El Protocolo. Robert Villesdin
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Cuando entró con los zumos en la habitación se la encontró medio despierta, con el pelo revuelto y acodada en la almohada. Tenía un aspecto menos sofisticado que en la cena de la noche anterior, pero mucho más salvaje y, en cierto modo, perturbador.
El aire viciado de la habitación no ayudaba precisamente a tener pensamientos fraternales.
—¿Sabes que roncas? —le soltó ella como saludo.
—Entre otras virtudes —contestó Modesto, sin saber muy bien por qué; —privilegios de soltero.
—No, si a mí no me molesta, peores eran los ruidos de la calle donde vivía en Nueva York.
—Bueno, me gustaría saber cómo has caído dentro de mi cama.
—Ya te conté; me sentía muy sola y, además, algo borracha.
Entonces Modesto recordó la escena con que se encontró la noche anterior al llegar a su casa: Lucy estaba tomándose un gin-tonic sentada en la taza del váter, con las bragas por los tobillos y llorando a moco tendido. En conjunto, un patético espectáculo pero que, para su etílica vergüenza, le excitó.
—¿Qué haces aquí? ¿Te ha ocurrido algo?
Lucy se puso a llorar todavía con más intensidad, mientras el gin-tonic le caía chorreando por la parte interior del muslo de una de sus bien torneadas piernas.
—No lo sé. ¡Me encontraba muy sola!
—¿Quieres que te acompañe a casa?
—No, no me gustaría que nadie me viera en estas condiciones
—respondió entre sollozos.
—¿Entonces?
—¿Dejarás que me quede a dormir aquí esta noche? —imploró ella desesperada.
—Preferiría que no. ¿Qué pensará tu familia si se entera?
—Total, les importo un bledo; nunca se han preocupado de mí.
¿Puedo dormir en tu habitación de invitados? No te ocasionaré ninguna molestia.
—Bien; te dejaré un pijama mío. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Sí, por favor. ¿Podrías darme un beso de buenas noches y un abrazo? Los necesito para dormir.
Modesto procedió a satisfacerla y se fue a descansar a su habitación. Cuando empezaba a adormilarse, oyó que se abría la puerta y entraba Lucy, deslizándose subrepticiamente dentro de su cama mientras le decía sosegadamente «no te preocupes por mí, solamente necesito algo de compañía», lo que provocó que el propietario de la cama no pudiese casi dormir en toda la noche.
—Ha llamado tu hermano.
—¿GR?
—¡Quién iba a ser!
—No le habrás dicho que estaba aquí contigo.
—Oye, ¿a qué juegas? ¿Te ha enviado él?
—¿Insinúas que soy una puta?
—Yo no he dicho eso; ni tú has contestado a mi pregunta.
—¡Es evidente que no! De todas formas, si quieres te hago un servicio y así te quedas más tranquilo —balbució mientras arrancaba, otra vez, a gimotear.
Modesto se volvió a tender en la cama y Lucy, inesperadamente, se arrebujó contra su cuerpo sin decir ni una palabra más.
A la mañana siguiente, Modesto se levantó, se duchó y mientras estaba afeitándose apareció ella, con el pijama arrugado, todavía más despeinada, con más ojeras y, si ello fuera posible, más arrebatadoramente excitante. Sin decir palabra se sentó en el inodoro e hizo pis con total despreocupación, mientras arrancaba lo que, inicialmente, pareció una conversación intrascendente.
—¿Conseguiste dormir algo?
—Muy poco.
—Lo siento; ha sido culpa mía.
—No te preocupes, no ha sido tan horrible.
—Pensarás que soy una tonta.
—No es eso.
—¡Lo de hacerte un servicio iba en serio!
Vaya... ¡Lo que me faltaba!, pensó Modesto, debatiéndose entre el deseo y la inoportunidad de aprovecharse sexualmente de las horas bajas de la hija de su principal cliente. Si no fuera por la confianza que sus padres tenían depositada en él, probablemente se hubiera lanzado sin decoro a seguir las proposiciones de su involuntaria invitada.
—Además, todavía está en vigor.
—Lucy... dúchate y vete a casa. Ya hablaremos de esto en otro momento.
—Me marcho, aunque... no sabes lo que te pierdes; tengo habilidades que te sorprenderían.
—Vete, por favor.
—Solo si seguimos siendo amigos.
—Vale, pero debes irte a tu casa.
El testamento
Transcurridos unos días desde la insólita noche con Lucy, Ton invitó a Modesto a almorzar en el restaurante Cinegéticus, un local en el centro de la ciudad con decoración íntima, clásica y bastante trasnochada; camareros con pajarita que ya no se acordaban del tiempo transcurrido desde que habían alcanzado la edad legal de jubilación y un maître muy amable y cotilla; pero donde se come el mejor steak tartar de la ciudad y, posiblemente, el único local donde es posible degustar las preciadas becadas, en temporada.
—Hola, muchachos —les saludó Alfredo—. ¿Cómo está tu padre? —dirigiéndose a Ton—. Hace días que no le veo... y me preocupa.
—Muy bien. Ya sabes lo atareado que está siempre; además, ahora dedica mucho tiempo a sus nietos.
—¡Bah! ¡Todos son iguales! En cuanto tienen nietos se olvidan de sus amigos. Yo creo que quieren expiar la culpa de la falta de dedicación a sus hijos cuando estos eran menores.
—¡Ya te llegará el momento!; y vas a volverte igual de tontaina.
—¿Sabes que les pago una prima a mis hijos por cada año que retrasan tan fatídica circunstancia? Para comer lo de siempre ¡Dejadlo en mis manos!
Mientras el maître estaba organizando el menú en la cocina, los dos comensales empezaron a hablar.
—Bien, Ton; si me has invitado a comer a un restaurante tan caro, de inicio saco dos conclusiones: la primera, que tu padre no lo sabe o bien, cosa excepcional, que pagarás tú la factura; la segunda es consecuencia de la primera: tienes algo importante que decirme.
—¡Tú