El Protocolo. Robert Villesdin
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—¿Y en segundo lugar? —inquirió ésta, intentando retomar el mando de la conversación.
—Es una magnífica fórmula para evitar que vuestros hijos se peleen por la herencia; si falleciera uno de vosotros, el otro seguiría controlando la fundación sin que nadie se enterara del cambio de titular.
—¿Y una vez muertos los dos? —se interesó la esposa, siempre tan práctica.
—Entonces mi despacho o yo mismo se pondría en contacto con vuestros hijos y les diría lo que les corresponde siguiendo vuestras instrucciones.
—¿Y si ellos no están de acuerdo? —insistió procelosamente.
—¡Que vayan a los tribunales, si se atreven! En vuestras últimas voluntades pondremos una cláusula que establecerá que el que reclame se queda sin nada.
—¿Esto se ajusta a la legalidad? —preguntó Modesto, viendo que a Susy le costaba seguir la conversación y que Sam ya había desconectado hacía bastante rato.
—Seguramente, un juez no la admitiría —continuó Barry, un poco incómodo con la cuestión. ¡Pero que lo intenten si se atreven! El riesgo de quedarse sin nada sería demasiado elevado en el caso de que alguno reclamase.
—¿Y cuánto nos va a costar este tinglado? —casi gritó Sam, como si despertara sobresaltado de una larga hibernación.
—Esto lo hablaremos mañana en mi despacho —sentenció Barry, al que le parecía de extremo mal gusto hablar de dinero en una cena de amigos.
En este momento apareció la entrada en años, aunque siempre elegante y aristocrática, señora Real, quien saludó efusivamente a los presentes en su papel de representante del tan alardeado arte de la propiedad.
—Buenas noches, Barry; me alegro de verte después de tantos días desaparecido. ¿Has estado de viaje?
—¡Mi queridísima señora Real! ¡Qué placer volver a verte! Sí, he estado de viaje varias semanas. Ya sabes, mis obligaciones para con el príncipe me tienen muy ocupado.
El príncipe es el soberano del país y goza de gran influencia política, teniendo incluso derecho a vetar las leyes aprobadas por el Parlamento, lo cual es una muestra más de los restos arcaicos de una monarquía que gobierna un país en el que las mujeres no tuvieron derecho de voto hasta hace poco más de treinta años.
—¿Te acuerdas de mis amigos Sam y Susy?
—Claro, ¿cómo no iba a acordarme de estos amigos tuyos tan encantadores? —dijo mientras se adelantaba para dar tres besos a cada uno de ambos huéspedes. Y este otro señor tan apuesto... ¿Le conozco?
—No, es Modesto, el abogado de nuestros huéspedes. Modesto, tengo el placer de presentarte a una de las principales instituciones de nuestro país: la señora Real.
—Señora Real, para mí es un placer poder gozar de su hospitalidad —contestó educadamente el aludido..
—También lo es para nosotros y, además, constituye uno de los principales motivos por los que nos place tanto visitar a menudo su maravilloso país —cumplimentó hipócritamente Susy, a la que le encantaban las relaciones protocolarias.
—Espero que estéis muy a gusto; estoy a vuestra disposición para todo lo que preciséis— añadió la señora Real, mientras se marchaba a adular a otros clientes habituales en la mesa de al lado.
El juego
Modesto se había tomado un día de asueto para relajarse y ordenar los papeles que tenía en casa cuando, inoportunamente, sonó el contestador automático de su teléfono privado.
—¿Modesto? ¿Estás ahí? He llamado a tu despacho y me han dicho que no aparecerías en todo el día, así que he imaginado que debías estar holgazaneando por tu casa. ¡Espero no haber interrumpido ninguna actividad lúbrica y haberte causado un daño psicológico irreparable!
Finalmente, viendo que no se callaba y que la cosa iba a más, el abogado se decidió a descolgar el maldito teléfono siendo consciente de que, lo más probable, era que no le trajera nada bueno.
—Dime, GR.
—¡Sabía que al final te pondrías! ¡La curiosidad pierde a los solteros promiscuos!
«Y la pesadez de los impertinentes también», barruntó el receptor de la llamada, aunque no se atrevió a manifestarlo.
—¿Qué puedo hacer por ti? —dijo con cierta impostura en la voz.
—Me tienes que hacer un gran favor; estoy en Londres para renegociar un crédito con un banco y, de paso, ver cómo juega nuestro equipo, y me gustaría que vinieras.
—Uf... Perdona, es que tengo otros compromisos; podrías haberme avisado antes.
—No hay excusas. ¡Te necesito! Además, te tengo preparada una sorpresa que te gustará.
—Vaya, lo que faltaba —pensó un importunado Modesto.
—Te he reservado un vuelo en primera clase para mañana por la mañana; Muriel te hará llegar los billetes.
—¿Tengo alternativa?
—No, no la tienes; te adelanto que no te arrepentirás.
Al día siguiente no le quedó más remedio que levantarse temprano y tomar un avión con destino Londres. Al salir del aeropuerto de Heathrow se encontró con un chófer con librea y sombrero de plato que le esperaba sosteniendo un letrero de identificación con su nombre y que, después de cogerle la maleta, le acompañó a la puerta de salida, donde les esperaba una espectacular limusina Bentley. Cuando Modesto y el conductor se aproximaban a la lujosa carroza, se abrió la puerta y salió de su interior una increíble belleza morena, delgada, ni demasiado alta ni demasiado baja, en perfecto equilibrio entre juventud y madurez; en fin, el estereotipo de mujer que a Modesto le encantaba y que hubiera creado si hubiese tenido la oportunidad de ser el protagonista principal del libro del Génesis del Antiguo Testamento. Vestía un elegante traje chaqueta de negocios —con falda y corbata— y el cabello corto a lo garçon. Inmediatamente, luciendo una sonrisa hipnótica, se presentó y, después de darle la bienvenida de parte de GR, le explicó que sería su acompañante durante su estancia en la ciudad. Con una pícara sonrisa, remarcó que estaba a su disposición «para-cualquier-cosa» que precisara.
Abrió la puerta trasera del coche y entró inmediatamente después de su eventual patrono, sentándose frente a él en un asiento reclinable mientras comunicaba al chófer —Madison— que podía ponerse en marcha.
—¿Deseas tomar alguna cosa? —ofreció obsequiosamente—. Hay whisky, gin-tonic, caruso —la bebida preferida de GR, ,y también champán francés muy frío.
—Por la hora que es, creo que una copa de champán francés sería lo más adecuado.
—Excelente. ¿Me permites que te acompañe?
—¡Faltaría más! ¿Cómo te llamas?
—Marie, y, aunque hace muchos años que vivo en Londres, soy francesa.
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