Familias fatales. Ben Aaronovitch

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Familias fatales - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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      —Haré un trato contigo, Peter —dijo—. Si mejoras en los progresos de tus estudios de verdad, te diré dónde puedes encontrar las notas del último cerebrito que llenó el laboratorio con… En realidad, la mayoría eran ratas, pero creo recordar un par de perros en su casa de fieras.

      —¿Mejorar cuánto en mis progresos? —pregunté.

      —Más que ahora —respondió.

      —A mí no me importaría ver esos datos —dijo el doctor Walid.

      —Entonces deberías animar a Peter para que estudie más —comentó Nightingale.

      —Es un hombre malvado —dije.

      —Y astuto —concedió el doctor.

      Nightingale nos miró plácidamente por encima del borde de su taza de té.

      —Malvado y astuto —repitió.

      * * *

      A la mañana siguiente conduje hasta Hendon para la primera parte del curso obligatorio de Seguridad para Agentes. Se supone que debes hacer uno de estos seminarios cada seis meses hasta llegar al rango de inspector jefe, pero dudo que alguna vez veamos a Nightingale asistir a uno. Tuvimos una clase entretenida sobre el Delirio Agitado, o qué hacer con las personas que están colocadísimas. Y después hicimos juegos de cambio de rol en el gimnasio, donde practicamos cómo sujetar a los sospechosos para evitar que se caigan por las escaleras. Había un par de agentes que estudiaron con Lesley y conmigo en Hendon y nos sentamos juntos en la comida. Me preguntaron por Lesley y yo les conté la versión oficial de que la habían agredido físicamente durante los disturbios de Covent Garden y que su atacante se había suicidado posteriormente antes de que pudiera arrestarle.

      Por la tarde nos turnamos para esconder armas ilegales en nuestro cuerpo mientras nuestros compañeros nos cacheaban, concurso que yo gané de calle porque sé ocultar esconder una cuchilla de afeitar en la cinturilla de mis vaqueros y no me da miedo llegar hasta la entrepierna de un sospechoso. Todas las pruebas físicas me infundieron una extraña energía, así que cuando uno de los agentes sugirió ir a una discoteca, me pegué a él como una lapa. Terminamos en un granero con luz ultravioleta y lleno de gente de Romford donde, quizás sí o quizás no, terminé dándome el lote con la diosa del río Rom. Pero, a ver, no fue nada serio, solo un poco de sobeteo y algo de lengua, que es lo que ocurre cuando te pasas con el vodka. Me desperté a la mañana siguiente sobre una de las sillas del patio interior, sorprendentemente con poca resaca y con Molly cerniéndose sobre mí. Me miraba con desaprobación. Hubiera preferido tener resaca.

      Mi fiel Ford Asbo estaba aparcado sano y salvo en el garaje, así que, después del desayuno y de bañarme en un cubo, salí otra vez para Hendon. Mientras me subía al asiento del conductor, un fuerte vestigium se abalanzó sobre mí. Sabía a vodka, olía a aceite industrial y sentí la resbaladiza textura de un bálsamo labial. Había gritos y chillidos de entusiasmo y un acelerón ilegal, de los que te empujan hacia atrás en el asiento mientras el motor gruñe como si fuera algo grande y en vías de extinción.

      Había un pintalabios abierto en el salpicadero, rosa fosforito.

      No sabía mucho de la diosa del río Rom, pero sin duda me había rozado con algo sobrenatural. A lo mejor, no había sido el vodka, al fin y al cabo.

      «Se acabó», pensé. «No vuelvo a salir por ahí sin tener una carabina».

      Pisé el acelerador del Asbo pero, a pesar de la pequeña presión que le había ocasionado al motor, no rugió como una pantera.

