Faustófeles. José Ricardo Chaves

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Faustófeles - José Ricardo Chaves страница 5

Faustófeles - José Ricardo Chaves Sulayom

Скачать книгу

      Desde entonces Fausto se sintió sucio, por un buen tiempo después de que dejara de robar. Cuando tuvo que confesarse –por imposición de la madre, primero, y de tía Marina después–, nunca reveló al sacerdote ese pecado íntimo que lo corroía. Después de todo, ¡quién pensaría ladrón a niño tan adorable!

      Murciélagos sobre Tebas

      A ratos Fausto fantaseaba con el nombre del distrito donde vivía: San Juan de Tibás. Dos partes: una española y otra indígena. Lo de San Juan, ni modo: así como nunca falta un pelo en la sopa, tampoco falta un santo en el nombre de las comunidades del país –empezando por la capital: San José, antiguamente Villa Nueva de la Boca del Monte (¿de la Boca del Lobo?)–. El niño pasaba horas en la iglesia de Tibás contemplando la pintura de Jesús bautizado en el Jordán por Juan el Bautista, el decapitado de Salomé, ubicada cerca de la puerta principal.

      En cuanto a Tibás, la cosa es más interesante: término indígena que significa algo así como río caliente.

      Juan bautiza a Jesús en las aguas calientes del Jordán.

      Lo más curioso para Fausto era el antiguo nombre castellano de San Juan de Tibás: San Juan del Murciélago. Sin duda era la Transilvania local. Si Escazú es la Salem del país por sus brujas, Tibás es su Transilvania por sus murciélagos. En el corazón del escudo municipal se aprecia uno de esos bichos voladores, primos de los vampiros. Fausto era hijo de la noche, hermano del murciélago. Quizás por eso, uno de sus héroes predilectos era el encapuchado Batman, saltando de un edificio a otro de Ciudad Gótica con ayuda de su baticuerda.

      San Juan Bautista es un vampiro que chupa la sangre de Jesús desnudo en las aguas calientes de Tibás. Sobre ellos desciende, no la luz de la paloma celestial, sino el chillido mudo del murciélago.

      Pocas semanas antes de morir en el accidente, el papá de Fausto le había regalado una enciclopedia UTEHA de diez tomos, de pastas duras y moradas, la que llegó a ser manantial importante en la formación del muchacho. Una tarde en que hojeaba la letra T encontró la palabra Tebas.

      Tebas/Tibás, pensó. Fausto leyó sobre la ciudad de Edipo.

      Tebas/Tibás: la ciudad de San Juan el Decapitado, de Edipo el Desojado, de Fausto deshojando los libros a fuerza de tanto leer, de Fausto des(h)ojándose a sí mismo frente al poder de la letra impresa.

      ¿Te vas, Fausto, te irás de Tibás, para errar como San Juan en el desierto –cuando aún tenía cabeza– o como Edipo fuera de la ciudad –cuando ya no tenía ojos–?

      ¿Serás, Fausto, el Edipo vampiro de Tibás?

      Verdes laberintos de café

      La familia materna de Fausto siempre había vivido en Tibás. Cuando su madre –la que llegaría a serlo– se casó, el nuevo matrimonio se instaló ahí mismo. Ella no quiso alejarse de sus parajes conocidos, de su familia. El esposo no tuvo ningún inconveniente. Tibás era un sector agradable de la ciudad, algo frío (no tanto como Moravia), algo ventoso (no tanto como Pavas), con muchos cafetales y quebradas.

      Fausto, aunque nacido en un hospital del centro de San José, creció en el sector tibaseño, más suburbial. Se acostumbró a los cafetos floreados de los primeros meses de lluvia, cuando el verde oscuro daba paso a una florescencia de azahares que perfumaba el ambiente. Luego las flores caerían para dejar en su lugar pequeños frutos verdes enracimados que, tras unos meses, ya rojos de encendido vegetal, serían el objetivo de decenas de cogedores de café. Hombres y mujeres venidos de quién sabe dónde irían llenando sus canastos entre risas y sudores por el codiciado grano rojo.

