y a los dieciocho años los jóvenes por lo general no están tan ansiosos de tener una ocupación como para resistir las invitaciones de sus amigos a no hacer nada. Ingresé, por tanto, en Oxford, y desde entonces he estado de ocioso, tal como hay que estar.
—La consecuencia de todo ello será, supongo —dijo la señora Dashwood—, ya que el no hacer nada no te ha traído ninguna felicidad, que criarás a tus hijos para que tengan tantos intereses, empleos, profesiones y quehaceres como Columella.3
—Serán criados —respondió en tono serio— para que sean tan diferentes de mí como sea posible, en sentimientos, acciones, condición, en todo.
—Vamos, vamos, todo eso no es más que producto de tu depresión, Edward. Estás de humor, y te imaginas que cualquiera que no sea como tú debe ser feliz. Pero recuerda que en algún momento todos sentirán la pena de separarse de los amigos, sin importar cuál sea su educación o estado. Toma conciencia de tu propia felicidad. No careces de nada sino de paciencia... o, para darle un nombre más atractivo, llámala esperanza. Con el tiempo tu madre te garantizará esa libertad que tanto ansías; es su deber, y muy pronto su felicidad será, deberá ser, impedir que toda tu juventud se desperdicie en el disgusto. ¡Cuánto no podrán hacer unos pocos meses!
—Creo —replicó Edward— que hará falta muchos meses para que me suceda algo bueno.
Este desánimo, aunque no pudo ser contagiado a la señora Dashwood, aumentó el dolor de todos ellos por la partida de Edward, que muy pronto tuvo lugar, y dejó una incómoda sensación especialmente en Elinor, que necesitó de tiempo y trabajo para sosegarse.
Pero