Faustófeles. José Ricardo Chaves

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Faustófeles - José Ricardo Chaves Sulayom

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contra el endemoniado Pedro. Se lo llevaron y, tras golpearlo, lo pusieron a los pies del cura, quien maldijo tanto a Pedro como a su carreta. Entonces los campesinos pusieron a Pedro amarrado en su carreta y, sin que mediara mano humana, la carreta se separó de los inocentes bueyes que habían respetado la casa de Dios y salió calle abajo con Pedro en sus entrañas. Y así, noche a noche, los escasos noctámbulos de algunos pueblos del valle la vieron y la oyeron, sin compuertas, con el timón levantado como una proa amenazante, como un falo de madera, ambulante, con ruedas en vez de testículos, huevos circulares, y el cuerpo tieso de Pedro, acostado, con los ojos abiertos y vidriosos, mirando las estrellas. A la carreta se la oye muy bien en su traqueteo entre los caminos de barro y piedra: el nabo, mal ajustado adrede, chirrea estruendosamente a cada barquinazo. Más que verla, se la oye, es más un espectro sonoro, pues apenas se escucha su pétreo tamborileo, el cristiano se persigna y pone pies en polvorosa.

      En el caso del Padre sin Cabeza, se trataba de un sacerdote apóstata y pecador que finalmente fue decapitado por la ley de los hombres. Se aparecía con todo y ermita, pues el desprevenido al que se le manifestaba, solía sorprenderse con un oficio religioso a altas horas de la noche en algún punto de su trayecto. Entonces ingresa en una pequeña iglesia hasta ahora desconocida, permanece como hipnotizado en esa misa en la que solamente él y el cura están presentes, el sacerdote junto al altar, mesmerizante, el vagabundo en una banca cerca de la puerta, mesmerizado. A la hora de la Comunión, el que oye misa despierta, se da cuenta de un hecho insólito, que el padre no tiene cabeza, que es un decapitado cuya sangre mancha las ropas sacerdotales y que la penumbra hasta ahora no había permitido ver claramente, y que levanta y muestra a la concurrencia, a él, al infortunado testigo, no una copa con vino ni una hostia, sino una cabeza, la suya propia, sucia, sangrante, despeinada.

      De la galería de espectros que encantaban a Fausto, una monstruosidad que resultaba atractiva era la Segua, una especie de sirena de la montaña, sólo que en vez de fundir mujer y pez, fundía mujer y caballo. En lo que sí se une a la sirena de mar es en el canto, pues ambas poseen maravillosas voces que encantan a los hombres. Así, los borrachos y juergueros que en las noches vagabundean por los caminos campiranos, oyen su canto como un arrullo erótico y buscan a la cantante y no muy lejos descubren a una mujer de larga cabellera a la orilla del camino, junto a un árbol frondoso. El campesino errante se acerca a la mujer de rostro oculto por su cabellera pero que se adivina hermoso y la sube a su caballo o a su automóvil, y cuando han cubierto un trecho, y él mira su cara, la cara de la mujer desconocida, a la luz de la luna descubre su rostro de yegua infernal, su crin despeinada de serpientes; el hombre enloquece de terror en el instante, cae del caballo o sale del automóvil y, en su huida, se desmaya y entonces, pobre de él, porque la Segua lleva la muerte en los labios y mata besando. Ella se inclina sobre el cuerpo del desmayado y, con encanto jubiloso, besa su boca y succiona su aliento.

      Todos estos cuentos oídos de boca de su madre, de las tías, en especial de Marina, hacían las delicias del niño, quien, para impresionar a su mamá, decía que si a él se le aparecieran esos espectros, aún la misma Segua con su cara de caballo o la Tule Vieja con sus alas siniestras, él no les tendría miedo. “Así debe ser mi hijo, bien valiente, nada de asustarse”, solía decir su madre en una tarde de lluvia o en una noche sin televisión, después de que, a petición del niño, hubiera reincidido en los cuentos, mientras el papá hacía, como trabajo adicional, la contabilidad de un almacén de telas propiedad de un tal señor Grinsberg, un inmigrante polaco al tórrido hábitat.

      Primer pecado

      Durante algún tiempo Fausto se consideró a sí mismo como básicamente bueno. Cuando estaba en la escuela y tuvo que hacer la Primera Comunión, parte del trámite religioso era confesarse. ¿Qué decirle al cura? ¿Cuáles son tus pecados, Fausto?

