Mujeres de fuego. Stella Calloni
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—Soy absolutamente radical cuando exijo, sin medidas, que quiero ver a todos felices en Chile. Quiero la felicidad en el mundo, y eso sólo existe con justicia, con dignidad, en paz para crecer. Se necesita devolver la dignidad y la vida a quienes apenas sobreviven. En eso soy radical, también en lo de la disciplina consciente. Es decir, no porque la impongan, sino porque hayamos podido crear la conciencia sobre las responsabilidades del hombre, las humanas. Pero yo trato de escuchar a los compañeros y a todos los que quieren hacer algo, cambiar las cosas, resistir, no aceptar las humillaciones del poder, de los patrones. Es muy importante para la unidad saber escuchar a los compañeros, vengan de donde vengan.
—Todos hablan de tu optimismo a pesar de los largos años de lucha y clandestinidad, de haber perdido a un compañero que amabas, ¿de dónde sacas esa fuerza que te hace joven incluso físicamente?
—Yo creo que esa fuerza te la da la lucha y algo que hemos estado hablando hace un momento, y lo puedes entender porque las dos nacimos en el campo, y eso, lo sabes bien, nos da un mundo muy distinto, una manera de ver que pocos entienden, un instinto muy fuerte. Eso me ayudó mucho en la clandestinidad: el instinto, y también en mi relación con los compañeros o para advertir los peligros o para identificar a un enemigo. Siempre me ha servido esa infancia en el campo, esa infancia en otro mundo y con tantas leyendas, que en realidad eran parte de las vidas cotidianas.
—Me imagino que debes recordar siempre el lugar donde naciste, esos paisajes imborrables en la mejor memoria, y me gustaría que hablaras de esa infancia que te marcó tan profundamente. También lo que recuerdes sobre lo que te llevó a luchar desde tan joven y tu decisión de ingresar al Partido Comunista, en tiempos muy difíciles.
—Bueno, la edad en todo esto no se puede ocultar —lo dice sonriendo ampliamente— y nací en un la ciudad de Curepto, la VII Región. Tuve una madre muy luchadora. Se llamaba Adriana Millie y era maestra, profesora de primaria. Mi padre, Heraclio Marín, era campesino. Él se fue un día y mi madre se hizo cargo de nosotros. Creo que eso también nos forma desde niñas. Después fuimos a parar a otros lugares. Siempre es muy triste desprenderse de un lugar y otro, pero también pienso que eso me sirvió para la vida que vendría. Cuando contaba a muchos compañeros que había participado en mi juventud de movimientos juveniles cristianos, me miraban muy asombrados. Pero esa formación fue muy importante también para mí.
Hay momentos en que se advierte cierto dejo de tristeza o nostalgia, pero ella se recupera rápidamente con esa fortaleza que surge como un agua clara en realidad, aun en los momentos distendidos:
—En Santiago de Chile viví sola de niña. Nada era fácil para estudiar, entonces eran muchos esfuerzos. Estudié el profesorado en la Escuela Normal 2. Es ahí donde comienzo a militar en el movimiento estudiantil. Vuelvo otra vez para recordar que aquellos tiempos, en el campo, también fueron muy fuertes en cuanto a ver las injusticias en Chile. Me contabas que te impactaron de niña los hacheros en tu país, esos hombres que tienen que tirar los árboles, y leí una novela argentina sobre esas historias que me impactó. Así que también para mí hubo imágenes nunca olvidadas de las injusticias en Chile.
—¿Eso te llevó a ingresar como militante desde muy joven en el Partido Comunista?
