Novelas completas. Jane Austen

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Novelas completas - Jane Austen Colección Oro

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del silencio, la soledad y el ocio para aumentar y hacer permanente su sufrimiento. Sus métodos eran tan diferentes como sus particulares objetivos, e igualmente adecuados a la consecución de ellos.

      Apenas marchó Edward, Elinor se sentó a su mesa de dibujo, se mantuvo ocupada durante todo el día, no buscó ni evitó mencionar su nombre. Pareció prestar el mismo interés cotidiano a las preocupaciones generales de la familia, y si con esta conducta no hizo disminuir su propia tristeza, al menos evitó que aumentara de manera innecesaria, y su madre y hermanas se vieron libres de muchos esfuerzos por su causa.

      Tal conducta, tan exactamente al revés a la de ella, no le parecía a Marianne más meritoria que criticable le había parecido la propia. Del problema del dominio sobre sí misma, dio cuenta con toda facilidad: si era imposible cuando los sentimientos eran fuertes, con los tranquilos no tenía ningún mérito. Que los sentimientos de su hermana eran apacibles, no osaba negarlo, aunque le avergonzaba reconocerlo; y de la fuerza de los propios tenía una prueba incontrovertible, puesto que seguía amando y respetando a esa hermana a pesar de este humillante convencimiento.

      Sin rehuir a su familia o salir de la casa en voluntaria soledad para evitarla o quedarse despierta toda la noche para abandonarse a sus cavilaciones, Elinor descubrió que cada día le ofrecía tiempo suficiente para pensar en Edward, y la conducta de Edward, de todas las facetas imaginables que sus diferentes estados de ánimo en momentos distintos podían producir: con ternura, piedad, aprobación, censura y duda. Abundaban los momentos cuando, si no por la ausencia de su madre y hermanas, al menos por la naturaleza de sus ocupaciones, se imposibilitaba toda conversación entre ellas y sobrevenían todos los efectos de la soledad. Su mente volaba inevitablemente en libertad; sus pensamientos no podían encadenarse a ninguna otra cosa; y el pasado y el futuro relacionados con un tema tan trascendente no podían sino hacérsele presentes, forzar su atención y absorber su memoria, sus reflexiones, su fantasía.

      De una ensoñación de esta clase a la que se había entregado mientras se encontraba sentada ante su mesa de dibujo, la despertó una mañana, poco después de la marcha de Edward, la llegada de algunas visitas. Por casualidad se encontraba sola. El ruido que la puertecilla a la entrada del jardín frente a la casa hacía al cerrarse hizo desviar su mirada hacia la ventana, y vio un gran grupo de personas acercándose a la puerta. Entre ellas estaban sir John y lady Middleton y la señora Jennings; pero había otros dos, un caballero y una dama, que le eran por completo desconocidos. Estaba sentada cerca de la ventana y tan pronto la vio sir John, dejó que el resto de la partida cumpliera con la ceremonia de golpear la puerta y, cruzando por el césped, le hizo abrir el ventanal para conversar en privado, aunque el espacio entre la puerta y la ventana era tan pequeño como para hacer casi imposible hablar en una sin ser escuchado en la otra.

      —Bien —le dijo—, le hemos traído algunos desconocidos. ¿Le parecen bien?

      —¡Shhh! Pueden oírlo.

      —Qué importa si lo hacen. Solo son los Palmer. Puedo decirle que Charlotte es muy hermosa. Alcanzará a verla si mira hacia acá.

      Como Elinor estaba segura de que la vería en un par de minutos sin tener que tomarse tal libertad, le rogó que la excusara de hacerlo.

      —¿Dónde está Marianne? ¿Se ha escondido al vernos venir? Veo que su instrumento está abierto.

      —Salió a caminar, pienso.

