El Protocolo. Robert Villesdin
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Rendido ante lo inevitable, Modesto intentó aplacar el potencial desastre sugiriendo que, teniendo en cuenta que las inversiones inmobiliarias acostumbran a ser de elevado importe, cualquier decisión relativa a compras o endeudamiento debería ser previamente aprobada por el Consejo. Su propuesta fue aceptada por unanimidad, aunque con visible enfado por parte de Ton, y así se hizo constar en el libro de actas.
En opinión de GR, tal y como estaba el efervescente mercado inmobiliario, en el que él no creía, cualquiera podía ganar dinero, «incluso trabajando dos horas al día, que es lo que hará mi hermano», y hacía falta ser muy tonto para no conseguirlo. Para él, la verdadera prueba estaba en seguir ganando dinero cuando el mercado estuviera a la baja.
Para mayor gloria de Ton, la explosión de buenas adquisiciones en el área inmobiliaria coincidió con un periodo en el que el equipo de fútbol que gestionaba GR iba de mal en peor, con lo que el contraste entre el hermano «bueno-pero-desaprovechado» y el «malo-que-no-da-oportunidades-a-los-demás» se puso, en opinión de Ton y de la mayoría de la familia, en evidencia.
Esta situación, unida al hecho de que tanto Ton como su hermana Lucy estaban hartos de que GR condujera el negocio como si fuera suyo y que se inmiscuyera en todas las decisiones familiares e incluso personales, propició un cambio en los equilibrios de poder dentro de la familia y que la autoridad del primogénito se viera menoscabada en favor de los hermanos rebeldes capitaneados por Ton como nueva estrella emergente.
Por otra parte, este se desvivía —tenía tiempo y recursos para ello— en mimar a su hermana y satisfacer sus necesidades con cargo a su área de negocio, es decir, con cargo al patrimonio de su padre. Estas atenciones realizadas con premeditación y alevosía le estaban convirtiendo, poco a poco, en un referente familiar y minando el liderazgo de su hermano, ejercido siempre con el descarnado despotismo del que se cree infinitamente superior a los de su especie.
La sombra
Susy, la esposa de Sam, procedía también de una familia humilde que había vivido en uno de los barrios más desfavorecidos de la ciudad. De hecho, conoció a Sam cuando éste iniciaba su negocio de reciclado de metales yendo con una furgoneta a buscar los residuos de los talleres y fábricas del extrarradio. Cuando el ayudante de Sam se ponía enfermo era la propia Susy quien lo sustituía, auxiliándole a cargar y descargar los materiales de desecho.
Posteriormente, cuando la empresa se hubo desarrollado y ya contaba con varios empleados, Susy pasó a hacerse cargo de las tareas administrativas, así como del cobro a clientes. ¡Aquellos sí que fueron buenos tiempos! El negocio siguió creciendo, lo que permitió a Susy dejar de trabajar y poder encargarse de sus tres hijos sin que ello supusiera renunciar a su participación en las principales decisiones empresariales, puesto que Sam no tomaba ninguna que fuera importante sin consultarle.
Podría decirse que Susy era, debido tanto a su infalible intuición como a su gran sentido común, imprescindible para cuidar de la familia e insustituible para la buena marcha del negocio. Solamente había una cosa que la atormentaba y era si ella y su marido habían sido capaces de educar a sus hijos en la cultura del esfuerzo y de la constancia en el trabajo diario. Las privaciones y casi miseria con que habían crecido tanto ella como Sam les habían obligado a trabajar muy duro y temían que sus hijos no tuvieran su misma actitud, sino que se dedicaran a la buena vida y a esperar a ver lo que les caía de sus padres.
