Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola
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La historiografía ha caracterizado generalmente a la agricultura del siglo XIX como tradicional, sin mayores avances, y una fiel continuadora de la etapa colonial. Las causas de esta percepción se deben a múltiples orígenes: la fuerte huella dejada por algunos de los historiadores liberales decimonónicos, para los cuales no hubo prácticamente ruptura entre el Chile monárquico y el de los decenios republicanos; la mirada crítica de los viajeros europeos y norteamericanos plasmada en sus memorias; las observaciones de técnicos extranjeros avecindados en el país; las posiciones ideológicas de algunos sectores políticos, y, por último, la reproducción de esos conceptos en el sistema escolar, a través de la formación docente y de los textos de estudio, lo que contribuyó a formar en el imaginario colectivo un cuadro estático y retrasado de la agricultura.
Sin embargo, la profundización en la historia de la agricultura nacional permite observar que ella estuvo lejos de ser estática. Al contrario, se caracterizó por exhibir cambios y continuidades en la forma de explotación, en la propiedad y en los productos. En este proceso se conjugaron fuerzas globales con realidades locales, con ideas, trabajos y esfuerzos, todo matizado por la realidad geográfica, las disposiciones humanas y el azar histórico, lo que generó manifiestas variaciones territoriales, con diferencias muy profundas en su desenvolvimiento.
Diversas variables afectaron a la agricultura en su dinamismo. El proceso de la Independencia, con los daños que ocasionó en los campos y en la economía, fue, sin duda, extremadamente perjudicial para el agro. El auge minero en Arqueros y Chañarcillo, la reapertura del mercado del Perú y más tarde el surgimiento de los de California y Australia hicieron posible un crecimiento agrícola nunca antes visto que, si bien fue breve, dio un notable impulso a la economía chilena. La crisis mundial del decenio de 1870 tampoco pasó inadvertida y se sintió con fuerza en el país. La llegada de la ciencia al servicio de la agricultura, a través de nuevas técnicas de cultivo, modalidades de fertilización e inversiones en canales y embalses, marcó los nuevos derroteros por donde los agricultores enfrentaron los nuevos tiempos.
LA AGRICULTURA EN LOS VALLES TRANSVERSALES
CARACTERÍSTICAS DE LA PROPIEDAD
El dominio del espacio geográfico en los valles transversales durante el siglo XIX fue desigual y tiene su raíz en los siglos XVII y XVIII, caracterizándose independientemente cada una de estas depresiones morfológicas según sus dinámicas históricas y sus coyunturas socioeconómicas de producción. Uno de los factores que distinguió el tamaño de la propiedad y la naturaleza de esta fue, entre otros, la calidad de los terrenos agrícolas, ya que ella condicionaba la superficie y la producción1.
Las estancias, haciendas y fundos convivieron en los valles transversales, por su naturaleza y configuración geográfica, con la pequeña propiedad, constituida por fundos pequeños, chacras y quintas2. Desde Copiapó hasta Aconcagua, principio y término de la región de los valles transversales de norte a sur, la pequeña propiedad fue la más frecuente en las zonas bajas de los valles, desde la ribera del río hasta el comienzo de la pendiente o faldeo de los cerros, sin perjuicio de que en ellas también existieran propiedades medianas y grandes. En cambio, en las zonas altas, fluctuando de valle en valle, el tamaño de la propiedad generalmente tendía a aumentar, y también a modificarse la configuración propietaria, ya que existían tierras no solo privadas, sino también comunes. Las primeras estaban generalmente destinadas a labores agrícolas, mientras que las segundas, situadas en los sectores más elevados de los valles y ya en plena cordillera, eran utilizadas en forma colectiva por los propietarios, particularmente en el septentrión, de preferencia para la ganadería trashumante caprina y ovina, que después de invernar en los pastos de la costa subía a las veranadas en la época estival3.