—Sí, había un compañero que yo admiraba mucho (Rosendo Rojas), que era dirigente de las Juventudes Comunistas. Él me dio el impulso y me sentí muy bien cuando me dieron el carnet de militante (1958), como si hubiera dado el gran paso de mi vida. Yo ya era maestra desde poco tiempo antes. Al comenzar la militancia también reconozco la enorme influencia de Cuba. Estaba enamorada profundamente de la Revolución cubana. Para nosotros en Chile, lo que había sucedido allá en la isla era como la luz, un gran humanismo, un desafío increíble al imperio. David contra Goliat eternamente. Cuba era para nosotros algo así como saber que era posible la revolución, que lo sueños eran alcanzables. Eso fue nuestra fuerza, la de toda América Latina. Cuba es nuestra gran patria latinoamericana, allí en una isla pequeña. Y lo ha resistido todo. Así que inolvidable fue aquella visita del querido comandante Fidel Castro cuando Salvador Allende era presidente. Esa visita que le resultó intolerable a Estados Unidos, siempre imponiéndose a todos. Fidel Castro había podido venir a Chile. Hay que ubicarse en ese momento y en las amenazas contra Cuba, para entender. Un dirigente con tanta fuerza, principios y valores y con una enorme capacidad de transmitir y conmoverse a todo lo humano. Él era el ejemplo para ser cada vez más activos en las demandas, para aspirar a la liberación, y como yo siempre digo, para ser cada vez más irreverentes, creativamente irreverentes ante los poderes.
Militancia
En los años 60 Gladys Marín fue presidenta de la Federación de Estudiantes Normalistas que luchaban contra los antiguos criterios de la enseñanza, y la militancia la llevaba a las poblaciones donde la miseria la hacía rebelarse cada vez más. Incluso, su primer trabajo de maestra la llevó a una escuela de niños con problemas mentales, que estaba dentro de un hospital psiquiátrico. Eso también requirió de fortaleza, porque allí “estaba el rostro más doloroso de Chile, de la pobreza y de la soledad”, recuerda.
Así fue viviendo cercanamente todo lo que le pasaba a su pueblo, y compartiendo “con compañeros maravillosos, inolvidables” y asumiendo muchas responsabilidades partidarias como la de ser representante de las Juventudes Comunistas en el Comité Central.
—¿Fue en esos años 60 cuando fuiste dirigente del Comando Juvenil de Salvador Allende?
—Sí. Ya sabíamos todo lo que significaba trabajar en la ilegalidad: habíamos sido víctimas de la famosa Ley para la democracia [Ley de Defensa Permanente de la Democracia], a la que llamaban todos “la Ley Maldita”, impuesta por Gabriel González Videla1. Todo ese tiempo es inolvidable. Nadie puede imaginar cómo en Chile iban creciendo iniciativas, unas tras otras. ¡Qué fuerza política tenían esos momentos y cómo podíamos llegar hasta el pueblo, creando siempre, llevando ideas! Nacían parques, escuelitas, actividades culturales, rescates de la cultura popular, algo que tan bien hacía nuestra querida Violeta Parra, una de las más extraordinarias artistas, no sólo de la canción, la música. Todo lo que tocaba lo convertía en arte. Aprendíamos cada día. Nada enseña más que trabajar junto al pueblo y estar allí participando activamente, no llegando con un discurso hueco, vacío, distante. Peleábamos juntos, caminábamos la tierra juntos. Eso es militar políticamente.
—¿Fue en esos tiempos cuando conociste a Jorge Muñoz Poutays, tu gran compañero, al que hoy recordabas amorosamente cuando reclamabas junto a familiares de las víctimas de la dictadura?
—Desde que conocí a Jorge, en el mismo momento en que nos miramos, sabíamos que íbamos a estar juntos siempre. Militando en las juventudes comunistas, caminando en las poblaciones. Así fue nuestra pequeña historia de amor, como la de tantos compañeros. Él era maravilloso, íntegro, valiente, inteligente, muy tierno, aunque no lo demostrara siempre, se enternecía mucho ante los compañeros más humildes, ante las necesidades y las injusticias. Era un militante íntegro, en todo momento. Cuando yo estaba en la Escuela Normal, él estudiaba ingeniería. Nuestra vida era la lucha, pero también la alegría. Siempre juntos. Hubo momentos duros y maravillosos. Tanta gente hermosa en Chile, en la cultura, en la canción. Imaginemos Chile con Violeta, con Isabel y Ángel Parra, con Víctor Jara, con Pablo Neruda, con nuestros poetas, desde los más conocidos hasta los más jóvenes, los músicos, las peñas y el trabajo que reconfortaba por el amor que nos daban los compañeros en las poblaciones, los obreros, los campesinos. Aquello era precisamente lo que digo de militar con amor, eso que es infinitamente más fuerte que el odio. Yo lo recuerdo