Conjunto Vacío. Verónica Gerber Bicecci
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Volviste, dijo mi Hermano(H).
No fue necesario contarle nada. La derrota es muda.
RANGMEBOO
¿Cómo fue que llegamos aquí, a este punto? Todo se remonta a dos días antes de mi cumpleaños número quince. Invierno de 1995. Entonces Yo(Y) tengo todavía catorce años y mi Hermano(H) diecisiete, a punto de cumplir dieciocho. Era temprano en la mañana, estábamos saliendo a la escuela y Mamá(M) dijo que no. Dijo que era mejor quedarse en casa. Dijo que no prendiéramos la tele, que no prendiéramos nada. Dijo que había que guardar silencio.
Nunca cumplí los quince, y eso que ya habíamos encargado un pastel de chocolate amargo para una fiesta que nunca se hizo. Su interminable ausencia –la de Mamá(M)– se llevó todos nuestros cumpleaños, enredó el paso del tiempo.
No hay causa reconocible, sólo efectos. Corrijo: sólo una frontera en el espacio-tiempo, flujos turbulentos, entrecortados. Entre cortados.
Sólo una serie de pistas dispersas, sin sentido. Un conjunto que se va vaciando poco a poco. Fragmentos desordenados. Corrijo: añicos.
Repito: invierno de 1995.
Mamá(M) empieza a hablar de los árboles del parque. Dice que en las cortezas se ven rostros. Que todos esos rostros miran hacia la casa. Que todos esos rostros nos miran.
Nos ordena dejar de regar las plantas.
Si algo llegara a pasarme, dice.
¿Pasarte qué?, mi Hermano(H) y Yo(Y) respondemos en coro.
...
Después ya no logramos entender qué dice.
¿O es que no nos oye?
¿Qué dices Mamá(M)?
Así es como empieza a difuminarse.
Y al final ya no podíamos verla.
8 de agosto de 1976
Marisa:
He decidido cambiarte el nombre. En mis diarios te llamas Lina.
Nunca le he escrito a nadie las palabras que te he escrito a ti. Todas ellas designan cosas inasequibles, menos la referencia a tus zapatos verdes –que a lo mejor ni es cierta–, aunque el pisotón no lo olvido.
Si esto fuera sólo un juego de palabras, lo seguiría jugando hasta el final.
Te ama (había escrito “te amo” pero le agregué la colita a la a, en fin),
S.
Actuábamos como si todo fuera normal, pero al departamento, a casa, no entraba nadie.
Lo bautizamos como el búnker.
Una cápsula de tiempo donde todo permanece en perpetuo abandono.
Un sistema perfectamente cerrado que Mamá(M) construyó antes de desdibujarse, y que había logrado producir algún tipo de singularidad.
Mi Hermano(H) empezó la universidad poco después y Yo(Y) entré a la preparatoria. Papá tardó muchos años en darse cuenta de que Mamá(M) no estaba. A veces no estoy completamente segura de si se enteró, ellos no se dirigían la palabra desde el divorcio (o tal vez él es mucho mejor que nosotros actuando como si no pasara nada). Papá es un hombre metódico y difícilmente percibe algo ajeno a su rutina. Nos llamaba por teléfono una vez a la semana: los miércoles a las 2:45 pm, porque ese día en particular tenía unos minutos extra, y comíamos en su casa todos los domingos. Pero supongo que algo sospechaba porque siempre tenía listo un sobre manila con suficiente dinero para cubrir todos los gastos de la casa y nunca, nunca, nunca preguntaba por Mamá(M); en parte porque dejaron de hablarse y en parte porque siempre estaba ahí la novia en turno, con el ceño fruncido, deseando que mi Mamá(M), mi Hermano(H) y Yo(Y) no existiéramos.
No es que fuéramos magos, ni siquiera nos pusimos de acuerdo y el acto de invisibilidad se fue dando naturalmente. Bastó con no decir nada. Es fácil dejar que los demás llenen los huecos. Un gesto lo suficientemente ambiguo puede convertir el monólogo ajeno en una conversación imaginaria. El silencio es una variable que muta constantemente para que el otro decida si se trata de un sí, de un no o de cualquier otra respuesta.
Y en todo caso: ¿cómo escondes algo que no sabes dónde está?
También es sorprendente lo poco que se necesita para hacerle creer a todos que tu vida es como la del resto. Al principio nos hacían algunas preguntas pero, en realidad, nadie quería saber las respuestas. Luego simplemente dejó de importarles y, aunque hubieran preguntado, ya no teníamos respuestas. Nadie se acordaba de que no había visto a Mamá(M) en mucho tiempo. El olvido se instala sin remordimiento; es la memoria la que cobra las cuentas, la única evidencia de la omisión. Más que un par de ilusionistas, éramos como esos dos hermanos charlatanes del cuento de Andersen que, haciéndose pasar por tejedores, diseñan un traje invisible para el emperador. Les hicimos creer que Mamá(M) estaba ahí –aunque ni siquiera nosotros podíamos verla. Había cruzado una frontera que ni mi Hermano(H) ni Yo(Y) sabíamos cómo cruzar. Les hicimos creer que nuestra vida cotidiana era tal y como debe ser la de una familia divorciada. El búnker, por suerte, nunca produjo sospechas. Un lugar al que, por otro lado, no entró una sola persona en muchos años. El espacio que Mamá(M) debía ocupar estaba vacío, nos había dejado un pedazo de hueco, y el resto estaba fuera del Universo(U) visible, en un lugar desconocido.
Estornudos y ojos llorosos. Cuando me preguntaron el motivo de mi viaje en el puesto de migración la voz no me salía. Había pasado las últimas diez horas pensando que tal vez le había comprado a Alonso(A) un boleto en otro vuelo. Pero no. Consideré quedarme sentada en el aeropuerto de Buenos Aires una semana entera hasta que llegara mi Hermano(H), y tomar con él un vuelo o un camión a Córdoba. Podía levantarme para comprar un jugo y un sándwich cada tanto, dejar el lugar apartado para ir al baño. No eran muchos días. Pero, después de un par de horas de ver el piso, decidí entrar a una oficina que tenía este cartel:
GLACIARES Y FIN DEL MUNDO
CINCO DÍAS Y CUATRO NOCHES
TODO INCLUIDO
¿Por qué no? Después tomaría el autobús a Córdoba para llegar a casa de la Abuela(AB) el mismo día que mi Hermano(H), sin un peso en la bolsa.
Las puertas de la casa se llenaron de cerrojos. Las ventanas se cubrieron de loneta negra. Así estábamos a salvo de quién sabe qué.
¿Has visto a Mamá(M)?
No. ¿Tú?
Me asomo al escusado. Me pregunto si el torbellino de agua se la tragó. No.
¿Salió?
No.