El origen de la propiedad en los valles transversales se remonta al periodo indiano, con la concesión de mercedes de tierras, las que a través de los años se fueron modificando producto de múltiples factores, como herencias, compras, donaciones, permutas y adjudicaciones judiciales. Se ha subrayado que la extensión de la hacienda se mantuvo sin mayor variación en Chile durante el siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX, para comenzar entonces, por diversas razones, a fragmentarse4. Esto permitió que en valles como el de Copiapó convivieran en el transcurso del siglo XIX pequeñas y medianas propiedades a ambos lados de la ribera del río homónimo, existiendo en la parte baja algunos fundos de gran extensión. En cambio, en valles como el de Limarí, la pequeña propiedad fue la predominante, como se advierte en el examen de los registros del conservador de bienes raíces durante gran parte del siglo XIX, lo que reafirma la observación de Ignacio Domeyko cuando visitó el fundo Limarí, de mil 500 cuadras5. La hacienda Sotaquí, de Mariano Ariztía, ocupaba el lugar 99 en el listado de las mayores propiedades chilenas según el catastro de 1833, con una renta de tres mil 300 pesos6.
En el valle de Huasco, en Atacama, las propiedades se caracterizaron tempranamente por ser pequeñas. En su recorrido por el norte, Domeyko observó que ese valle, junto con ser de un verde profundo, al menos en su parte baja estaba dividido en varias haciendas7.
La estructura de la propiedad variaba de valle en valle. Por ejemplo, en el valle de Panquehue existían hacia 1858 tan solo tres haciendas, que ocupaban la totalidad de la angosta explanada: San Buenaventura, de Máximo Caldera Mascayano; San Roque, de Vicente Mardones Constanzo, y Lo Campo, de Juan José Pérez Cotapos de la Lastra8. Poco más tarde este cuadro se modificó con la división de esas tres haciendas en más de 20 propiedades9.
Siguiendo hacia el sur, en pleno corazón del valle de La Ligua, la propiedad muestra los signos de las continuidades y variaciones en su forma de dominio. Según Mellafe y Salinas, allí la gran propiedad predominó durante la primera mitad del siglo XIX, tal vez por obra de prácticas destinadas a mantener la integridad del predio. Así, la hacienda Jaururo pertenecía en 1853 a cinco herederos, cada uno de los cuales tenía el usufructo de su parte, con lo que se mantuvo la unidad del bien raíz. La hacienda El Blanquillo, en cambio, se subdividió en 27 inmuebles entre 1820 y 185310.
En los valles meridionales se observa con mayor claridad la progresiva extensión de la propiedad agraria que, como las anteriores, desde mediados del siglo XIX lentamente se empezó a fragmentar.
En la región de Aconcagua, cuyas tierras son regadas por el río homónimo y por el río Putaendo, las propiedades eran, en comparación con las del norte, mucho más extensas. Así, por ejemplo, la hacienda Longotoma, de los agustinos, y más tarde de Francisco Javier Ovalle, tenía una cabida de 12 mil 930 cuadras. Según el catastro de 1833, su renta de cinco mil pesos la situaba con el número 51 entre las mayores propiedades del país11. Un poco más al sur, la hacienda Catapilco, de Francisco Ramón Vicuña, contaba en la década de 1830 con 36 mil cuadras. Un tamaño similar exhibía la de Pullally, de José Miguel Irarrázaval12. Para el catastro, sin embargo, la primera tenía una renta de seis mil pesos, con lo que quedaba en el lugar 19 de las mayores propiedades rurales, en tanto que la segunda, con cinco mil, se situaba en el lugar 3513.
El minifundio estuvo marcado por la tensión producida por dos fuerzas divergentes: la tendencia a la subdivisión, por una parte, que al permitir solo una economía de subsistencia acentuaba la pobreza del propietario y de su familia y era un estímulo poderoso para el abandono de la tierra, y, por otra, la acumulación de tierras, mediante compras y arriendos, por parte de los campesinos dotados de mayor sentido empresarial14.