      Los cafetales constituían verdaderos laberintos por los que el niño Fausto corría con sus compañeros de juego. Ahí ellos podrían jugar de indios y vaqueros, de policías y ladrones, de superhéroes y archivillanos. Fausto estaría muy orgulloso con su capucha y su capa negras de Batman. Desde la rama de un árbol se arrojaría sobre un desprevenido amiguito –¿Acertijo o Guasón?– y ambos rodarían por los trillos de los cafetales.

      Cafetos sembrados en eras que se extendían sin fin a los ojos del infante Fausto. Cada cierta distancia, altos árboles para dar sombra: poró, higuerón, ciprés en las cercas, jocote... Puntos de referencia en el laberinto, arbustos que sirven entre otras cosas para esconder al villano del superhéroe, al hombre sin rostro que es perseguido por el hombre con máscara.

      Dédalo de café. Subir a lo más alto del higuerón, más allá del follaje y luego, con alas de Ícaro, elevarse por encima del cafetal, del valle, y viajar con los Campeones de la Justicia por otros planetas, sistemas solares más allá del nuestro; sí, viajar a otras galaxias, a otras constelaciones, siguiendo las huellas del Doctor Destino. Es entonces cuando cae Ícaro en el laberinto del padre al incendiarse las alas de su memoria.

      La casa misteriosa

      Ya hace mucho tiempo que los superhéroes quedaron atrás. Ahora Fausto es un joven que no hace más de tres meses cumplió quince años y que la próxima semana celebrará su primer aniversario de haber sido iniciado en la logia teosófica. Fue la tía Herminia quien lo llevó por primera vez a esa casona misteriosa de la Cuesta de Núñez, después de que una amiga de gustos esotéricos la convidara a las “apasionantes pláticas de los teósofos”, según decía la mujer con cómico rictus histérico.

      Una vez a la semana estos seguidores de las doctrinas de la rusa Blavatsky –una curiosa mezcla de neoplatonismo hermético con budismo, cábala e hinduísmo– daban conferencias para divulgar sus ideas. En el gran salón de la vieja casona, entre esas paredes blancas con los rostros de la insólita fundadora rusa, de magnéticos ojos; del viejo Olcott perseguidor de fantasmas en los centros espiritistas neoyorkinos; de la Besant –primero, socialista fabiana organizadora de huelgas de modistillas en Londres, después, oradora teósofa que conmovía a su examante George Bernard Shaw y descubridora del mesías Krishnamurti–; de Leadbeater, el clarividente de vidas pasadas en la Atlántida y en Lemuria; entre estos cuadros, digo, y entre otros de personajes locales como la Pepilla de Bertheau (tía de Eunice Odio) o el caprino Povedano con su dibujo de la Esfinge egipcia restaurada, entre paredes blancas y cuadros y flores e incienso, un cejijunto conferencista expone a un público de veinte o treinta personas floridos e iluministas discursos salpicados de términos en sánscrito, pali o hebreo (la India, el Buda, la Cábala...).

      Entre el público se encuentran Fausto y Herminia, quienes escuchan embelesados la oratoria mística del viejecillo teósofo. La conferencia se titula La teosofía no es una teología. El vate de las cartas de los Mahatmas del Tíbet blande seguro su bate verbal. Tía y sobrino quedan fascinados ante esa disertación a ratos casi oracular.

      En el principio fue el Logos, decía el teoevangelista vidente. En el principio no fue el Caos sino el Vacío. Entonces el Espacio, el eterno padre, se llenó de luz una vez más después de haber dormido durante siete eternidades, dice el Libro de Dzyan, manuscrito misterioso que dormita en la fría biblioteca de una lamasería, en Shambala, en el desierto de Gobi. En el principio...

      La búsqueda de los orígenes...

      Todo origen siempre es mítico. (¿No es cierto, Edipo?)

      Con un átomo de mi cuerpo creo el universo y aún así permanezco, dice Krishna al tambaleante príncipe Arjuna.

      Bhagavad Gita...

      Puranas...

      Upanishads...

      Enéadas...

Скачать книгу