Familias fatales. Ben Aaronovitch

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Familias fatales - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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un informático civil experto en soporte técnico al que había engatusado, y que recibía un correo electrónico en mi ordenador. Después, el ordenador me lo enviaba al teléfono, y este sonó cuando Toby y yo paseábamos por Russell Square.

      Digo que salimos de paseo, pero, en realidad, los dos nos habíamos escabullido a través de la fina llovizna invernal a la cafetería del parque, donde yo me tomé un café y Toby, un pedazo de pastel. Comprobé los detalles lo mejor que pude en el teléfono, pero no es lo bastante seguro para asuntos tan delicados, de manera que volvimos a La Locura saltando los charcos. Para ahorrar tiempo entramos por la puerta de atrás, atravesamos el patio trasero y subimos por la escalera de caracol exterior hacia el apartamento renovado que había sobre el garaje. Ahí tenía los ordenadores, la televisión de plasma, el equipo de sonido y el resto de accesorios de la vida del siglo xxi que, por una u otra razón, no me atrevía a mantener dentro de La Locura.

      Después de Navidad le había pedido a mi primo Obe que viniera a poner un interruptor principal junto a la puerta. Corta la corriente de todos los dispositivos eléctricos del apartamento salvo las luces; muy ecológico, pero esa no es la razón por la que lo instalé. La verdad es que cuando haces magia, cualquier microprocesador que esté a una corta distancia se convierte en chatarra y, puesto que hoy en día casi todo lo que tiene un interruptor tiene un microprocesador, termina saliendo caro muy pronto. Ahora bien, llevé a cabo unos pequeños experimentos que revelaron que dichos microchips deben tener corriente para romperse, de ahí lo del interruptor. Me aseguré de que Obe escogía un conmutador de palanca antiguo que fuera lo suficientemente duro como para imposibilitar cualquier uso fortuito. Cuando alargué el brazo para encenderlo esa mañana, descubrí que ya lo estaba. Pero claro, sabía que no había sido yo porque, después de que mis mierdas volaran por los aires por culpa de la magia hacía más de un año, me había vuelto muy exigente con estas cosas. Y no había sido Lesley porque le estaban operando otra vez la cara en el hospital. Sabía que Nightingale se colaba de vez en cuando para ver el rugby a hurtadillas, así que podría haber sido él.

      Tan pronto como entré, con Toby sacudiéndose el húmedo pelaje y metiéndose entre mis pies, encendí el Dell que utilizamos como terminal para AWARE, respondí a un correo electrónico que me recordaba que en dos semanas tenía que presentarme al curso de repaso de Seguridad para Agentes y volví a comprobar la alerta que me remitía a la Operación Sallic en HOLMES, que no me permitía el acceso. Pensé en entrar con el número de placa de Nightingale, que parece tener acceso a todo, pero los mandamases se mostraban muy inquietos por entonces con los accesos no autorizados a las bases de datos, de manera que me pregunté qué habría dicho Lesley en estas circunstancias: «¡Llama al Centro de Coordinación, idiota!».

      Así que eso es lo que hice y, después de diez minutos al teléfono hablando con el ayudante de la Brigada de Grandes Crímenes, salí corriendo para contárselo todo a Nightingale, aunque me aseguré de apagar el interruptor principal mientras salía.

      * * *

      Una hora más tarde nos dirigíamos al sur en el Jaguar.

      Nightingale me dejó conducir, lo que estuvo bien, aunque todavía no me dejaba ir solo en él hasta que hiciese el curso avanzado de conducción de Scotland Yard. Ya me había apuntado, pero el problema era que prácticamente todos los agentes del cuerpo querían hacer el curso y los chicos y chicas que conducen los vehículos de apoyo de los comandantes del distrito tienen prioridad. Puede que hubiera una vacante en junio. Hasta entonces tendría que contentarme con que me supervisaran mientras aceleraba el motor de seis cilindros en línea y bajaba a unos comedidos ciento veinte kilómetros por hora por la M23. Consiguió alcanzarlos sin ningún esfuerzo aparente, lo que no está mal para un coche que es casi tan viejo como mi madre.

      —Estaba en la lista que nos dio Tyburn —le dije a Nightingale cuando por fortuna escapamos de la terrorífica singularidad que es el tráfico de Croydon.

      —¿Por qué no hemos hablado con él antes? —preguntó Nightingale.

      Habíamos estado monitorizando a los antiguos miembros de un club vespertino de la Universidad de Oxford, que se llamaba los Pequeños Cocodrilos, desde que descubrimos que un viejo mago, Geoffrey Wheatcroft, había estado enseñándoles magia contra todo hábito y costumbre. Llevaba haciéndolo desde principios de los cincuenta, así que, como os imaginaréis, había muchos nombres que cubrir. Tyburn —Lady Ty para ti, campesino—, genius loci de uno de los afluentes perdidos del Támesis y licenciada de Oxford, había localizado a algunos miembros de esta camarilla durante sus años allí. Aseguraba, y yo la creía, que era capaz de oler, literalmente, a un practicante de magia. Así que le dimos prioridad a su lista.

      Y nuestro conductor del Volvo estaba en ella.

      —Robert Weil, con W —dije—. Hemos trabajado con la lista en orden alfabético.

      —Eso no hace más que probar que existe algo que se llama ser demasiado metódico —dijo Nightingale—. Supongo que has arrasado con los registros informáticos, ¿qué has descubierto?

      En realidad, el ayudante con el que había hablado me había enviado los resultados de las investigaciones, pero no iba a decirle eso a Nightingale.

      —Tiene cuarenta y dos años, nació en Tunbridge Wells, su padre era abogado; su madre, ama de casa. Estudió en el colegio privado del Sagrado Corazón de Beachwood… —dije.

      —¿Era externo o comía allí? —preguntó Nightingale.

      Había adquirido algunos conocimientos rudimentarios de lenguaje elegante desde que trabajaba con Nightingale, así que al menos conseguí entender la pregunta.

      —El colegio está en Tunbridge Wells, así que yo diría que era externo —dije—. A menos que sus padres tuvieran muchas ganas de que no estuviera en casa.

      —Y de ahí, supuestamente hasta Oxford —comentó Nightingale.

      —Donde cursó Biología… —empecé a decir.

      —Estudiar —dijo—. En la universidad se estudian asignaturas.

      —Donde estudió Biología y se licenció con unas notas normalitas —dije—. Así que no era el tipo más brillante de la pandilla.

      —Biología —repitió Nightingale—. ¿Estás pensando lo mismo que yo?

      Estaba pensando en las quimeras de Sin-rostro, en sus gatitas producidas en masa y en los chicos-tigre que habían salido de lo que llamábamos el club de striptease del doctor Moreau. En eso y en la Dama Pálida, que se había deshecho de varias personas arrancándoles a mordiscos la polla con los dientes de su vagina. Y en el resto de cosas que Nightingale había considerado demasiado terribles como para que yo las viera.

      —Espero sinceramente que no —dije, pero sabía que, en realidad, sí que estaba pensando lo mismo que él.

      —¿Y después de que se licenciara? —preguntó Nightingale.

      Había estado en Imperial Chemical Industries2 durante diez años, antes de pasarse al creciente campo de las evaluaciones de impacto medioambiental, y había trabajado para las autoridades aeroportuarias británicas como agente de control medioambiental hasta que lo vendieron, junto con el resto del aeropuerto de Gatwick, en 2009.

      —Le despidieron el año pasado —dije—. Formaba parte de la dirección, así que consiguió un buen finiquito. En la actualidad cotiza como consultor.

      *

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