Caco al rescate. Eloísa Pérez Krumenacker
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Читать онлайн книгу Caco al rescate - Eloísa Pérez Krumenacker страница 2
–¡Espera... debo avisarle a Rosa! –argumentó indeciso.
–¡Volvemos al tiro! –respondió y continuó bajando los peldaños de dos en dos sin cansarse.
–Tu nana no se va a dar ni cuenta.
–¿Eres atleta o algo parecido? –suplicó Mateo tratando de seguir el paso del desconocido.
–¿Atleta yo?... jajaja.
–Es que estoy cansado –exclamó detenido entre el segundo y tercer piso. Exhausto y sudoroso susurró–: corres demasiado rápido… ¿Y por qué no bajamos por el ascensor?
–Ya falta poco –le animó el niño tironeando de su camiseta para ayudarle a continuar–. Lo que te voy a mostrar vale la pena... ¡Créeme no te vas a arrepentir!
–Ya voy, ya voy –respondió Mateo jadeando. ¿Qué misteriosa razón lo empujaba a correr escaleras abajo tras un desconocido? Si su mamá se enteraba estaría castigado un mes entero. Al llegar al primer piso se encontró de frente con el conserje que barría el hall de entrada.
–¡Hola René! –saludó fatigado, sin perder de vista al misterioso niño que se escabullía por la puerta del edificio.
–¿Y tu nana, no viene contigo? –preguntó René, ordenando su cabello y el cuello de la camisa.
–La Rosa está planchando y me dio permiso para bajar un ratito –se excusó con cortesía antes de continuar su carrera hasta el jardín.
–Dile a la señora Rosa… –agregó el conserje con una cómica mezcla de picardía y formalidad –que el viernes tengo el día libre.
–Está bien René, yo le digo –respondió Mateo aguantando la risa y salió. El jardín era amplio y frondoso con una serie de senderos que comunicaban las tres torres que conformaban el hermoso condominio. Protegiendo sus ojos del sol miró en todas direcciones buscando al desconocido.
–¡Por aquí! –gritó el niño antes de encaramarse entre las ramas de un enorme encino como si fuera un verdadero simio.
–Yo miro desde aquí –jadeó sofocado al llegar al pie del árbol–. No me dejan subir a los árboles.
–¡Debes subir! –agregó el niño llegando a su lado de un salto.
–¡Me van a castigar! –suplicó Mateo, mirando el enredoso entramado de ramas sobre su cabeza.
–Ven... yo te voy a ayudar –y le indicó una ruta de nudos que sobresalían del tronco formando una especie de sendero por donde comenzó a empujarlo–. ¡Estás... bien pesado! –gruñó el niño.
–Eso mismo dice mi nana –suspiró Mateo.
Entre empujones y tirones, finalmente consiguió subirlo hasta una gruesa rama ubicada a metro y medio del suelo.
–Shhh... no hagas ruido –susurró señalando un pequeño hueco abierto en el tronco del árbol– es un nido.
Temeroso de mirar hacia abajo, Mateo avanzó gateando entre las ásperas ramas hasta llegar al lugar indicado por el niño.
–¡Por ningún motivo debes tocarlos o la mamá los mata! –le alertó por medio de señas.
Tres diminutos gorriones que apenas salían del cascarón, los miraban piando aterrados. Olvidando el calor, el cansancio, los rasguños de sus piernas o el hecho de estar trepado sobre un árbol con un completo desconocido, Mateo aguantó la respiración maravillado. Ni siquiera en NatGeo había visto algo tan sorprendente. Un sonido a sus espaldas llamó su atención y volteó a ver, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo.
–¿Pensaste que podías volar como los gorriones? –preguntó el niño desde el árbol, estirando un brazo para ayudarle a levantarse.
–¿No viste a un hombre observándonos bajo el árbol? –preguntó Mateo poniéndose de pie adolorido.
–Yo no. ¿Y tú? –preguntó al bajar del árbol, sin prestar mayor atención a los rasguños en las piernas de Mateo–. ¡Me muero de sed! –dijo y se sacó el jockey para secar el sudor que corría por su frente–. ¡Vamos a pedirle al jardinero que nos moje con la manguera!
–¿Estás loco? –preguntó Mateo sorprendido y pensó en las cosas tan extrañas que se le ocurrían a ese niño–. Mejor subamos al departamento y le digo a la Rosa que nos prepare un jugo. Después podemos bajar a la piscina –aunque sus padres le tenían estrictamente prohibido conversar con extraños, aquel niño estaba un poco loco y carecía de buenos modales, pero parecía inofensivo. Seguro a Rosa le caería bien. ¡Vamos!
II
–¿Tus padres... viajan mucho? –sentado en una de las modernas banquetas de la reluciente cocina, el niño se deleitaba con un enorme vaso de bebida lleno hasta el tope, sin dejar de mirar con desconfianza la puerta del refrigerador por donde habían caído los cubos de hielo.
–Un poco –Mateo no pudo evitar el recuerdo del último viaje de sus padres a Europa. Había sido a principios de ese año y duró casi un mes y medio. Para variar él se quedó en Santiago con Rosa y su abuela Marta que no era mala persona, pero se la pasaba tejiendo horribles suéteres que su madre le obligaba a usar.
–¡Este día estaremos de regreso sin falta... te lo prometo! –sin querer recordó a su padre poniéndose el abrigo antes de salir rumbo al aeropuerto. A partir de ese momento, Mateo fue tarjando cada día, esperando llegar pronto a la fecha marcada con un enorme círculo rojo en el calendario de la cocina.
Durante su ausencia llamaron cada noche y regresaron cargados de los más increíbles regalos…Una semana exacta, después de la fecha señalada con rojo en el calendario.
–¿Vamos a dar una vuelta? –el misterioso niño se paseaba por la cocina como un condenado, marcando la goma de sus zapatillas por todo el cerámico blanco. Finalmente, se detuvo en seco como si hubiera tenido una idea brillante y enderezó su jockey– afuera dejé mis patines nuevos… ¿te los muestro y patinamos un poco?
–Me encantaría pero no puedo. Mañana tengo clases y la Rosa no me deja salir los días de semana.
Mateo era un niño reservado y algo tímido. Sus padres eran muy estrictos y salir solo del departamento o realizar cualquier tipo de actividad considerada riesgosa, estaba absolutamente prohibido. La única compañía con que contaba durante buena parte del día, era la de su nana que se la pasaba limpiando la casa y solo a veces, cuando le quedaba algo de tiempo libre, aceptaba acompañarlo a la plaza.
–¡Tu mamá es tan exigente! –rezongaba Rosa cuando le tocaba limpiar con un cepillo de dientes las ranuras del reluciente cerámico de la cocina.
En todo caso, a él tampoco le gustaba salir porque los otros niños apenas le saludaban y la única vez que lo invitaron a jugar fútbol en la plaza, lo dejaron durante todo el partido sentado en la banca. Mejor era quedarse en el departamento y ver televisión o jugar videojuegos. Sin embargo y por alguna extraña razón, aquel niño le hacía sentir en confianza como si le conociera de siempre.
–¿Sabes