Familias fatales. Ben Aaronovitch
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—Cuando miró por primera vez en la parte trasera del vehículo, ¿notó algo extraño? —preguntó Nightingale.
—¿Extraño?
—¿Sintió algo fuera de lo normal al mirar en el interior? —preguntó Nightingale.
—¿Fuera de lo normal? —repitió ella.
—Raro —aclaré yo—. Espeluznante. —La magia, sobre todo la que es muy potente, puede dejar una especie de eco tras de sí. Con lo que mejor funciona es con la piedra, mal con el hormigón y el metal e incluso peor con los materiales orgánicos, pero extrañamente bien con algunas clases de plástico. Localizar el eco es fácil si sabes lo que estás buscando o si la fuente es muy potente. De ahí vienen los fantasmas, por cierto. Y es un coñazo tener que explicárselo a las personas que los ven.
Slatt se recostó en la silla para alejarse de nosotros. Nightingale me miró con dureza.
—Estaba lloviendo —dijo Slatt por fin.
—¿Qué impresión le dio? —preguntó Nightingale—. Me refiero al conductor.
—De primeras, la de cualquier otra víctima de un accidente de tráfico con la que me haya encontrado —dijo—. Aturdido, descentrado, ya saben cómo es esto: o balbucean o se quedan catatónicos; él era de los primeros.
—¿Y balbuceaba sobre algo en particular? —preguntó Nightingale.
—Creo que dijo algo sobre unos perros ladrando, pero murmuraba a la vez que balbuceaba.
Slatt terminó con su comida, Nightingale con su té y yo con mis anotaciones.
* * *
Mientras yo conducía, la agente Slatt me guiaba. Dejamos atrás la estación de tren, pasando por encima de las vías, y atravesamos, hasta donde me pareció, la zona victoriana de Crawley. Por supuesto, la casa de Robert Weil era una achaparrada e independiente villa victoriana de ladrillo con miradores cuadrados, un tejado inclinado y pináculos de terracota. Las casas que la rodeaban eran todas eduardianas o incluso de estilos posteriores, por lo que supuse que, hace tiempo, la villa se habría erguido orgullosa en sus propios terrenos. Se notaba en los restos del gran jardín trasero, que actualmente era el foco de un equipo de perros rastreadores, un préstamo de la Brigada de Rescate Internacional, por lo que supe después.
Slatt conocía al agente que estaba de guardia en la puerta, que anotó nuestros nombres sin decir palabra. La casa era lo bastante grande como para que sus dueños no hubieran sentido la necesidad de derribar todos los muros intermedios y hubieran restaurado —recientemente, pensé— las molduras decorativas. Habían tenido que abandonar el comedor porque sus hijos, de siete y nueve años según mis notas, lo habían invadido traicioneramente y lo tenían lleno de juguetes, xilófonos rotos y varios DVD que iban a la deriva fuera de sus carcasas. Los niños estaban en casa de unos amigos, pero la mujer seguía allí. Se llamaba Lynda, escrito con y, y tenía el pelo de un rubio descolorido y una boca de labios finos. Estaba sentada en el sofá de la sala de estar y nos fulminaba con la mirada mientras inspeccionábamos su casa; los policías locales buscaban cadáveres; nosotros, libros. Nightingale se encargó del estudio y yo de los dormitorios.
Miré primero en las habitaciones de los niños, por si acaso hubiera algo interesante escondido entre las pegatinas de Lego de Star Wars, los libros de Highway Rat o los de colorear, que tenían un aspecto un poco pringoso. El hijo mayor ya tenía su propio portátil en su habitación, aunque, a juzgar por sus años de antigüedad, parecía de segunda mano. Los hay que tienen suerte.
El dormitorio de los padres tenía un olor rancio y concentrado, y no había muchas cosas que me interesaran. Los practicantes de magia de verdad nunca dejaban los libros importantes por ahí tirados, pero vas aprendiendo algunos trucos. La clave está en las yuxtaposiciones improbables. Mucha gente lee libros sobre ocultismo, pero si los encuentras junto a otros escritos por o sobre Isaac Newton, especialmente los tochos más aburridos, entonces se te erizan los pelos del pescuezo, se izan las banderas y, lo que es más importante, haces anotaciones en la libreta.
Lo único que descubrí en el dormitorio, bajo la cama, fue una copia con las esquinas dobladas de El descubrimiento de las brujas, junto con La vida de Pi y El dios de las pequeñas cosas.
—Él no ha hecho nada —dijo una voz a mi espalda.
Me levanté y, al girarme, descubrí a Lynda Weil en la puerta.
—No sé qué es lo que se piensan que hizo —dijo—, pero no lo hizo. ¿Por qué no me dicen qué se supone que ha hecho?
Los policías buenos, cuando están ocupados con otros asuntos, evitan interactuar con los testigos o los sospechosos y, sobre todo, con aquellos individuos que encajen en las dos categorías. Además, desconocía lo que había hecho su marido.
—Lo lamento, señora —dije—. Terminaremos tan pronto como podamos.
Acabamos incluso antes porque, un minuto después, Nightingale me llamó para que bajara y me dijo que la Brigada de Grandes Crímenes había encontrado un cuerpo.
Además, lo habían logrado con un poco de vigilancia policial. Me habían impresionado de verdad. La Brigada de Grandes Crímenes tenía las imágenes de unas cámaras de vigilancia en las que se veía a Robert Weil atravesando la rotonda de Pease Pottage y dirigiéndose hacia la Carretera del Bosque, que tenía ese nombre tan siniestro porque recorría el eje central del bosque de St. Leonard, un mosaico de forestas que cubrían la cumbre de un terreno elevado que iba desde Pease Pottage hasta Horsham.
Un terreno ideal para depositar un cadáver, según la agente Slatt; de fácil acceso a pie por los senderos y las pistas forestales y sin cámaras de tráfico. Fuera a donde fuera, Robert Weil no había vuelto a Pease Pottage hasta más de cinco horas después, así que podría haber estado, sin problema, en cualquier sitio del bosque. Pero habían tenido suerte, porque Lynda Weil llamó a su marido a las nueve menos cuarto de la mañana, presumiblemente para preguntarle dónde demonios estaba, y eso le permitió a la policía de Sussex triangular la posición de su teléfono a una celda pegada al pueblo de Colgate. Después de eso, solo era cuestión de comprobar el tramo adecuado de la carretera hasta que localizaran algo, en este caso, las marcas de neumático de un Volvo V70.
Las nubes grises se estaban oscureciendo hasta ponerse de un negro campestre cuando llegamos al lugar del crimen. No había ninguna salida directa, así que tuve que aparcar el Jaguar avanzando un poco por la carretera y retrocedimos andando.
La agente Slatt nos explicó que el dueño de las tierras acababa de bloquear la entrada a una ruta de acceso que atravesaba el bosque.
—Probablemente Weil recordara la salida de algún paseo que había dado por la zona —dijo—. No se imaginaba que ya no existiría.
Consejo de seguridad importante para asesinos en serie: investigar siempre el sitio donde se van a tirar las cosas antes de utilizarlo. Tuvimos que escalar un montículo artificial hecho de un barro pegajoso y amarillento y de las ramas desechadas de los árboles, porque los forenses seguían trabajando en el camino ligeramente visible.
—Tuvo que arrastrar el cuerpo, porque dejó un rastro —dijo la agente Slatt.
—No da la impresión de que sea una persona