      Sí que me llevó de vuelta a Hendon a tiempo de empezar con el segundo día, que iba sobre la seguridad del equipo del agente. La clase de por la mañana trataba sobre parar y cachear en relación con la localización de comportamientos sospechosos. El ponente, que se vanagloriaba de llamarse Douglas Douglas, ilustró la rara posición rígida de las extremidades que mostraban los ladrones de tiendas, conocida como «el robot», o el exagerado comportamiento, parecido al de los mimos, que adoptaban los culpables de verdad cuando se encontraban inesperadamente con la policía.

      —Nunca os equivocaréis —dijo— al cachear a alguien que quiera mantener una conversación con vosotros.

      Partíamos de la base de que nadie quiere hablar por voluntad propia con la policía a no ser que esté intentando desviar tu atención de otra cosa, pero nos advirtió que hiciéramos excepciones con los turistas porque Londres necesitaba el capital extranjero.

      Después de eso, volvimos al gimnasio para que nos recordaran cómo usar las esposas correctamente. Utilizamos las que tienen el centro firme, que puedes sujetar y retorcer para ejercer presión en los brazos del sospechoso y asegurarte de lo que nuestro instructor llamaba sumisión y cooperación. Por la tarde, uno de nuestros instructores se puso un traje acolchado, adoptó un aspecto de loco y nos retó a que lo redujéramos con nuestras porras extensibles. A esta parte se la solía llamar entrenamiento «de locos», pero ahora se conoce oficialmente como «la persona con diferencias». Son conocimientos útiles. Nunca sabes cuándo tendrás que asegurar la docilidad y cooperación de las personas con diferencias, en un estado de Delirio Agitado o no.

      Cuando terminamos, volvieron a invitarme a salir, pero dije que no y, en su lugar, conduje despacio y con cuidado hasta casa.

      * * *

      Lesley salió del hospital y apareció inesperadamente cuando yo intentaba perfeccionar una forma llamada aqua que, para los que no hayáis tenido una educación clásica, es una forma básica para manipular el agua. Solía formar la empedocliana junto con lux, aer y terra, dos de las cuales pasaron de moda cuando la teoría de los cuatro elementos de la materia no sobrevivió a la época de la Ilustración.

      Se parece mucho a luz porque moldeas la forma en tu cabeza, abres la palma de la mano y, con suerte, te encuentras con una bola de agua del tamaño de una pelota de ping-pong. Nightingale aseguraba no saber de dónde salía el agua, pero yo supuse que provenía del aire del entorno. Era eso o que la absorbiéramos de una dimensión paralela, del hiperespacio o de algo incluso más extraño. Yo esperaba que no fuera el hiperespacio porque no estaba preparado para lo que eso implicaba.

      En mi caso, de momento, había conseguido hacer una nube pequeñita, una gota de lluvia congelada y un charco. Y eso después de que tardara cuatro semanas en conseguir algo. Nightingale me estaba supervisando en el laboratorio de aprendizaje del primer piso cuando la neblina sobre mi mano se encogió y se convirtió en una bola flácida. El problema que surge en esta fase en la que estás aprendiendo a dominar una forma es que resulta casi imposible saber por qué lo que estás haciendo en ese momento funciona mejor que lo que estabas haciendo dos segundos antes. Por eso terminas practicando mucho las formae nuevas y no es fácil mantenerlas, sobre todo cuando alguien decide empezar a cantar el estribillo de Rehab al otro lado de la puerta, en voz alta y desafinando un cuarto de tono.

      La bola explotó como un globo de agua, empapándome a mí, al banco y al suelo que teníamos alrededor. Nightingale, que ya estaba acostumbrado a mi peculiar aptitud de explotar las formae, se había mantenido bien atrás y llevaba puesto un chubasquero.

      Fulminé a Lesley con la mirada y ella adoptó una pose en la puerta.

      —He recuperado mi voz —dijo—, más o menos. —Había dejado de llevar puesta la máscara dentro de La Locura y, aunque su rostro seguía destrozado, al menos conseguía distinguir cuándo sonreía.

      —No

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