      El niño no sabe qué contestar.

      No hacía daño a los demás, no peleaba con sus compañeros de escuela, no mataba pájaros con hondas o rifles de copas, obedecía a sus mayores y los domingos iba a misa. ¿Qué más había que hacer?

      Cuando adquirió el hábito de comprar comics, a Fausto no le alcanzaba el dinero que su padre le daba para adquirir todos los que deseaba. Ni dejando de comprar confites, galletas o helados durante los recreos escolares. Ni siquiera dejando de ir al cine Cid el domingo en la tarde.

      Fausto iba a la pulpería –al expendio de alimentos y artículos domésticos– situada en una esquina de la plaza de Tibás, luego transformada en parque. En un rincón del amplio establecimiento, sostenidas por cordeles, colgaban las revistas. Un mecate servía para varias revistas, expuestas como sábanas blancas al sol. Sólo que esas sábanas no eran blancas sino cubiertas por dibujos y letras, historias de hombres en acción, superhéroes y archivillanos, Campeones de la Justicia contra Liga del Mal.

      Fausto hojeaba las revistas y suspiraba. Hubiera querido comprarse hasta cuatro, pero sólo le alcanzaba para dos. Se despidió del dueño de la tienda luego de pedirle que le apartara los últimos números de Batman y de El Sorprendente Hombre Araña. Fue a su casa, comió sin apetito y se fue a acostar. No durmió bien pensando en cómo adquirir dinero para sus revistas. Su padre –entonces todavía vivo– no le daría dinero para comprar esas “cochinadas”, botadero de plata en papel que ni siquiera educa. El le daría dinero para comprar un libro pero no para esas revistuchas. El papá tenía la misma actitud que años después Fausto vería en su tío Silverio hacia Herminia.

      Fausto estaba despierto cuando oyó que su madre se levantaba para preparar el desayuno. Su padre se levantaría media hora después, se bañaría y, tras vestirse, se sentaría ante el desayuno listo y frente a la esposa en fachas. Mi amor, deberías arreglarte más. Una esposa no debe dejar de gustar nunca al marido. Fausto salió de su cuarto y se dirigió al de sus padres. Desde la puerta entreabierta oyó roncar al hombre. Entró sigilosamente.

      Caminando de puntillas se acercó a la silla en donde su papá dejaba doblados los pantalones. Fausto sabía que la billetera estaba en el bolsillo derecho de atrás, mientras que el dinero suelto, las monedas, estaban en la bolsa también de la derecha de adelante. Cuando su padre caminaba se oía un cierto cascabeleo de monedas a su alrededor, un aura sonora de tintines metálicos.

      Tenso, con un gran temor de ser descubierto, Fausto deslizó su mano en el bolsillo. En esos momentos el padre cambió de posición y el niño pensó que el mundo se le caía encima. Pero no, el hombre no despertó y el niño se apresuró a sacar alguna moneda, la que fuera, y salir lo más pronto posible de la recámara. El tictac del despertador le parecía el de una bomba de tiempo.

      Apenas atrapada una moneda, Fausto sacó su mano y, lo más rápidamente dentro de su lentitud, se dirigió a la puerta y volvió a su cuarto. Cerró la puerta y miró la moneda que hasta ese momento sólo había sentido con su palma. Con asombro y avidez descubrió que se trataba de la moneda de más alta denominación (en aquel momento, nada que ver con esta época de rutinarias hiperinflaciones), la de dos pesos. Con eso le alcanzaría para comprarse no sólo las dos revistas que había dejado apartadas sino también otra más. Sintió entonces el placer del avaro cuando cuenta sus monedas o el del glotón cuando saborea su bocado. Estaba en pleno deleite cuando, como caído del cielo, un remordimiento se le clavó en su pecho, un sentimiento de culpa como nunca antes había experimentado.

      He robado, pensó. He robado dinero a mi padre.

      El gozo de unos segundos antes se vio transformado en una angustia que no lo abandonó durante el día, ni siquiera cuando con sus ojos devoraba lujurioso las hojas de las revistas. Mientras Batman y Robin luchaban contra el Mal, él, Fausto, era el Mal mismo, al haber robado la moneda al padre. ¡Archivillano!

      A la semana siguiente volvió a repetir su acción, a veces un peso, otras cincuenta céntimos, jamás un billete. Y a la semana siguiente, y a la otra, y así siguió durante varios meses, sin nunca

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