      En ese momento se les unió la señora Jennings, que no tenía paciencia suficiente para esperar que le abrieran la puerta antes de que ella contara su historia. Se acercó a la ventana con grandes saludos:

      —¿Cómo se encuentra, querida? ¿Cómo está la señora Dashwood? ¿Y dónde están sus hermanas? ¡Cómo! ¡La han dejado sola! Le agradará tener a alguien que le haga compañía. He traído a mi otro hijo e hija para que se conozcan. ¡Imagínese que llegaron súbitamente! Anoche pensé haber escuchado un carruaje mientras tomábamos el té, pero nunca se me ocurrió que pudieran ser ellos. Lo único que pensé fue que podía ser el coronel Brandon que llegaba de vuelta; así que le dije a sir John: “Creo que escucho un carruaje; quizás es el coronel Brandon que llega de vuelta...”

      En la mitad de su historia, Elinor se vio obligada a volverse para recibir al resto de los recién llegados; lady Middleton le presentó a los dos desconocidos; la señora Dashwood y Margaret bajaban las escaleras en ese mismo momento, y todos se sentaron a contemplarse mutuamente mientras la señora Jennings continuaba con su palabrería a la vez que cruzaba por el corredor hasta la salita, acompañada por sir John.

      La señora Palmer era varios años más joven que lady Middleton, y completamente diferente a ella en diversos aspectos. Era de corta estatura y regordeta, con un rostro muy atractivo y la mayor expresión de buen humor que pueda concebirse. Sus modales no eran en absoluto tan elegantes como los de su hermana, pero sí mucho más atractivos. Entró con una sonrisa, sonrió durante todo el tiempo que duró su visita, excepto cuando reía, y seguía sonriendo al irse. Su esposo era un joven de aire reservado, de veinticinco o veintiséis años, con aire más circunspecto y más juicioso que su esposa, pero menos deseoso de complacer o dejarse complacer. Entró a la habitación con aire de sentirse muy importante, hizo una leve inclinación ante las damas sin pronunciar palabra y, tras una breve inspección a ellas y a sus aposentos, tomó un periódico de la mesa y permaneció leyéndolo durante toda la visita.

      La señora Palmer, por el contrario, a quien la naturaleza había dotado con la disposición a ser invariablemente amable y feliz, apenas había tomado asiento cuando prorrumpió en exclamaciones de admiración por la sala y todo lo que había en ella.

      —¡Miren! ¡Qué cuarto tan maravilloso es este! ¡Nunca había visto algo tan delicioso! ¡Tan solo piense, mamá, cuánto ha mejorado desde la última vez que estuve aquí! ¡Siempre me pareció un sitio tan agradable, señora —dijo volviéndose a la señora Dashwood—, pero usted le ha dado tanto encanto! ¡Tan solo observa, hermana, que precioso es todo! Cómo me gustaría tener una casa así. ¿Y a usted, señor Palmer?

      El señor Palmer no le contestó, y ni siquiera levantó la vista del periódico.

      —El señor Palmer no me escucha —dijo ella riendo—. A veces nunca lo hace. ¡Es tan ridículo!

      Esta era una idea absolutamente nueva para la señora Dashwood; no estaba acostumbrada a encontrar ingenio en la falta de atención de nadie, y no pudo evitar mirar con asombro a los dos.

      La señora Jennings, entre tanto, seguía hablando alzando la voz y continuaba con el relato de la sorpresa que se habían llevado la noche anterior al ver a sus amigos, y no cesó de hacerlo hasta que hubo contado todo. La señora Palmer se reía con gran entusiasmo ante el recuerdo del asombro que les habían producido, y todos estuvieron de acuerdo dos o tres veces en que había sido una agradable sorpresa.

      —Puede suponer lo contentos que estábamos todos de verlos —añadió la señora Jennings, inclinándose hacia Elinor y hablándole en voz baja, como si intentara que nadie más la escuchara, aunque estaban sentadas en diferentes rincones de la habitación—, pero, así y todo, no puedo dejar de desear que no hubieran viajado tan rápido ni hecho una travesía tan larga, porque dieron toda la vuelta por Londres como consecuencia de ciertos negocios, porque, usted sabe —indicó a su hija con una expresiva inclinación de la cabeza—, es inconveniente en su condición. Yo quería que se quedara en casa y descansara ahora durante la mañana, pero insistió en acompañarnos; ¡tenía tantos deseos de verlas a todas ustedes!

      La señora Palmer se rio y dijo que no le haría ningún trastorno.

      —Ella espera ponerse de parto en febrero —continuó la señora Jennings.

      La

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