La primera. Katherine Applegate
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Sostuve el tubo frente a mi ojo y una vez más fui testigo de sus milagrosos resultados. Más allá de las tiendas había caballerizas y potreros para guarecer cientos de caballos. Un tonelero estaba construyendo barriles junto con su ayudante. Dos herreros martillaban herraduras, mientras que otros hacían funcionar los fuelles para mantener el fuego ardiendo.
Cerca del límite del campamento se encontraba una montaña de cajas y cajones que probablemente contenían alimentos y diversas provisiones. En el río más cercano se habían construido tres embarcaderos con varios muelles para atracar navíos: uno para desembarcar tropas, otro para trineos de mulas, y uno más para descargar troncos recién aserrados. En este último muelle había un ejército de humanos y algunas especies menores que se afanaban cortando los troncos con enormes serruchos y sierras.
Calculé al vuelo.
—Creo que hay por lo menos mil tiendas, con cuatro soldados en cada una, quizás.
—Entonces eso suma cuatro mil soldados, y vienen más en camino —dijo Renzo—. Y muchos están justamente en esos puentes que necesitamos cruzar.
Kharu apoyó ambas manos en la cintura.
—Tú eres el ladrón... ¿Podrías atravesar ese campamento y llegar al otro lado de los puentes?
—Por supuesto —dijo Renzo—, con mucha, muchísima suerte. Y solo. Los cinco no tenemos ni la menor probabilidad.
—¿Y si cruzamos por debajo? —pregunté.
Renzo negó.
—Todavía quedaría el asunto de cómo pasar a través de los centinelas y sus perros. Dame esa cosa, ese tubo —dijo, y agarró el cerca-lejos—. No soy geógrafo, pero de lo que sé de Dreylanda, si seguimos hacia el norte, tarde o temprano deberíamos encontrar un paso en el río, un ferri o un puente que no esté vigilado.
Suspiró ruidosamente, de manera que sonó poco alentador.
—Aquí vemos una comarca preparándose para la guerra. —Gambler miró en todas direcciones—. No podemos olvidar que, si encontramos a alguien, no podemos confiar en que será inocente hasta que lo demuestre.
—Guerra —me quejé—. De todas las cosas absurdas que hacen los humanos...
Renzo rio.
—Estás en lo cierto, Byx.
—Parece que en este caso no son sólo los humanos —comentó Gambler sombrío.
—¿Y cuál es el propósito? —pregunté.
—Poder —dijo Renzo—. Los humanos, y parece que también algunos felivets, ansían el poder. Quieren dominar y controlar. Quieren tener en sus manos el poder de decidir quién vive y quién muere.
Era una respuesta mucho más meditada de lo que hubiera esperado de un jovenzuelo ladrón. Pero también era cierto que Renzo a menudo me sorprendía.
Kharu se daba toquecitos con un dedo en los labios, mientras pensaba.
—Creemos que la isla flotante está en esa dirección —dijo, señalando hacia el norte—. Hasta donde sabemos, bien podría estar en el punto en que las montañas se juntan con el mar. O puede ser que ya se haya movido de ese lugar.
Gambler siguió su mirada.
—Sabemos con certeza que no se mueve con rapidez. No parece muy probable que haya ido más allá del pie de esas montañas.
—No hay otro camino —afirmó Renzo—. Tenemos que cruzar esos ríos o no podremos llegar al mar.
—Si cruzamos los ríos, aún nos quedaría llegar hasta el mar, y luego seguir a lo largo de la playa en busca de indicios —agregó Kharu—. Y el terreno será escarpado, como ya sabemos.
Solté un suspiro profundo. Kharu se dio cuenta de que yo estaba cabizbaja y me dio unas palmaditas en el hombro:
—No te desanimes, Byx.
—No estoy desanimada, sino preocupada por todos vosotros, que os arriesgáis tanto por mí —expliqué.
—¡No, Byx! —exclamó Tobble—. Esto ya va mucho más allá de ti. Empezó como algo relacionado contigo, sí, pero ahora sabemos lo importante que es encontrar más dairnes.
Sonreí y le acaricié el pelaje.
—Tal vez estamos desempeñando un papel importante en el destino del mundo —dije. Era broma, pero Tobble asintió, severo.
—Sí —contestó—. Yo creo que Hanadru, la gran artista que vive en las nubes y dibuja el destino de todos en su gigantesco caballete...
—¿En serio, Tobble? —preguntó Kharu. Su voz no sonaba burlona, pero era evidente que consideraba todo el asunto una verdadera tontería.
—Puede ser que no creas en Hanadru —dijo Tobble con cierta dignidad—, pero ella es uno de los espíritus puros de mi especie.
—Yo no creo en el destino, sea en las manos de una diosa llamada Hanadru o de cualquier otro —opinó Renzo—. El destino es para gente que no se atreve a tomar las riendas de su propia vida.
Kharu miró al norte. Tendió la mano, y le ofrecí el cerca-lejos.
Con cuidado revisó todo el horizonte de izquierda a derecha. Se tomó su tiempo, y nadie pronunció ni una palabra. Al final, exclamó:
—Ésta es mi recomendación. Seguimos hacia el norte porque, en este punto y lugar, no hay otra dirección posible —le regaló una sonrisa amable a Tobble—. Y ojalá que tu Hanadru trace nuestro camino con un pincel optimista.
12
Vallino
Hanadru fue benévola.
La tierra alrededor de la base del volcán era amplia y abierta. Había granjas pequeñas y aldeas por toda la zona, pero pudimos atravesarla por los campos nevados sin que nadie pareciera percibirnos.
—¿Cómo se toman los wobbyks el frío? —le pregunté a Tobble mientras andábamos.
Él se encogió de hombros.
—Somos gente de mar —respondió—. He visto una buena cuota de témpanos al norte del mar de Tara. La nieve no me molesta mucho.
—¿Y tú, Gambler?
—Al igual que todos los felivets, grandes o pequeños, prefiero el calor —contestó con la voz ronca, que siempre parecía estar a medio camino entre el susurro y el gruñido.
Sonreí. ¿Cuántas veces había visto a Gambler