Familias fatales. Ben Aaronovitch
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—¿Peter Sutcliffe?
—Yo mismo lo interrogué —dijo—. Nada. Y desde luego ni era un practicante ni estaba bajo la influencia de ningún espíritu maligno. —Levantó la mano para que me callara la siguiente pregunta que iba a hacerle—. Y tampoco lo era Dennis Nilsen, hasta donde yo sé, ni Fred West ni Michael Lupo ni ningún otro del desfile de espantosos individuos a los que he tenido que investigar en los últimos cincuenta años. Todos eran unos monstruos perfectamente humanos.
Capítulo 2
Los hijos de Weyland
Si Robert Weil era nuestro monstruo perfectamente humano, entonces se lo tenía muy calladito. Hice un seguimiento de las transcripciones del interrogatorio a través de HOLMES y, en la primera declaración, encontré lo que era de esperar: niega que llevara un cuerpo en la parte trasera del vehículo, sostiene que salió a dar una vuelta en coche y después a pasear, no sabe cómo llegó allí la sangre y, por supuesto, no está familiarizado con mujeres muertas a las que les han volado la cara. Como empieza a resultar evidente que las pruebas forenses son abrumadoras, con lo de la sangre en su ropa y el barro bajo sus uñas, deja de contestar a las preguntas. Cuando lo acusaron formalmente y lo arrestaron, dejó de hablar con la gente, incluso con su abogado, que, a raíz de aquello, recomendó que le realizaran una evaluación psicológica. Solo con leer por encima la lista de tareas sentí la frustración de la Brigada de Grandes Crímenes mientras se embarcaban en un largo y duro esfuerzo, desmenuzando cada pista hasta convertirla en un fino polvo y después tamizándola en busca de pruebas. La víctima no se dejaba identificar y la autopsia no reveló nada más aparte de que era mujer, caucásica, de unos treinta y cinco y que no había comido nada durante al menos cuarenta y ocho horas antes de morir. La causa de la muerte era muy probablemente el disparo de una escopeta en el rostro, lo bastante cerca como para dejar quemaduras de pólvora. El doctor Walid, la respuesta gastroenterológica a Cat Stevens1 y, hasta donde sabíamos, el único criptopatólogo en activo en el mundo, se acercó un momento de camino a su casa con su propio informe de la autopsia.
Así que tomamos la merienda hablando de patología, sentados en los butacones mullidos de cuero que había en el patio interior de la planta baja. El mobiliario de La Locura se había renovado por última vez en los años treinta, cuando la clase dirigente británica creía firmemente que la calefacción central era obra, si no del mismísimo diablo, sin duda de los malvados extranjeros empeñados en debilitar el robusto espíritu británico. Extrañamente, a pesar de su tamaño y de la cúpula de cristal, en el patio interior se estaba a menudo más calentito que en el pequeño comedor o en cualquiera de las bibliotecas.
—Como podéis ver —dijo el doctor Walid mientras extendía las imágenes de unas rebanadas finas de cerebro sobre la mesa—, no hay indicios de degradación hipertaumatúrgica. —Las rebanadas estaban teñidas con una variedad de colores estridentes para mejorar el contraste, pero el doctor Walid se quejó de que seguían siendo obstinadamente normales, y yo le tomé la palabra—. Tampoco había indicios de modificaciones quiméricas en ninguna de las muestras de tejido —prosiguió, y le dio un sorbo a su café—. Pero he enviado un par de ellas para que hagan su secuenciación.
Nightingale asintió educadamente, pero yo sabía por experiencia que solo tenía una idea vaga de lo que era el ADN, ya que era tan viejo como para haber sido el padre de Crick y de Watson.2
—Creo que podemos dar el caso por cerrado —dijo—. Al menos, desde nuestro punto de vista.
—Me gustaría continuar —dije—, por lo menos hasta que identifiquemos a la víctima.
Nightingale se puso a tamborilear la mesa con los dedos.
—¿Estás seguro de que tienes tiempo para hacerlo? —preguntó.
—La Brigada de Grandes Crímenes de Sussex y Surrey elaborarán un resumen diario mientras el caso siga abierto —dije—. Solo me robará diez minutos.
—Creo que no me toma tan en serio como debería —le dijo Nightingale al doctor—. Todavía se escabulle para realizar experimentos ilegales cuando se cree que no le veo. —Me miró—. ¿Cuál es tu último interés?
—He estado estudiando cuánto tiempo aguantan varios materiales los vestigia —dije.
—¿Cómo mides la intensidad de los vestigia? —preguntó el doctor.
—Utiliza al perro —respondió Nightingale.
—Pongo a Toby en una caja junto con el material y después mido la frecuencia y el volumen de sus ladridos —expliqué—. Es como usar un perro rastreador.
—¿Cómo te aseguras de la consistencia de los resultados? —preguntó el doctor Walid.
—Realicé una serie de experimentos de control para eliminar las variables —respondí. Dejé solo a Toby en una caja a las nueve de la mañana y después a intervalos de una hora para medir los puntos de referencia del volumen. A continuación puse a Toby en una caja con varios materiales que eran cien por cien inertes, para obtener también esas referencias. El tercer día, Toby se escondió debajo de la mesa de la cocina de Molly y tuve que tentarle con salchichas para que saliera.
El doctor Walid se inclinó hacia delante mientras se lo contaba; al menos, él apreciaba un poco de empirismo. Le expliqué que había expuesto cada muestra de los materiales a la misma cantidad de magia al conjurar una bola de luz —el hechizo más simple y más fácil de controlar que sabía— y después la había introducido en la caja con Toby para ver qué pasaba.
—¿Hubo algún hallazgo significativo? —preguntó.
—Toby no es un gran entendido, así que hablamos de un amplio margen de error —dije—. Pero fue un poco lo que me esperaba y acorde con mis interpretaciones. La piedra es el material que mejor retiene los vestigia, seguido del hormigón. Los metales se parecían todos demasiado como para diferenciarlos. La madera era el siguiente y el peor era la carne. —En forma de una pierna de cerdo que Toby se comió posteriormente antes de que pudiera detenerlo—. La única sorpresa —concluí— fueron algunos plásticos, que llegaron casi tan alto en el ladrómetro como la piedra.
—¿El plástico? —preguntó Nightingale—. Eso sí que es inesperado. Siempre había asumido que las cosas naturales eran las únicas que conservaban lo insólito.
—¿Puedes enviarme por correo electrónico los resultados? —preguntó el doctor.
—Claro.
—¿Has pensado en probar con otros perros? —preguntó—. A lo mejor si son de razas distintas tienen sensibilidades diferentes.
—Abdul, por favor —dijo Nightingale—. No le des ideas.
—Está haciendo progresos en este campo —indicó el doctor Walid.
—Escasos —dijo Nightingale—. Y creo que está repitiendo trabajos que ya se han hecho.