Contrafactuales. Richard Evans
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Los historiadores del volumen de Snowman hacen lo que un historiador no debería hacer nunca: aleccionan a personas del pasado sobre cómo debían haber hecho las cosas. ¿Realmente pensamos que podríamos haber evitado los errores que ellos cometieron? Desde luego, es fácil caer en esa tentación. Pero debemos resistirnos. Como observa Ian Kershaw en su estudio de las actitudes de los alemanes de a pie hacia la dictadura nazi: “Me gustaría pensar que si yo hubiera vivido esa época habría sido un antinazi convencido comprometido con la resistencia clandestina. Sin embargo, en realidad sé que habría estado tan confundido y que me habría sentido tan indefenso como la mayoría de la gente sobre la que escribo”.36 Nos imaginamos que lo haríamos mejor que la gente del pasado porque tenemos el lujo de la perspectiva y, esto es crucial, porque somos personas distintas con ideas y supuestos distintos y formas distintas de tomar decisiones. Evidentemente, Snowman es consciente de este problema y por lo tanto insiste en que el comportamiento de los personajes históricos cuya identidad asumen los autores tiene que estar alineado con lo que sabemos de ellos por los datos históricos. Pero, como él mismo reconoce, esto no resuelve del todo el problema de ponerse en la piel de un actor histórico muerto hace tiempo.37 En la práctica, lo que estos historiadores hacen es desear un cambio de personalidad de las figuras históricas que abordan: Kérenski se vuelve más decidido de lo que en realidad era; Stalin se vuelve más sincero en su nota de 1952, en la que ofreció la reunificación alemana, de lo que realmente era; Allende se vuelve menos confundido de lo que estaba; Tojo se vuelve menos agresivo de lo que era; Maximiliano está menos desamparado de lo que estaba; y Thiers se vuelve más perspicaz de lo que era. Para que el truco funcione, hay que desobedecer la consigna de Snowman de respetar la personalidad de los individuos en cuya piel se ponen los colaboradores.
Sin embargo, en el contexto de un análisis de la historia alternativa, resulta más importante que cualquiera de estas consideraciones el hecho de que los colaboradores dicen poco o nada sobre las consecuencias de las decisiones alternativas que analizan. Cuando lo hacen, sus especulaciones son tan breves que constituyen poco más que sugerencias provisionales. Dos siglos después de que Shelburne consiga evitar la independencia de Estados Unidos, la máxima autoridad del país es la reina Isabel II; se cree que probablemente la victoria del emperador Maximiliano de México no habría provocado grandes cambios a largo plazo, con una serie de golpes de estado y dictaduras, aunque se apunta a la posibilidad de que no hubiera habido revolución mexicana en 1911 y que por tanto tal vez Estados Unidos no hubiera intervenido en la Primera Guerra Mundial, que también podría haberse evitado si no hubiera estallado la guerra franco-prusiana de 1870. Pero se omiten todos los años intermedios, y por consiguiente no se toma en consideración ninguno de los posibles acontecimientos o evoluciones que hubieran podido ocurrir en ese tiempo. De hecho, en última instancia, estas hipótesis a largo plazo son de interés secundario para los colaboradores, estrictamente subordinados a la tarea principal que se les ha encargado, es decir, examinar las decisiones y ponerse en la piel de los actores que les corresponden, y explorar su contexto histórico inmediato.38 Además, estas especulaciones ponen una enorme capacidad imaginativa en manos de políticos concretos, y les dan retrospectivamente los medios para desafiar o dar la vuelta a las grandes fuerzas históricas a las que se enfrentaron.
Muy distinto fue el intento de Alexander Demandt, historiador alemán especialista en la antigua Roma, de justificar la historia contrafactual en 1984. En su breve tratado Ungeschehene Geschichte [Historia que no ha ocurrido], sostuvo que “las referencias a posibles desarrollos alternativos nos descubren acontecimientos cruciales que fácilmente habrían podido terminar de otra manera”. El problema de esta idea relativamente banal es que en realidad esas referencias no son necesarias para descubrir los acontecimientos en cuestión. Los quince ejemplos de Demandt abordaron temas recurrentes como la derrota de Carlos Martel en 732 (una Europa en paz marcada por un avance temprano del conocimiento científico); la victoria de la Armada Invencible en 1588 (una Inglaterra católica, quizá liberal debido a la destitución del duque de Alba y la proclamación de la tolerancia religiosa); y la supervivencia del archiduque Francisco Fernando en 1914 (ni Primera ni Segunda Guerra Mundial). Por lo tanto, Demandt tenía tanta tendencia a expresar deseos como el resto de contrafactualistas. Sin embargo, introdujo una serie de cuestiones clave que iban a ocupar a los estudiosos del género por algún tiempo, con sus afirmaciones de que las “alternativas alejadas de la realidad son improbables”, “los acontecimientos están predeterminados en mayor o menor grado” y “los acontecimientos improbables van aparte”; en otras palabras, planteó el problema de hasta qué punto y de qué manera se puede restringir o limitar la imaginación contrafactual. “Hay que contrastar la fantasía histórica –señaló acertadamente– con la plausibilidad empírica. La medida de lo irreal es lo real”.39
El tratado de Demandt aportó una nota de seriedad alemana al tema, pero la frivolidad angloestaounidense no tardó en reafirmarse con un fino volumen que contenía veintidós ensayos de varios autores, en su mayor parte historiadores profesionales británicos y estadounidenses, editado en 1985 por el especialista en historia de Francia y profesor de Yale John Merriman, titulado For Want of a Horse: Choice and Chance in History [Por falta de un caballo: elección y azar en la historia], una referencia al pasaje del final de Ricardo III de Shakespeare en que el rey muere en una batalla porque no encuentra un caballo que montar, con lo que se da inicio a la nueva dinastía de los Tudor y en Inglaterra se pone fin a la Edad Media. Publicitadas en la cubierta como “especulaciones humorísticas”, la recopilación incluyó breves análisis de una gran variedad de temas, incluido el papel de las palomas en Francia, o del borsch, la sopa de remolacha, en Rusia, o, de forma más general, la mala suerte (como en el caso de los Estuardo, a los que les tocó más parte de ella que la que les correspondía), o el azar y la contingencia, como el giro equivocado del coche del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo en 1914, que resultó en su asesinato. De hecho, solo cinco ensayos son realmente especulativos, en el sentido de que se dedican principalmente a analizar cursos alternativos que hubieran podido tomar los acontecimientos en lugar de narrar los propios acontecimientos y subrayar el papel del azar y la contingencia en la forma como acabaron sucediendo.
Hay ensayos entretenidos sobre qué habría pasado si Fidel Castro, que en su juventud fue un talentoso jugador de béisbol, hubiera aceptado el contrato que le habrían podido ofrecer los Giants de Nueva York (no habría habido revolución cubana); o si Voltaire se hubiera instalado en Pensilvania (habría proporcionado ideas a la revolución estadounidense); o si la niña india americana Pocahontas no hubiera salvado al colono John Smith (Virginia habría fracasado, de modo que no habría habido ni revolución estadounidense ni guerra civil); o si la Confederación hubiera ganado la guerra (la “cortesía sureña”