El Protocolo. Robert Villesdin
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—Posiblemente —añadió con prudencia—, deberías demostrarle que eres capaz de ganar dinero de forma recurrente.
—Pero ¡si ya le estoy haciendo ganar una fortuna!
—Hasta la fecha, que yo sepa, has comprado y construido mucho, pero no has vendido casi nada. El beneficio no se consolida hasta el momento de la venta, y si me apuras, del cobro de lo vendido.
—¡No es cierto! La mayoría de las cosas que he comprado me las quitarían de las manos por más del doble del precio que pagamos en su momento.
—Seguramente, pero es un beneficio que todavía no se ha realizado.
—¿Me apoyarás?
—Veremos cómo lo presentas al Consejo; también dependerá de la actitud que adopten tu padre, G.R. y los demás consejeros cuando tratemos el tema. Ya sabes que no están muy por la labor. Interrumpieron brevemente la conversación mientras Alfredo les preparaba a mano su famoso steak tartar, partiendo de un magnífico y rosado filete y mezclando los ingredientes con excelsa profesionalidad.
—¿Lo queréis muy picante? —preguntó el maître.
—Sí, bastante... pero sin que te pases —coincidieron ambos.
Esperaron a reanudar el diálogo a que el chismoso de Alfredo acabara con la mezcla, producto que consiguió después de varias pausas para afinar la vianda al gusto de los clientes.
—Esta es la segunda cosa que quería comentarte. ¡Estoy harto de GR y sus actitudes obstruccionistas! Solo intenta fastidiarme e impedir que triunfe por mis propios medios, limitándose a decir machaconamente que él no cree ni en mí ni en el negocio inmobiliario y que ya veremos lo que pasará cuando acabe la bonanza en el sector.
—Quizás tenga algo de razón —. El asesor buscó provocarle.
—También dice que soy demasiado joven y que no sé lo que es una crisis, pero no se da cuenta que esto es cosa del pasado; llevamos quince años de crecimiento del sector y esto todavía continuará muchos años.
—Algunos economistas opinan que no está tan claro.
—Cómo no va a estar claro si cada día tengo frente a mi despacho una cola de directores de banco que quieren financiar al cien por cien mis inversiones a unos tipos de interés ridículamente bajos.
—Esto es cierto, pero no sabemos cuánto durará.
—Bien, volvamos a GR. ¿Sabes que desde que está más involucrado en el negocio de papá, los números no salen tan fácilmente?
—Sí; parece que el mercado de los productos reciclados no marcha muy bien: demasiada competencia.
—¡O incompetencia! ¡Este sabelotodo conseguirá hundirnos! ¡Y «nosotros» no queremos hundirnos con él!
Alfredo volvió a comparecer con la intención aparente de interesarse sobre el grado de satisfacción de sus invitados, pero en realidad, lo hacía atraído por el intentar averiguar que estaban tramando. Estos le ahuyentaron haciendo uso de su total indiferencia y prosiguieron con la conversación.
—Te adelanto que voy a convencer a mi padre para que ponga el negocio inmobiliario a mi nombre —continuó Ton, como si lo que había comentado hasta el momento no fuera suficiente.
—¿Lo dices en serio? —cuestionó Modesto, mientras se le atragantaba el trinchado de ternera.
—¡Absolutamente! Sería profundamente injusto que el producto de mi esfuerzo vaya a aprovechar a mis hermanos. ¡Y mucho menos a GR.!
—Ya, pero el dinero invertido es de tu padre, forma parte del patrimonio familiar.
—¿Acaso yo no soy parte de la familia? Y esto nos lleva al otro tema que quería hablar contigo. Nos hemos enterado —mis hermanos y yo— de que papá ha nombrado heredera universal a nuestra madre.
—No puedo hablar sobre este tema. Secreto profesional.
—Bueno, me da igual que lo confirmes o que lo niegues; lo sé de buena fuente: papá tuvo la desfachatez de decírnoslo personalmente.
—¿Y?
—¡Que es una barbaridad! ¡Nos ha desheredado! —exclamó al tiempo que su cara se transformaba en una desagradable y horrorosa mueca de incredulidad.
En este momento, Modesto se percató de la razón de una comida tan cara, y se asustó pensando en la cantidad de dinero que la empresa había confiado a un sujeto que estaba profundamente desequilibrado por los atávicos rencores hacia su hermano y, por culpa de este, hacia el resto de la humanidad.
Esta reflexión le llevó a rememorar lo que le había contado Anabel, su primera novia, psicóloga y madre de su hija Paula, sobre la Teoría del Orden de Nacimiento, según la cual el primogénito hereda el conservadurismo, el respeto a las expectativas, los valores paternos y el perfeccionismo, mientras en el otro extremo, el benjamín se caracteriza por la bohemia y el riesgo, es divertido, encantador y probablemente más débil que el resto de hermanos. El hermano intermedio, también denominado «el niño sándwich», está en terreno de nadie, por lo que tarda en decidir lo que hace con su vida y desarrolla más relaciones con iguales que jerárquicas. Esta teoría casaba perfectamente con los hijos de Sam, con un hijo mayor dominante, responsable y seguro de sí mismo, un segundo inseguro y acomplejado y una tercera consentida, juguetona y despreocupada.
Pero Ton, además de ser el mediano, lo que según la mencionada teoría se considera la peor ubicación posible en el orden de relación fraternal, había pasado toda su infancia sometido al maltrato psicológico de GR, motivado por su necesidad de poder y control, mediante bromas pesadas, ridiculizaciones, insultos, amenazas y amedrentamientos con la intención de infringirle daños y sojuzgarle. Ton, después de haber fallado en todos sus intentos de hacer frente a las agresiones de su hermano dejó de resistirse, en lo que la fecunda psicóloga denominaba como «indefensión aprendida», comportamiento que produjo en Ton una constante y creciente acumulación de resentimiento hacia su hermano.
Como resultado de todo ello, Ton tenía una enorme necesidad de sobresalir y demostrar que podía llegar a ser alguien eminente por sí mismo, sin importarle los medios necesarios para alcanzar tal objetivo.
—Bien, suponiendo que fuera cierto; tu padre tiene derecho a hacer lo que le dé la gana con su patrimonio.
—¡Eso sí que no! Somos sus hijos, estamos comprometidos en los negocios familiares y...
—¿Y qué?
—¡Coño! ¡Que no podemos esperar a que tengamos setenta años para ser ricos!
—Tampoco vivís tan mal.
—¡Joder que no! ¿Tú crees que es lógico que a mi edad cada vez que cambio de deportivo tenga que pedirle permiso a papá y, lo que es más grave, oír a mi madre opinar sobre su color?
—Evitarías estos problemas si te lo compraras con tu dinero.