Caco al rescate. Eloísa Pérez Krumenacker
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Читать онлайн книгу Caco al rescate - Eloísa Pérez Krumenacker страница 3
–¿Salimos entonces? –insistió el desconocido asomando su cabeza para chequear el hall de acceso. Parándose muy tieso se llevó la mano a la frente en un gesto típicamente militar y agregó: –¡Sin moros en la costa mi capitán!
–Igual no puedo salir… –murmuró decepcionado, paseándose por la cocina con las manos en sus bolsillos–. Ayer pasó algo y estoy esperando que llegué mi mamá.
–¿Qué pasó? –aunque apenas se conocían, la repentina seriedad de Mateo le intrigó sobremanera.
–La verdad... no estoy seguro, pero yo creo que anoche mi papá tuvo un ataque.
–¿Ataque de qué? –el niño abrió los ojos como si hubiera visto al mismísimo diablo.
–En realidad… ¡No sé! Yo creo que de corazón. ¿De qué más podría ser? –aseveró Mateo con autoridad y una pizca de desdén.
–No sé –se disculpó sobando su cabeza para aclarar las ideas–. Podría ser... de hambre… de sueño o de hipo. A mi perro le dio un ataque de hipo el año pasado y después de dos días se murió. Mi mamá dijo que se había comido un ratón entero y era tan grande que se atragantó.
–¡Mi papá no se va a morir! –gritó Mateo con sus ojitos anegados por las lágrimas. Con disimulo secó su rostro con la manga del pollerón, inspiró profundamente y agregó más calmado –la ambulancia se lo llevó al hospital para hacerle unos exámenes. Mi mamá dijo que no debo preocuparme.
–Si tu mamá lo dice es verdad. Las madres no mienten, lo tienen prohibido –dijo cerrando sus ojos y levantando la mano derecha mientras ponía la otra sobre su pecho jurando teatralmente.
–¡Eres un tonto! –lo reprendió entristecido–. Los padres siempre mienten... Dicen que los hijos somos lo más importante, pero se la pasan trabajando… Dicen que solo quieren llegar a la casa pero en cuanto llegan, se cambian de ropa y vuelven a salir. Dicen que nos quieren pero viajan lejos y nunca llevan a sus hijos –con la voz entrecortada y un nudo que apretaba su garganta agregó: –¡Todos los padres mienten!
–A lo mejor… mienten a veces –meditó el niño tratando de aclarar la cuestión–. Pero igual nos quieren, somos sus hijos y salimos de adentro de ellos mismos, o sea, de ellas. Los hijos somos… –continuó lleno de inspiración, emocionado por la poesía de sus propias palabras hasta que el puntero del reloj que marcaba las siete en punto le trajo de golpe a la realidad–. ¡Mi mamá me va a matar… me tengo que ir!
III
–¡Espera un poco, no te vayas! –gritó Mateo, alcanzando a su extraño visitante fuera del departamento y le propuso entusiasmado–, le puedo pedir a la Rosa que nos prepare pollo asado con papitas fritas.
–Mi mamá me castiga cuando llego tarde y no aviso… –dijo colgando los relucientes patines sobre su hombro–. Mañana vengo y salimos a patinar… –apurado, abrió la puerta del ascensor y subió.
–¡No sé patinar... nunca lo he hecho! –replicó Mateo avergonzado.
–No importa. Yo te enseño –dijo asomando su sonrisa de enormes paletas blancas por entre las puertas que comenzaban a cerrarse y desapareció.
Con una extraña sensación, mezcla de sorpresa y contento, Mateo cerró la puerta del departamento y se encaminó a la cocina.
–¿Tienes lista la comida? –mecánicamente abrió la puerta del refrigerador para mirar dentro.
–Te sirvo al tiro, porque no quiero que empieces a picotear como un ratoncito.
Rosa le bloqueó el paso y pellizcó las regordetas mejillas del niño.
–Tu madre dice que soy la culpable de tu sobrepeso y no quiero más retos. A propósito… ¿quién era ese niño? Nunca antes lo vi por aquí, aunque su cara… –dijo como pensando–, me parece conocida de algún lado.
–A mí también me ocurrió lo mismo –titubeó Mateo intentando recordar, pero se sentía tan entusiasmado que pronto lo olvidó–. Es nuevo en el barrio.
–¿Y cómo se llama?
–No sé, olvidé preguntarle –reflexionó preocupado.
–Y si no lo conocías de antes… ¿Por qué vino a tocar el timbre del departamento? ¿Quién lo dejó subir? –insistió Rosa con cara de detective privado, terminando de picar la lechuga.
–No había pensado en eso, en verdad es raro –respondió intrigado rascándose la cabeza en actitud de concentración–. Cuando lo vuelva a ver le preguntaré.
–Pobre niño… tan mal vestido. Parecía sacado de una revista de caricaturas –murmuró Rosa entre dientes.
–¿Qué dijiste Rosa? –con disimulo sacó un par de aceitunas y se las echó a la boca.
–Nada mi niño –suspiró dándole unas palmaditas cariñosas para salir del paso–. Vaya a lavarse las manos mientras le sirvo su comida.
Después de comer y mientras Rosa veía la teleserie y planchaba, Mateo se sentó con las piernas cruzadas sobre la mullida alfombra de pelo largo.
–¡Ya Rosa… pregúntame las tablas! Me toca aprender la del doce –agregó entregándole el cuaderno dispuesto a cumplir con la petición de su madre, de repasar las tablas cada día.
–La del doce la sé de memoria –rezongó Rosa rechazando el cuaderno y comenzó a repetir como un loro–, doce por uno doce, doce por dos…
–¡Ya pues Rosa debes preguntarme a mí!
–Está bien –resopló decepcionada. Con algo de malicia comenzó el interrogatorio–, ¿doce por cinco?
–¡Así no vale! –farfulló Mateo impaciente–, debes preguntar en orden.
–¡Está bien! –sonrió resignada–, partamos de nuevo. Doce por cero…
La campanilla del teléfono los distrajo y Rosa desenchufó la plancha para ir a la cocina a responder.
–Debe ser tu madre –murmuró preocupada–. Vuelvo enseguida y seguimos estudiando.
–¡Yo contesto... quiero hablar con mi papá! –se puso de pie como un resorte y corrió a toda velocidad para llegar al teléfono antes que Rosa–. ¡Aló! –respondió con voz de hombre grande–, ¿eres tú… mamá?
Rosa observó cómo cambiaba su carita a medida que transcurría la conversación y sintió que el corazón se le encogía dentro del pecho.
–¿Qué te dijo? –preguntó con delicadeza cuando el niño cortó.
–Se va a quedar con mi papá en la clínica –respondió con la rabia atorada en la garganta y sus ojitos llenos de lágrimas–. No me dejó hablar con él…dijo que está cansado. Seguro es mentira, ella siempre me miente –soltó