De hecho, únicamente GR había decidido estudiar, aunque no llegó a terminar ninguna carrera en concreto. Los restantes hijos se habían autocalificado como incapaces para el estudio y se habían dedicado a revolotear alrededor de su padre y de sus empresas. Ton siempre había considerado que tenía un don natural para hacer negocios y que las escuelas y las universidades solamente podían servir para adulterarlo. Su hija, Lucy, estuvo durante varios años internada en un colegio suizo donde aprendió principalmente francés, a tocar el piano y a cómo comportarse en sociedad, sin que al final llegara a destacar en ninguna de las tres materias.
El sufrimiento inicial sobre la educación de sus hijos había, con el transcurso de los años, dado paso a una sacrificada resignación, convencidos como estaban de que ya era demasiado tarde para cambiar las cosas. A veces, cuando estaban solos, comentaba con desánimo este tema con su marido.
—Sam, ¿cómo es posible que hayamos educado tan mal a nuestros hijos?
A lo que él contestaba invariablemente:
—No, Susy. No es que los hayamos criado mal, ¡es la consecuencia de tener unos padres ricos!
—¡Dichoso dinero! ¡Cómo me gustaría poder volver a empezar desde cero!
—Es cierto; el dinero trae muchas complicaciones, envidias, estado de permanentemente vigilia para que no decrezca y, sobre todo, estar muy atento a que no te lo confisquen los de Hacienda.
—¿Recuerdas lo felices y despreocupados que vivíamos cuando no teníamos dinero ni para pagar el recibo de la luz?
—Sí, Susy. ¡Eran otros tiempos!
Estos razonamientos constituyeron uno de los elementos decisivos para votar a favor de la creación, dentro del Family Office, de la división inmobiliaria que reportaría una ocupación a Ton y podría abrir nuevas oportunidades de distracción y actividad a su hija Lucy, a la cual Sam no quería ver por la empresa de reciclaje bajo el pretexto de que una chatarrería no era el mejor lugar para una señorita educada en Suiza.
No obstante, esta decisión creaba a Sam cierto desasosiego, ya que se trataba de una actividad desconocida para él y para la familia y requería la inversión de mucho dinero. El hecho de que Ton hubiera sido designado responsable de la misma no aminoraba, precisamente, sus inquietudes.
El divorcio
En cuanto a Lucy, después del reciente abandono por parte de su marido, necesitaba «hacer-alguna-cosa» para no aburrirse y, de paso, mantener a su hijo, por lo que pidió a Sam que le pusiera una tienda especializada en el cuidado y la alimentación de animales de compañía. La tienda, situada en la mejor esquina de la ciudad, seguía, después de un año y en opinión de su propietaria, funcionando muy bien. Cuando le preguntaban si un negocio de este tipo podría ser rentable teniendo en cuenta el alto coste del alquiler y los gastos mensuales, Lucy contestaba con convicción que eso era algo que no le preocupaba porqué creía que era su padre quién pagaba todas las facturas. Por otro lado, y sin que su hija se enterara, Sam se jactaba de que la niña le salía mucho más barata si estaba ocupada en el negocio peinando canes y otros bichos, que si corría descontrolada por todas las tiendas de la ciudad y pistas de esquí de los Alpes utilizando con desenfreno su tarjeta de crédito. Era una chica delgada, de mediana estatura, de facciones agradables sin ser una belleza, y, sobre todo, interesante. Daba la impresión de que, debajo de aquella fachada superficial, escondía cierto misticismo. Todo en ella emanaba una secreta e indescifrable sensualidad de forma que, sin ella proponérselo, todas las reuniones y comidas, no importa que fueran con amigos, clientes o simplemente conocidos, acababan siempre tratando temas relacionados con ese hecho, cosa que a ella no le desagradaba en absoluto.
Tenía un carácter alegre y extrovertido que resultaba encantador para todos aquellos que la trataban superficialmente. En cuanto a los restantes, evitaban toparse con ella, puesto que, en cuestión de segundos, era capaz de complicarle extraordinariamente la vida a cualquiera; muchas veces con preguntas o peticiones en apariencia tontas pero que para el receptor le suponían un trabajo engorroso y mortificante, aún más cuando el importunado pensaba